El s¨ªmbolo y la funci¨®n
El establecimiento de una Monarqu¨ªa plenamente actual, sin arca¨ªsmo, sin ligaduras enojosas y extempor¨¢neas, sin noveler¨ªas ni caprichos, est¨¢ muy adelantado en Espa?a, m¨¢s de lo que razonablemente hubiera podido esperarse. Es un ejemplo m¨¢s de la elasticidad de la sociedad espa?ola, de su temple creador. Hace casi un a?o dediqu¨¦ cuatro art¨ªculos -cap¨ªtulos hoy de La Devoluci¨®n de Espa?a- a examinar las posibilidades de una figura de Rey adecuada aun pa¨ªs europeo e hisp¨¢nico, es decir, referido intr¨ªnsecamente a Hispanoam¨¦rica, en el ¨²ltimo cuarto del siglo XX; sus t¨ªtulos eran: ?Jefe del Estado o cabeza de la Naci¨®n??, ?El prejuicio de la sociedad amorfa?, ?Instituciones sociales? y, ?El horizonte hisp¨¢nico de Espa?a?. No pod¨ªa imaginar entonces que en menos de un a?o iba a avanzar Espa?a tan largo camino en un proceso innovador. No es f¨¢cil en nuestro tiempo sentir entusiasmo mon¨¢rquico; pero parece dif¨ªcil no sentirlo ante el alumbramiento de una forma hist¨®rica definida por rasgos nuevos, ajustados a las circunstancias y no ut¨®picos, en suma, creadores.Ha evitado el arca¨ªsmo la nueva Monarqu¨ªa de dos maneras opuestas: la primera, deslig¨¢ndose de los ejemplos del pasado reciente, hasta el punto de que su estilo en nada recuerda lo que hab¨ªa sido la vida p¨²blica -por llamarla de alg¨²n modo- durante tanto tiempo; pero evitando, a la vez, la tentaci¨®n de recaer en las formas de la instituci¨®n mon¨¢rquica hace medio siglo; por ejemplo, no se ha restablecido nada que se parezca a lo que fue la ?Corte?, ni hay ?palaciegos?, ni ning¨²n grupo o clase de espa?oles que parezcan ?m¨¢s cercanos? a los Reyes que los dem¨¢s, la segunda manera es m¨¢s sutil, y merece p¨¢rrafo aparte.
La Monarqu¨ªa no ha tratado de hacer ?lo contrario? de lo que se hab¨ªa hecho antes, en el pasado inmediato o remoto. Esta hubiera sido la gran tentaci¨®n, la m¨¢s insidiosa, porque una de las maneras de depender del pasado y perpetuarlo es oponerse mec¨¢nicamente a ¨¦l. Nada se parece tanto a una cosa como su contraria, y por eso carecen de originalidad los que no apartan los ojos de algo a que autom¨¢ticamente ?se oponen?. La expresi¨®n popular, tan usada en pol¨ªtica, ?darle la vuelta a la tortilla? suele olvidar que la diferencia entre sus dos lados es m¨ªnima, y dif¨ªcilmente discernible; por eso nunca me ha parecido prometedora, cuando me he sentido radicalmente inconforme con lo que estaba sucediendo.
El Rey, sin ?oponerse? verbalmente a nada, sin renegar de nada, sin acogerse a la sombra de modelos a?ejos, ha ejercido su libertad creando un estilo del que no hab¨ªa precedentes; ni su figura ni -lo que importa m¨¢s a¨²n- la de sus relaciones con el pueblo tienen semejanza con lo que hemos conocido los espa?oles de cualquier edad. Esa novedad no ha sido anunciada ni proclamada, y por eso muchos no la ven, porque no se dan cuenta m¨¢s que de lo que se les explica, pero basta con mirar para que se imponga su evidencia. H¨¢gase un experimento mental: imag¨ªnese cu¨¢ntas acciones, gestos, expresiones de la Corona hubiesen sido posibles en otras circunstancias, hasta donde llegue nuestra memoria personal. Esto dar¨¢ la medida de la innovaci¨®n a que estamos asistiendo, tal vez distra¨ªdos por la rutina de los que, por no contar con ella, no la advierten.
