Subalternos de escuela
Hace a?os, una novillada de Rodr¨ªguez de Arce en Las Ventas, result¨® peligrosa como la media corrida de toros del mismo hierro que se lidi¨® un par de domingos atr¨¢s en Madrid. El cuarto, abanto de salida, embisti¨® descompuesto al subalterno El Coli, encargado de pararle. El pe¨®n no aguant¨® la segunda oleada sino que prefiri¨® tornar el olivo. Fue su error -muy caro error- porque ten¨ªa que correr a tablas desde los medios, y el novillo era de muchos pies. De manera que, en su carrera, cuando crey¨® que iba a ser alcanzado, se tir¨® al suelo. La res le corne¨® certera por la espalda; entr¨® el cuerno hasta la pala y levant¨® al torero no m¨¢s de medio metro, para lanzarlo bajo el estribo. El Coli muri¨® en el mismo callej¨®n; no dio tiempo ni a llegar a la puerta de la enfermer¨ªa; el momento de la muerte pudimos apreciarlo todos, cuando el cuerpo inanimado del torero tom¨® peso y cay¨® en los brazos de las asistencias.El quinto novillo ya no se lleg¨® a lidiar, pues la autoridad supendi¨® el festejo, en duelo por la tragedia. La noticia del d¨ªa fue, naturalmente, la muerte de El Coli. Pero, de no haberse producido este suceso, la noticia del d¨ªa. habr¨ªa sido la revelaci¨®n de un torero, que de continuar en su categor¨ªa de subalterno, habr¨ªa llegado a ser de ¨¦poca. Era un portugu¨¦s, Mario Coelho, pr¨¢cticamente desconocido, a quien descubri¨® la afici¨®n desde que dio el primer capotazo. Las mismas embestidas descompuestas del Rodr¨ªguez de Arce que ocasion¨® la tragedia las tuvo ante si Coelho. Pero la r¨¦plica al peligro de la res era la maestr¨ªa del torero. En el terreno adecuado, con temple, con mando, a una mano; sin recortar; por delante; el derrote se perd¨ªa a mil¨ªmetros del capote y luego ya no era derrote, pues esa milim¨¦trica distancia le obligaba a seguir el enga?o al fiero animal, como hipnotizado, como si ya no fuera tan fiero ni tan avisado. Con las banderillas, Coelho era otro prodigio de t¨¦cnica depurada y de temple. Fue la sensaci¨®n, traducida aquel d¨ªa en ovaciones cerradas, que tuvo su continuaci¨®n tardes despu¨¦s y en temporadas sucesivas. En los festejos de principio de temporada y en los veraniegos, los aficionados le¨ªan con m¨¢s atenci¨®n en los carteles la lista de banderilleros que la terna de matadores, por si entre aqu¨¦llos figuraba Mario Coelho. Y si figuraba, crec¨ªa en atractivo la corrida, hasta rodearse de una expectaci¨®n que a lo mejor no pod¨ªan propiciar los espadas. Y a tanto lleg¨® la fama y el reconocimiento de la calidad de este torero, que, estimulado por el p¨²blico, ascendi¨® de categor¨ªa, pas¨® anovillero y luego a matador de toros, como ocurr¨ªa habitualmente en los tiempos hist¨®ricos del toreo.
El genial hombre de plata, no logr¨® ser m¨¢s que un mediocre hombre de oro, con lo que se apag¨® su fama. Lo cual no quiere decir, sin embargo, que este ejemplo sirva para invalidar posteriores experiencias del mismo corte. A buen seguro que la fiesta ganar¨ªa en solidez si los pasos contados, categor¨ªa a categor¨ªa, de Coelho, tuvieran masiva repetici¨®n. Pero con los mismos supuestos. Porque no fue el del portugu¨¦s un prodigio de espontaneidad autodidacta sino que se trataba de un torero de escuela; subalterno que hab¨ªa aprendido su oficio directamente de otro gran subalterno portugu¨¦s, Badajoz, en ¨¦l marco de esa escuela informal pero plet¨®rica de t¨¦cnica y calidades que es Villafranca de Xira. Ahora que vivimos -parece ser, puede ser- un auge de las escuelas taurinas, ser¨ªa acertado que por lo menos una de las que se crean en Espa?a estuviera dedicada en exclusiva a formar subalternos, si se quiere con vistas a que algunos de los profesionales que salgan de ellas, en un futuro puedan pasar a novilleros. La fiesta, no hay duda, ganar¨ªa mucho; no menos que la entidad profesional de estos toreros.
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