Juan Jos¨¦ Mill¨¢s, un nuevo novelista
En Visi¨®n del ahogado el tiempo es una sucesi¨®n de im¨¢genes da?inas que se articulan inexorablemente para construir el rostro del fracaso: un fracaso sin grandeza y sin esperanza, como una enfermedad in curable. En Visi¨®n del ahogado los personajes no se juntan con generosidad y ni siquiera con esa forma deslavazada de la misericordia que suele ser la ocultaci¨®n o la mentira; las criaturas de este relato gelatinosamente honesto y pavo roso est¨¢n unidas por el odio y por la derrota. No hablan para enten ,jerse sino para cubrirse de verg¨¹en z1a y de los ara?azos de un,? profunda lejan¨ªa. El erotismo aqu¨ª no es ni un descano, ni un prernio, ni una b¨²squeda, sino la platafor ma de un casti o anterior a la piely 9 que enreda furiosamente a los amantes en una madeja de sadismo y de venganza in¨²til. Aqu¨ª la libertad no es esa rara luz que, seg¨²n la. tradici¨®n, distingue a los hombres de cualquier variedad de animales que merodean por su tr¨¢nsito de modo repetido y ciego, sino un t¨²nel que conduce a alg¨²n sitio m¨¢s oscu ro que el t¨²nel: ?en el fondo de las decisiones importantes no hab¨ªa grandeza ni verdad, sino una puerta falsa que conduc¨ªa al desenga?o?. Para el relator de esta historia las vidas de sus oficinistassus forajidos, sus desamparadas mujeres, no forman el tejido de la convivencia, sino el de la ruina. La ruina no es el esplendor del dolor, sino el mani¨¢tico tictac de una perdici¨®n persistente, cotidiana, municipal. Las ilusiones no son ni puertas ni reposos, sino adveni.mientos espor¨¢dicos de ?una adolescencia que habr¨ªa de prolongarse m¨¢s all¨¢ de su juventud hasta convertirse en algo molesto y dif¨ªcil de sacudirse, como el cad¨¢ver de Dios?. El desconsuelo no es el fin de un cansancio, sino una forma de carcoma parecida a la culpa. Y aqu¨ª la culpa no consiente ser combat¨ªda ni siquiera con la sinceridad: ?se dio cuenta de que estaba cayendo en la trampa de la sinceridad, y sab¨ªa que de esa trampa s¨®lo se sale a trav¨¦s de la estupidez, o de la destrucci¨®n ?.Puede pensarse entonces que los seres que ocupan el espacio de este libro (un cierto barrio de Madrid, alguna alcoba, una cabina telef¨®nica, un urinario donde el semen no brota hacia el placer, sino hacia el infortunio, un sof¨¢, un .instituto ceniciento, una comisar¨ªa, un cuarto de calderas: una trivial porci¨®n del mundo) son seres m¨¢s o menos sinceros, puesto que todos ellos acaban destruidos: por la persecuci¨®n, la enfermedad, la cobard¨ªa, la lucidez, la sumisi¨®n o el abandono. En el fondo, por el destino. El destino es el ¨²nico personaje que en este libro obtiene miserables victorias. El ¨²nico que sabe lo que quiere: romper, pudrir y pervertir. Es la ¨²nica presencia en este espacio narrativo que parece provocar al narrador cierto temor airado y a. los protagonistas cierto sarc¨¢stico respeto. Todo cuanto sucede en este libro oscuro, acorralado y oliente a suciedad, a pena, a pat¨¦tica inmoralidad y a desgracia, es obediente a la tiran¨ªa del destino: los seres y los hechos, las reflexiones, las im¨¢genes e inclusive la lluvia son instrumentos que se agrupan para que suene una sinfon¨ªa descompuesta y sin melod¨ªa, una m¨²sica cuyo origen es ?la verg¨¹enza de no haber clausurado lo anterior al destino; es decir, el destino?. Sujetos a ese engrudo terrencial e ini-nisericorde, los seres de esta narraci¨®n (de esta concepci¨®n de la vida) tardan a?os en comprender y en