Lejos de asumir la m¨¢s m¨ªnima beligerancia ni partidismo, el Rey ha proclamado la licitud de todas las posiciones pol¨ªticas que la sociedad espa?ola adopte y que se avengan a limitarse y tolerarse rec¨ªprocamente. Es decir, en lugar de ?hacer pol¨ªtica?, se ha puesto, no ?fuera? de ella, sino por encima y, a la vez, por debajo de ella , como su fundamento y coordinaci¨®n. Con otras palabras, ha afirmado la legitimidad y necesidad de la pol¨ªtica -la m¨¢s decisiva rectificaci¨®n del pasado reciente-, sin hacer pasar por pol¨ªtica su voluntad o sus intereses -lo cual es un cambio no menor-. La expresi¨®n ?motor del cambio?, que tanto se ha usado en la Prensa para calificar al Rey, refleja sin precisi¨®n la realidad que estoy describiendo; y digo sin precisi¨®n, porque hay muchas clases de motores, y urge ver con claridad de qu¨¦ se trata. Al afirmar la pol¨ªtica, no ha pretendido hacer una pol¨ªtica -en esto se distingue de todo hombre de Estado o de partido-. Algunos quiz¨¢s objetar¨ªan que alguna pol¨ªtica particular es favorecida por la Corona. Habr¨ªa que conceder que es as¨ª: aquel ampl¨ªsimo repertorio de formas que son realmente pol¨ªticas, esto es, en que la pol¨ªtica es posible. Los representantes de ideolog¨ªas o t¨¢cticas que -a la corta o a la larga- eliminan la pol¨ªtica y la identifican con cualquier clase de dictadura, encuentran, en efecto, que la afirmaci¨®n de la posibilidad efectiva de la pol¨ªtica es una posici¨®n muy particular -y adversa.
Si esto es as¨ª, tambi¨¦n ser¨¢ l¨ªcita una pol¨ªtica antimon¨¢rquica. Ni que decir tiene. Los partidos tienen perfecto derecho a oponerse a la Monarqu¨ªa, a proponer otras formas de gobierno. Y el pa¨ªs tiene derecho a saber a qu¨¦ atenerse respecto a esos partidos a saber ad¨®nde lo quieren llevar: para poder seguirlos sin equ¨ªvocos y con conocimiento de causa.
Espa?a ha iniciado una experiencia hist¨®rica: el restablecimiento de la democracia mediante una Monarqu¨ªa cuyos caracteres legales deber¨¢ definir la Constituci¨®n, cuyos rasgos fisiogn¨®micos estoy tratando de describir. Algunos partidos est¨¢n empe?ados en esa empresa, quieren que se lleve a cabo. Otros, por el contrario, no quieren que se haga, prefieren seguir otros caminos y sustituir esta naciente Monarqu¨ªa por otros sistemas. Ambas posiciones son igualmente l¨ªcitas en una democracia -los sistemas en que opciones an¨¢logas no son posibles no son democracias, aunque se lo llamen por triplicado-. Pero la democracia consiste muy principalmente en que la vida p¨²blica sea p¨²blica, manifiesta y no clandestina; no s¨®lo el presupuesto debe ser transparente, sino la totalidad de los programas. Por tanto, los ciudadanos necesitan saber qu¨¦ partidos quieren seguir la experiencia iniciada y cu¨¢les pretenden truncarla y desviarla hacia otros derroteros. Lo que no cabe es encogerse de hombros como si fuese una cuesti¨®n indiferente o que puede aplazarse hasta las calendas griegas, que podr¨ªan coincidir con cualquier ?hecho consumado?. Los partidos tienen derecho a preferir uno u otro r¨¦gimen, y los electores tienen igual derecho a preferir uno u otro partido y a saber qu¨¦ es lo que han decidido con su voto. La ambig¨¹edad de las derechas parlamentarias durante la Rep¨²blica fue funest¨ªsima, y una de las causas principales del desastre pol¨ªtico de 1936.
