Decreto-ley contra la libertad de expresi¨®n
EN UN anterior comentario editorial (v¨¦ase EL PAIS 13-4-77) nos ocupamos de algunos aspectos del decreto-ley sobre (l¨¦ase contra) la libertad de expresi¨®n: la oficiosidad del Gobierno para proteger instituciones que -como la Corona o las Fuerzas Armadas- no precisan de tal ayuda, la usurpaci¨®n por la Administraci¨®n de funciones judiciales al arrogarse la facultad del secuestro previo, la elevaci¨®n de las penas en los casos de calumnia e injuria durante la campa?a electoral, la extensi¨®n de la responsabilidad civil solidaria a la empresa period¨ªstica. Pero ese museo de aberraciones jur¨ªdicas ofrece todav¨ªa m¨¢s sorpresas al visitante que resuelve darse otra vuelta por la sala dedicada a la legislaci¨®n contra la prensa.Tal vez la m¨¢s inaudita sea la original atribuci¨®n de la responsabilidad penal por los delitos previstos en el decreto-ley no s¨®lo al autor de la noticia, informaci¨®n o comentario que presuntamente los cometa, sino tambi¨¦n al director del peri¨®dico o revista en que hayan visto la luz. Anteriormente, operaba ¨²nicamente la ?responsabilidad en cascada?; esto es, el director de una publicaci¨®n incurr¨ªa s¨®lo en responsabilidad penal cuando no hab¨ªa autor conocido al que pudiera imput¨¢rsele el delito. Nuestros legisladores, al crear la figura de la responsabilidad penal solidaria, se retrotraen a los principios medievales de atribuci¨®n de responsabilidades colectivas por lazos de parentesco o vecindad. Pero seamos comprensivos. La barbarie jur¨ªdica tambi¨¦n goza de atenuantes. Al igual que en el caso de extensi¨®n de la responsabilidad civil solidaria al empresario, el invento de la responsabilidad penal solidaria del director es un arma pol¨ªtica de intimidaci¨®n y amedrentamiento contra la libertad de expresi¨®n. Desde ahora, y al menos en teor¨ªa, el director de un peri¨®dico no deber¨¢ responder s¨®lo de la l¨ªnea editorial y de la informaci¨®n sin firma de sus p¨¢ginas; tambi¨¦n tendr¨¢ que vigilar a todos los redactores y colaboradores que estampan su firma al pie de sus art¨ªculos. Tal vez demasiado ocupados por sus altas labores, los funcionarios del Ministerio de Informaci¨®n desean incorporar a la plantilla de los censores -aunque sin sueldo ni seguridad social-, a los directores de las publicaciones peri¨®dicas espa?olas, que con el redoblado celo que transmite el temor a un procesamiento o a una condena deber¨¢n emplear todo su tiempo en escudri?ar en los art¨ªculos de colaboraci¨®n de ilustres acad¨¦micos, cr¨ªticos de cine o corresponsales extranjeros la posible existencia de una brizna de delito.
Pero la pasi¨®n inquisitorial del legislador no llega a saciarse con esta amenaza. Cauto y prevenido, cae en la cuenta de que la hoguera puede quedarse sin cliente en el caso de que el director de una publicaci¨®n ?no fuese, conocido, no se hallare en Espa?a o estuviere exento de responsabilidad criminal? por algunas de las causas eximentes que enumera el art¨ªculo octavo del C¨®digo Penal. En tal caso, contin¨²a el art¨ªculo sexto del decreto-ley, "ser¨¢ responsable el editor, y en su defecto, por las mismas causas, el impresor". El museo de aberraciones se enrique, as¨ª, con una pieza teratol¨®gica que desaf¨ªa cualquier esfuerzo imaginativo: la responsabilidad penal solidaria por los delitos cometidos por un autor conocido cae, adem¨¢s, en cascada hasta el empresario de la publicaci¨®n, de los talleres gr¨¢ficos que procedi¨® a su impresi¨®n. S¨®lo cabe felicitar a los industriales papeleros, a los fabricantes de rotativas y a los suministradores de tinta porque no les llegue el ¨²ltimo goteo de esta gigantesca catarata, tal vez por descuido u olvido de los vigilantes del museo.
Indic¨¢bamos en nuestro anterior editorial c¨®mo la Administraci¨®n invade el dominio de los Tribunales al reservarse el derecho a secuestrar previamente, en los casos previstos en los apartados b) y c) del art¨ªculo tercero, cualquier tipo de impreso gr¨¢fico o sonoro. Pero la liberalidad y generosidad de la Administraci¨®n respecto a los delitos excluidos de esa relaci¨®n es s¨®lo aparente. Desempolvando nuestra vieja ley de Enjuiciamiento Criminal, el astuto legislador pretende obligar a los jueces a secuestrar en cualquier caso los impresos presuntamente delictivos. Efectivamente, la comunicaci¨®n por la Administraci¨®n al ministerio fiscal o al juez de la existencia de ?un hecho que pudiera ser constitutivo de delito cometido por medio de impresos gr¨¢ficos o sonoros? lleva aparejado que el juez competente ?acordar¨¢ inmediatamente sobre el secuestro de dichos impresos con arreglo al art¨ªculo 816 de la ley de Enjuiciamiento Criminal?. ?Y qu¨¦ dice ese art¨ªculo tan inocentemente deslizado por el legislador? Pues nada menos que ?inmediatamente que se de principio a un sumario por delito cometido por medio de la imprenta, el grabado u otro medio mec¨¢nico de publicaci¨®n, se proceder¨¢ a secuestrar los ejemplares del impreso o de la estampa donde quiera que se hallaren?.
Dicho de otra forma: seg¨²n un criterio de interpretaci¨®n literal y restrictivo, las primeras diligencias judiciales llevar¨ªan aparejadas de manera autom¨¢tica el secuestro de la publicaci¨®n denunciada por la Administraci¨®n. Sin embargo, los presumibles deseos del Gobierno de completar sus derechos al secuestro con la obligaci¨®n judicial de llevarlo a cabo en cualquier caso, se ver¨¢n frenados, sin duda, por la ponderaci¨®n interpretativa de nuestra judicatura, que ya en el inmediato pasado sent¨® precedentes en tal sentido.
Una pieza tambi¨¦n valiosa de este museo de aberraciones jur¨ªdicas es la supresi¨®n de la querella y del acto de conciliaci¨®n previo en los procesos por injurias y calumnias. Como cualquier lego sabe, los ?delitos contra el honor? s¨®lo son perseguibles a instancia de parte, sin que la acusaci¨®n corresponda al ministerio p¨²blico. Sin embargo, la nueva normativa, al sustituir la querella por la simple denuncia, hace que el aparato de la justicia se ponga en marcha para amparar a los supuestos agraviados de la misma forma que si se tratara de ofensas contra la sociedad entera. Pudiendo prescindir de la obligada intervenci¨®n de abogados y procuradores, las personas sobre cuya conducta la prensa informe de manera desagradable, pero veraz, podr¨¢n con mayor facilidad reducir al silencio a quienes, con sus denuncias, tal vez traten de proteger un bien muy superior: los intereses y los derechos de la comunidad pisoteados por desaprensivos y prepotentes.
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