Un cigarrillo para Dionisio Ridruejo
?Por qu¨¦ llamar hermosos a un rostro de mujer, a una m¨²sica, a un libro, a un ¨¢rbol, a un mar, a una monta?a, y no a la conducta de un hombre? Hay seres cuya conducta acaba mereciendo que se la llame, antes que nada, hermosa. Dionisio Ridruejo se esforz¨®, sin ahorro, sin economizarse, en alcanzar a ser una de esas conductas. Dedic¨® m¨¢s de media vida a merecer sobradamente el homenaje que le rendimos esta tarde. Un homenaje que no es el primero y que no ser¨¢ el ¨²ltimo. Importa, creo, que mencione en el principio de mi intervenci¨®n la hermosura de la conducta de Dionisio, porque no es otra cosa que su conducta lo que hizo que yo acabase sintiendo una admiraci¨®n sin reservas por alguien que pudo haber sido un enemigo m¨ªo.?Por qu¨¦ enemigo m¨ªo? Cuando nac¨ª, en medio de una guerra brutal cuyo ¨²nico m¨¦rito tal vez ha consistido en haber vacunado a, Espa?a contra la ignominia de las guerras civiles, Dionisio Ridruejo ya hab¨ªa tomado sus primeras decisiones pol¨ªticas. No es esta la ocasi¨®n ni yo soy el m¨¢s capacitado para enumerar los m¨²ltiples, complejos, nacionales y for¨¢neos motivos de aquella vergonzosa cat¨¢strofe. Ahora y aqu¨ª s¨®lo pretendo se?alar un hecho m¨¢s modesto: que aquellas iniciales decisiones pol¨ªticas del hombre a quien hoy quiero y debo elogiar lo situaban como enemigo de mis antepasados, aherrojados por la pobreza; como enemigo de mi padre, que, como descendiente de los pobres, era republicano; como enemigo de mi clase, la gran conocedora de los padecimientos que siglos de poder autoritario y, en el fondo, racista, arrojaban contra la raza enorme de los depose¨ªdos. No pretendo presumir de descender de pobres, pero tampoco siento ning¨²n temor porque pueda parecer presunci¨®n lo que es, sencillamente, ense?ar mis ra¨ªces: al fin Y al cabo es mi madeja de ra¨ªces lo que me induce a procurar ser socialista y ser dem¨®crata, inseparablemente. Inseparablemente.
Pero, adem¨¢s de mis ra¨ªces, adem¨¢s de las caritas conmovedoras de mis muertos, adem¨¢s del pat¨¦tico af¨¢n de mi padre y mi madre, desgastados por el trabajo y la desesperanza, un pu?ado de hombres valientes y verdaderamente generosos, serenamente intr¨¦pidos, me han ense?ado a amar la libertad y la justicia, me han ense?ado a aborrecer l¨²cida y diariamente el infeccioso deshonor que segregan las dictaduras. Dionisio Ridruejo fue uno de esos talantes ejemplares en que aprend¨ª la honda fratenidad que habita en la desobediencia y la profunda y l¨ªcita obediencia que habita en la fraternidad. El que, antes de yo nacer, fue un enemigo de los m¨ªos, reparar¨ªa su error con un coraje y una honradez tan altos, con una entrega tan sistem¨¢tica y veloz, que acabar¨ªa por ser, en ocasiones, mi maestro.
Cadenas, abajo.