No tiene demasiado sentido, hablar de preferencias ?te¨®ricas?; la pol¨ªtica es circunstancial, y Ortega dec¨ªa que una teor¨ªa que no es para una pr¨¢ctica no es una teor¨ªa, sino una estupidez. (La contraposici¨®n de teor¨ªa y pr¨¢ctica -o praxis, como prefieran decir con alguna pedanter¨ªa los que simulan saber griego- s¨®lo indica que se ignora que la theor¨ªa es la forma m¨¢s perfecta de praxis.) Se trata de preferir la Monarqu¨ªa u otra forma pol¨ªtica aqu¨ª y ahora, en la Espa?a en que tenemos que vivir, sean cualesquiera nuestras opiniones sobre los diversos cap¨ªtulos de un tratado de derecho pol¨ªtico. Por esto no hace ninguna falta ser mon¨¢rquico para creer que la Monarqu¨ªa es la soluci¨®n m¨¢s adecuada a los problemas actuales de Espa?a, como no fue menester ser republicano para creer que la Rep¨²blica pod¨ªa ser la salida mejor de la crisis de 1931.
Pero lo que no es leg¨ªtimo -en todo caso no es inteligente- es ?hacerle ascos? al r¨¦gimen pol¨ªtico que se considera circunstancialmente el mejor, el preferible o tal vez el necesario. Quiero decir que no se puede hacer una experiencia hist¨®rica m¨ªnima, precaria, sin entusiasmo. Cuando se dice que el Rey es un s¨ªmbolo, si se sabe lo que se est¨¢ diciendo, se le est¨¢ concediendo grand¨ªsima importancia, porque un s¨ªmbolo es cosa muy seria; pero si se quiere decir con ello que puede ser una figura decorativa, algo as¨ª como un mascar¨®n de proa, entonces hay que replicar que ese es un lujo que no nos podemos permitir.
El Rey, adem¨¢s de su car¨¢cter simb¨®lico, tiene una funci¨®n. Es s¨ªmbolo de la Naci¨®n en su con junto y -no menos- de cada uno de los antiguos Reinos, Principados o Se?or¨ªos que est¨¢n simb¨®licamente representados en los cuarteles de su escudo; es decir, de la unidad proyectiva de esa diversidad territorial e hist¨®rica. Es tambi¨¦n s¨ªmbolo de la continuidad temporal, ya que Espa?a no se agota en el instante presente, ni son espa?oles s¨®lo los vivos -que, por otra parte, est¨¢n variando, mediante el nacimiento y la muerte, a cada minuto-; del espesor hist¨®rico de un pueblo milenario, con sus experiencias todas, sus logros, sus errores y sus fracasos. Es, finalmente, s¨ªmbolo de la convivencia de todas las partes, individuales y colectivas, que integran Espa?a.
Pero adem¨¢s tiene una funci¨®n, no estrictamente pol¨ªtica, sino m¨¢s bien previa a la pol¨ªtica, que la hace posible y, a la vez, va m¨¢s all¨¢ de ella. Ning¨²n partido, ning¨²n grupo, ninguna, clase, ninguna regi¨®n puede ?apoderarse? del Rey, ni identificarse con ¨¦l, ni servirse de ¨¦l para sus fines particulares. No puede trazar un programa de gobierno, ni ejercer el poder que corresponde a ¨¦ste, ni redactar la Constituci¨®n, ni ejercer la funci¨®n legislativa de las Cortes. Si el Rey siente la tentaci¨®n de injerirse en las funciones de los partidos o de las instituciones pol¨ªticas o de los organismos de gobierno, la perturbaci¨®n que esto lleva consigo altera todo el equilibrio, quebranta el prestigio de la Monarqu¨ªa y rebaja su figura en vez de exaltarla. La funci¨®n del Rey no es ninguna de esas, sino otra sobre la cual no hay quiz¨¢ claridad suficiente: reinar. ?Qu¨¦ significa esta palabra?
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