Imperio de la Ley y consenso democr¨¢tico
Es frecuente la referencia al ?imperio de la ley? en toda suerte de discursos y declaraciones. Sin ir m¨¢s lejos, el Rey utiliz¨® esa f¨®rmula ante las Cortes el pasado 22 de julio. Hizo muy bien el Monarca en situar el respeto a la norma legal como base de la democracia. Pero acontece que, previamente, se le hab¨ªa hecho el flaco servicio -a ¨¦l y al pa¨ªs entero- de deteriorar esa expresi¨®n hasta extremos penosos. Y temo mucho que ni siquiera la autoridad del Rey logre restablecer el cabal significado que enuncian. Porque la burla y el desconocimiento pr¨¢ctico del respeto a la Ley -tambi¨¦n por parte del legislador en el momento de legislar- han sido persistentes y graves.Hay que desprenderse de connotaciones y resonancias epis¨®dicas (por largo que fuese el episodio) y comprender, de una vez, que el imperio de la Ley no es ning¨²n cercenamiento de la libertad, sino que constituye, por el contrario, su garant¨ªa. Y la garant¨ªa de la igualdad primera. O la Ley o la ocurrencia del m¨¢s osado. O la Ley o la arbitrariedad y, con ella, la lenidad y la corrupci¨®n.
La convivencia civil no puede soportar prolongados par¨¦ntesis de ajuridicidad. En tales per¨ªodos, crece y se enraiza el arbitrismo y la presi¨®n violenta, desde el poder y desde fuera de ¨¦l, desde lo que se viene en llamar ?la calle?. Se sientan las bases para el triunlo de la raz¨®n de la fuerza sobre la fuerza de la raz¨®n, para la victoria de la ley del poder f¨¢ctico sobre el poder -sobre el imperio- de la Ley. La convivencia, si se me permite la hip¨¦rbole, se va transformando en conmoriencia.
Lo que acabo de escribir es de una sonrojante elementalidad. Pero considero urgente cancelar varias falacias e intentar esclarecer diversos criterios. Es,urgente, por ejemplo, cancelar la falacia de la ?legalidad franquista?, en cuya virtud unos hacen caso omiso de normas jur¨ªdicas vigentes y otros cierran los ojos a las infracciones, d¨¢ndolas por buenas. Esa falacia hay que liquidarla por varias razones: 1?) Porque no todo es ?legalidad franquista?, pues existen cuerpos legales enteros y partes completas de otros que no corresponden al per¨ªodo 1936-1975. 2.?) Porque es inadmisible ampararse parcialmente en una legalidad y conculcarla en otra parcela. 3?) Porque cierto n¨²mero de leyes ?franquistas? no se diferencian sustancialmente de las que regulan id¨¦nticas materias en otros pa¨ªses. 4.?) Y fundamental: porque en la inmensa mayor¨ªa de los casos, es preferible adecuarse a un par¨¢metro legal, por ?franquista? que sea, a quedar en manos de cualquier coacci¨®n o antojo prepotente. 5?) Y definitiva: porque existiendo un Parlamento representativo, toda sustituci¨®n de lo vigente s¨®lo a ¨¦l corresponde. Otra cosa ser¨ªa negar la democracia.
Topamos as¨ª con una distorsi¨®n estrechamente ligada a la falacia anterior: la de confundir la democracia con algo tan diametralmente opuesto como la anarqu¨ªa, sea espont¨¢nea o programada, violenta o mansa. La democracia no es el sistema que permite a cada cual hacer lo que le viene en gana. (Vuelvo a sonrojarme, pero estoy respaldado en tama?a perogrullada por una encuesta fiable, de la que se desprende que esa confusi¨®n ha calado de verdad en el paisanaje.) La democracia significa ejercicio del poder, solo que no es un poder arbitrario y simplemente eficaz, sino un poder sometido a una regulaci¨®n jur¨ªdica -al imperio de la Ley-, que ha recibido, a su vez, una legitimaci¨®n popular.