asumir con cinismo, con rencor, con fatiga y con miedo - que vivir es durar y durar mal, que fracasar es ver y que triunfar es imposible. Y al final lo comprenden: ?porque el triunfo no tiene m¨¢s alternativa que el fracaso?. Cuando sobre el m¨¢s desventurado de los desventurados de este libro, un m¨¦dico asegura ?que se va a joder, que un lavado de est¨®mago y listo?, es decir, cuando ya ni en el suicidio quedan ni triunfo ni prestigio, uno advierte que el autor de este ?breviario de la podredumbre?, de esta novela horrendamente hermosa, no escribe s¨®lo con el af¨¢n de ir amas¨¢ndole una cara adorable al vocablo socorro, sino tambi¨¦n con la libertad que proporciona el asco; no escribe ¨²nicamente con la amargura y con la crueldad de un harto de hambres, sino tambi¨¦n con la alegr¨ªa funesta de quien ha visto ya la mentira y la muerte hasta en la tinta que le sirve para decir que sufre.Estas p¨¢ginas (pr¨¢cticamente espl¨¦ndidas: apenas hay en algunas de ellas ciertas torpezas t¨¦cnicas, ciertas obstrucciones del ritmo, ciertas ingenuidades que tardar¨¢n poco en perecer) se inscriben en una tradici¨®n de novelistas medio malditos, ¨¢vidos en el arte de mostrar hasta qu¨¦ punto el hombre colabora con sus desastres. Novelistas sombr¨ªos, ateridos, de alg¨²n modo ejemplares, que aunque no creen que la sinceridad pueda cobrar impuestos al negocio de las relaciones humanas ni devengar beneficios morales, al menos no gustan de mentir, ni siquiera para tranquilizar, ni mucho menos para sosegarse. Novelistas desesperados en cuyas obras a la ternura hay que buscarla por los laberintos de lainteligencia y la hurilildad y por entre grand es capas de aspercza, de repugnancia y crueldad. Novelistas profundaniente defraudados por una vida a la que nunca (y quiz¨¢ esa sea su verdadera nialdlci¨®n) consiguieron dejar de amar. Son novelistas que se llaman ('¨¦l?ne, Pavese, Onetti. Onetti sobre todo. Lo cual me trae un recuerdo que quiero transformar en advertencia. En el a?o 1939 y en una imprenta de Montevideo, un muchacho de treinta a?os public¨® una breve novela denominada Elpozo, una novela primeriza y a la vez magistral que, adem¨¢s de ser ya en s¨ª misma un universo narrativo (Jean Paul Sartre la reescribi¨® despu¨¦s sin mejorarla), era tambi¨¦n el germen de una angustiosa y magn¨ªfica escalera de libros que har¨ªan de Juan Carlos Onetti uno de los m¨¢s grandes novelistas de nuestro idioma. La advertencia consiste en anotar aqu¨ª que las editoriales, las revistas, los mandari~ nes literarios, tardaron veinte o treinta a?os en empezar a reparar -ya tard¨ªamente- una injusticia cometida contra aquel silencioso, conmovedor e incorruptible espele¨®logo del coraz¨®n del hombre. Otro muchacho de treinta a?os, llamado Juan Jos¨¦ Mill¨¢s, aprendiz de sus sombras todav¨ªa, pero perteneciente a esa misma raza de escritores que piden brutalmente piedad para sus personajes, tal vez para s¨ª mismos, e incluso para su lector, ha publicado una novela de las que huelen a hombre y a mujer, a desdicha, a destino y, de alg¨²n modo, a rebeli¨®n. Una novela en la que llueve con ferocidad. Con esta p¨¢gina he querido pedir que no esperemos veinte o treinta a?os para advertir que esa ferocidad es uno de los diversos modos con que algunos hura?os escritores restituyen una desconsolada e irremediable fuerza moral a la literatura.
Juan Jos¨¦ Millas
Visi¨®n del ahogadoAlfaguara. Madrid, 1977
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