Conoc¨ª a Dionisio una tarde en la casa de Luis Rosales. No m¨¢s de cuatro o cinco veces disfrut¨¦ de su charla, siempre inflamada por la voracidad de su preocupaci¨®n por una Espa?a que a¨²n no mostraba, como hoy Ias cadenas ca¨ªdas. Pocas horas goc¨¦ de la temperatura tan c¨¢lida y civil de sus palabras, pero en cualquiera de esas horas supe que quien me hablaba era uno de los espa?oles que m¨¢s se estaban esforzando por que cayeran las cadenas, porqu¨¦ cayeran de tal modo que no se levantaran nunca: ni las cadenas que hoy se caen ni ningunas otras cadenas. En la Historia, no siempre son in¨²tiles quienes nos ense?an a odiar las tiran¨ªas; Dionisio, con no menor coraje, eligi¨® ense?arnos a desmitificarlas. En la Historia son ¨²tiles quienes nos muestran c¨®mo la libertad es insustituible para la salud de un proceso pol¨ªtico; Dionisio, con no menos talento, nos mostraba c¨®mo la libertad es necesaria a la salud de? cuerpo. La libertad no es s¨®lo la digna p¨¢gina donde puede escribirse la dignidad de un pueblo: es tambi¨¦n, para todos y cada uno de los individuos que forman ese pueblo, un alimento de primera necesidad. Es una prote¨ªna, es fruta, es calcio, es hierro. Dionisio fue, con respecto a ese alimento al que en nombre de nada debemos renunciar jam¨¢s, uno de nuestros proveedores. Lo primero que se advert¨ªa al hablar con Dionisio es que sus ademanes ol¨ªan a libertad, sus palabras sonaban Con guitarras de libertad, sus ojos nos miraban con la tierna, serena y solidaria obstinaci¨®n que florece en la libertad. Apropi¨¢ndome aqu¨ª de la frase de un hombre que llor¨® ante el cad¨¢ver de Dionisio, dir¨¦ que Ridruejo no condescendi¨® nunca a coquetear con la libertad: se acostaba con ella. Como no hay erotismo m¨¢s perseguido por la frigidez del poder, esa relaci¨®n sensual entre la libertad y Dionisio le hizo ganarse a pulso la c¨®lera, la deportaci¨®n y la c¨¢rcel. Lo cual no le llev¨® ni al abandono ni a esa derrota gris que es la cautela: con esa amante portentosa y tremenda a que llamamos libertad Dionisio tuvo hijos: actos sanos y fuertes.
Justicia y libertad
Actos sanos y fuertes. Hay una ¨¦poca en su vida a partir de la cual la cita de Dionisio con la justicia y con la libertad ser¨¢ ya permanente. Su pluma temeraria y amorosa -no hay amor sin coraje- sal¨ªa al paso de cada injusticia cometida contra el presente y el porvenir de Espa?a, llamaba la atenci¨®n a todos los fabricantes de mordazas, voceaba a los legisladores del silencio. Una vez que Dionisio tuvo bien claro que el futuro nombrado a dedo afrentaba a su honor intelectual, no hubo injuria cometida contra la construcci¨®n de un porvenir nombrado por las multitudes. (?las multitudes nombrando libremente a su futuro! No hay suceso m¨¢s grande), no hubo desafuero contra el proyecto de una convivencia equitativa libre, exacta, no hubo capricho de la arbitrariedad o la soberbia del poder, no hubo violencia, en fin, que no se tropezase con los ojos severos que miraban desde sus p¨¢ginas. Sus escritos est¨¢n llenos de ojos. Su moral miraba. Su amor miraba. Su esperanza miraba. Y sus miradas eran exigentes. Ultimamente se ha hablado mucho de reconciliaci¨®n, se ha hablado mucho de concordia. En ocasiones, con la astucia de quien ve que el edificio del dominio se derrumba y se dispone entonces a apuntalarlo con maderos sem¨¢nticos. Como todo verdadero dem¨®crata, Dionisio no ignor¨® que la tolerancia, actitud tan emocionante, profana su utilidad sagrada si convive con la opresi¨®n; Dionisio supo que la palabra reconciliaci¨®n no puede pronunciarse sin un previo compromiso con la justicia; Dionisio se?al¨® que, sin la libertad, la palabra concordia puede ser una t¨¢ctica pero nunca un destino. Hoy, dos a?os despu¨¦s de que muriera Ridruejo, la reconciliaci¨®n ha empezado ya a ser nuestro destino: por la simple raz¨®n de que en nuestro destino ha empezado a existir la libertad. No me cabe la menor duda de que uno de los forjadores de esta incipiente libertad fue Dionisio. Es verdaderamente una brutalidad que ¨¦l no pueda gozar de estas primeras bocanadas de ox¨ªgeno enaltecedor, que no pueda abrazar a los desconocidos por las calles, que no pueda beber este champ¨¢n. Toda muerte es irreparable. La suya fue, adem¨¢s, escandalosamente prematura. ?Imagin¨¢is cu¨¢n ¨²til habr¨ªan sido su comprensi¨®n y su exigencia, sus h¨²meros de democracia, su perfume moral, su amor civil activo, en este porvenir que ya ha empezado? Todos morimos cuando m¨¢s nos necesitan los seres que nos aman. El se muri¨® cuando m¨¢s lo necesitaba la Espa?a varia y libre que se acerca y a la que dio los m¨¢s severos y generosos a?os de su vida.