Si tales son algunos de los rudimentos de la democracia, ya se comprende que habr¨¢ fracasado en cuanto se vulneren. Habr¨¢ fracasado, por ejemplo, tan pronto como el poder eficaz no coincida con el surgido de las urnas o cuando la voluntad de la Ley ceda ante la presi¨®n jur¨ªdica. No ser¨ªa, ciertamente, un fracaso de la democracia como sistema, sino en este o en aquel pa¨ªs, en un momento concreto. Mas no vamos a consolarnos por haber salvado la teor¨ªa: lo que interesa es que, aqu¨ª y ahora, la pr¨¢ctica de la democracia no sucumba y que sus instituciones no mueran, como en otros lugares, por obra de fuerzas extrainstitucionales, tr¨¢tese de ?oligarqu¨ªas? o de ?fuerzas populares?.
En ese empeno no cabe desconocer que se ciernen graves peligros sobre la criatura jur¨ªdico-pol¨ªtica reci¨¦n alumbrada. De entre ellos, destacan el desprecio del valor del Derecho y el incongruente rechazo de las m¨¢s elementales exigencias del sistema democr¨¢tico.
Tenemos ya un Gobierno que, guste m¨¢s o menos, est¨¢ democr¨¢ticamente legitimado: responde a la mayor¨ªa, suficiente si consistiese en cinco votos, pero que consiste en bastantes m¨¢s. Ahora, ese Gobierno debiera dedicarse a gobernar seriamente en todos los terrenos. Y, sin embargo, hay s¨ªntomas de graves obst¨¢culos para tal fin. Algunos de esos s¨ªntomas tienen que ver con problemas taife?os en el seno de los vencedores, aquejados de autocomplacientes alucinaciones. Otros, con vicios en la elecci¨®n de los miembros del Ejecutivo. Y los que aqu¨ª interesan, con la dificultad de ajustarse, en su actividad pol¨ªtica, a unos cuantos puntos de referencia -el imperio de la Ley, por ejemplo- que marcan los l¨ªmites del maniobrerismo y se?alan, al propio tiempo, los m¨¢rgenes de maniobra de la nave del Estado que pilotan. No hace falta insistir en el riesgo de que se abran v¨ªas de agua y se produzca el naufragio si se traspasan esos m¨¢rgenes.
He aludido en otra ocasi¨®n, desde estas p¨¢ginas, a la idea del Eslado interino. Hoy puedo decir, concretando, que un pa¨ªs en el que, por unos u otros mecanismos, la l¨ªnea de lo indudablemente criminal est¨¢ fijada, como quien dice, el lunes aqu¨ª, el martes m¨¢s all¨¢ y el mi¨¦rcoles m¨¢s ac¨¢, es un pa¨ªs con un Estado interino. Sin descartar que haya sido inevitable durante un tiempo esa situaci¨®n, se?alo quedesde un punto de vista jur¨ªdico-pol¨ªtico, mover continuamente -o dar esa impresi¨®n- las fronteras del il¨ªcito penal signifida la interinidad del Estado. Un Banco podr¨ªa cambiar a diario los tipos de inter¨¦s: realizarla operaciones. Un Estado no puede cambiar de continuo -o aparentar que cambia- unos criterios que pertenecen, no a las operaciones posibles, sino a los fundamentos imprescindibles. No critico decisiones pol¨¦micas ni el conjunto de una labor pol¨ªtica llevada a cabo en un momento singular¨ªsimo. Trato de contribuir a extender la convicci¨®n de que es urgente salir ya de esa interinidad. Y para no volver. Entre otras razones, para que los ciudadanos que quiz¨¢ no comprenden las explicaciones extrajur¨ªdicas, no vayan a negarse a obedecer el C¨®digo de la Circulaci¨®n en vista de, que no se cumple el Penal. Entre otras razones tambi¨¦n, para que el Poder no vaya a contraer el h¨¢bito de emitir una especie de Derecho retorcido, de continua emergencia, y no sea capaz de apartarse de ese h¨¢bito cuando est¨¢ en condiciones de hacerlo, que es ahora mismo.