Dionisio muri¨® del coraz¨®n. Es natural: ?de qu¨¦ otra cosa iba a morir? Todos aquellos de nosotros que amamos equitativamente a Espa?a, que la amamos como a un deber y no como a un cortijo, hemos estado mal del coraz¨®n. Es natural: Espa?a estaba enferma y nosotros, al arroparla con nuestro coraz¨®n, nos ¨ªbamos haciendo card¨ªacos. Quiz¨¢ porque hemos arropado menos, o tal vez por fortuna, o porque la alegr¨ªa espa?ola nos ha llegado a tiempo, hemos sobrevivido. El no logr¨® sobrevivir excepto en la medida en que nos hace falta, en la medida en que nos llena la memoria de toros tristes, los toros tristes que contemplaban, invisibles, su entierro-. Yo no quise padecer el instante extranjero de su entierro. Prefer¨ª recordarlo como era la ¨²ltima vez que vi su cara viva. En su despacho, lleno de trabajos en marcha, art¨ªculos urgentes, llamadas telef¨®nicas, solicitaciones, poemas, compromisos, Dionisio, enjuto, preocupado y alegre a un tiempo, fr¨¢gil pero insaciable, peque?o y duro como metal precioso, postreramente en¨¦rgico y eterna mente delicado, me miraba fumar con una avariciosa envidia. Los m¨¦dicos y su af¨¢n de vivir le hab¨ªan prohibido que fumase. Miraba el humo de mis cigarrillos como si fuera un ni?o hambriento que ve comer al otro borde del cristal. De repente se levant¨®, cerr¨® la puerta del despacho para que Gloria no advirtiese la transgresi¨®n, me pidi¨® un cigarrillo, lo encendi¨®, lo goz¨® y en silencio, me sonre¨ªa. Tengo, Dionisio, clavada esa sonrisa. Es lo ¨²ltimo que vi de ti. T¨² te estabas muriendo, y sonre¨ªas. El amigo a quien hoy recordamos sonre¨ªa tal vez porque ese cigarrillo clandestino era, sin duda, algo muy propio de Dionisio: era un gesto de libertad ganada desde el riesgo. No hay otra libertad que la que cuesta y Dionisio no lo ignor¨® jam¨¢s. Pero con riesgo y todo es tan hermosa como para sonre¨ªr desde la orilla de la muerte. Una muerte que a¨²n no le hab¨ªa llegado. Una muerte que, de alg¨²n modo, no le ha llegado todav¨ªa. Su destrozado coraz¨®n le llev¨® bajo tierra. Tambi¨¦n su coraz¨®n, destrozado por serlo tanto, a¨²n le mantiene a ¨¦l entre nosotros. Permitidme opinar que esta duradera presencia que alcanz¨® a ser Dionisio forma ya parte del coraz¨®n de Espa?a.
(*) Texto le¨ªdo en el homenaje a Ridruejo celebrado el mi¨¦rcoles 22 de junio en la Fonoteca de la Biblioteca Nacional.
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