No ser¨ªa justo cargar a los Gobiernos de Su¨¢rez toda la culpa de la erosi¨®n de la Ley. La culpa la tienen asimismo quienes, de un lado y de otro, conciben el Derecho como mero instrumento de la pol¨ªtica o del Estado, como algo extr¨ªnseco a ¨¦ste y a aqu¨¦lla, que se maneja para alcanzar objetivos. La culpa es de quienes no entienden que el Derecho tiene un valor de ordenaci¨®n interna, relativo al ser de la sociedad y del Estado, por encima de metas concretas, relativas al hacer. Y el predominio de esa idea instrumental del Derecho viene de antiguo.
Como se ve, faltan juristas (no digo licenciados en Derecho). Pero es que tambi¨¦n faltan dem¨®cratas. Porque la legalidad -ya lo he dicho- es fundamento imprescindible, pero no ¨²nico, ni suficiente. Se necesita, adem¨¢s, un amplio acuerdo de acatamiento a la legalidad. Hace falta, para una democracia, un comportamiento generalizado de sumisi¨®n a la legitimidad democr¨¢tica. Y de este ingrediente andamos no muy bien aprovisionados. De un lado y de otro abundan quienes no admiten ninguna cortapisa a su pretensi¨®n de salirse con la suya. El com¨²n denominador del totalitarismo les impide aceptar que si la clave de un sistema pol¨ªtico se pone en el sufragio, es preciso atenerse estrictamente a ese factor. Pero no: hay tirios y troyanos que cuando el dictamen electoral les es adverso, se disponen a utilizar otros resortes para condicionar la vida p¨²blica y la acci¨®n delEstado. Despu¨¦s de haber clamado por el veredicto de las urnas, se aprestan a contrarrestarlo por todos los medios. Y, por supuesto, no admitir¨¢n que contradicen la verdad de las urnas: son las urnas las equivocadas, puesto que contradicen su verdad. Act¨²an en la democracia, pero no son dem¨®cratas. Porque la democracia comporta, por esencia, el encauzamiento de la pol¨ªtica en unas concretas instituciones, absteni¨¦ndose de echar mano de cualesquiera otros sistemas de presi¨®n.Proclamarse dem¨®cratas con sinceridad y aceptar que no se acepte el juego exclusivo de esas determinadas instituciones constituye una descomunal demencia, que puede ser enfermedad de unos pocos o epidemia general. En el primer caso, a los dementes se les aparta del ¨¢mbito en que pueden ser nocivos. Exactamente igual que se debe hacer con los aficionados al terror, a los secuestros, a los asesinatos y a otras fechor¨ªas. Pero ?qu¨¦ ocurre si el futuro de la democracia es amenazado con huelgas o manifestaciones llevadas al extremo? ?Qu¨¦ sucede si sectores dif¨ªcilmente sustituibles se niegan a prestar su apoyo al progreso social? Sucede que estamos ante el segundo caso y aunque se d¨¦ jaque a la democracia, podr¨ªa no haber delito. Y aunque lo hubiese, no proceder¨ªa cortar cabezas ni, llenar y ampliarlas c¨¢rceles. Lo que s¨ª proceder¨ªa es firmar a la democracia su certificado de defunci¨®n. Porque, desbordada la legalidad, ser¨ªa patente una de estas dos cosas: o que los m¨¢s fuertes no son los democr¨¢ticamente legitimados, o que las partes en conflicto han rechazado el arbitraje que el voto popular lleva impl¨ªcito. Curiosa y tr¨¢gicamente, s¨®lo en ese rechazo habr¨ªan logrado estar de acuerdo.
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