Pol¨ªtica de Estado o de Gobierno
A veces, uno tiene la impresi¨®n oficial de que vive en el mejor de los mundos posibles. Si se mira la realidad pol¨ªtica ¨²nica y exclusivamente atendiendo a cada una de las respectivas c¨²pulas, es dif¨ªcil sustraerse a la sensaci¨®n de que existe una mano, pr¨¢cticamente providencial, que hilvana a la perfecci¨®n las deficiencias y que, tal vez m¨¢s apoyada en las limitaciones de todos que en las virtudes propias, construye la impresi¨®n global de que ni existen resquicios ni hay lugar alguno para la cr¨ªtica. Todo marcha hacia adelante; todo est¨¢ bien; todo es merecedor de fa sonrisa que se emite desde una derecha sin mi identidad, hasta una izquierda sin fuerza. La verdad es que ' a veces, dan ganas de recordar aquel pasaje de La feria de las vanidades en que Thackeray denunciaba c¨®mo, en la sociedad inglesa del XIX, exist¨ªa un hecho cierto de descolocaci¨®n. Efectivamente, nadie desempe?aba hasta el final su papel, nadie respond¨ªa a su identidad ni a su naturaleza. El jurista de m¨¦rito deseaba destacar como hombre a la moda; el destacado pol¨ªtico, como gran bailar¨ªn; el gran actor, como meritorio m¨²sico; el fil¨®sofo de gabinete, como conversador brillante de sociedad. Evidentemente, cuando una actitud de esta ¨ªndole se lleva a su l¨ªmite, es que una sociedad (o cuando menos una clase social) est¨¢ enferma. Salvando todas las diferencias necesarias, es claro que algo muy parecido est¨¢ ocurriendo aqu¨ª.Hay veces en que uno piensa que ni los partidos pol¨ªticos, en tanto que formaciones ideol¨®gicas, ni los l¨ªderes, en cuanto hombres p¨²blicos, tienen en absoluto en cuenta a sus electores. Una cosa es superar la confrontaci¨®n civil, y otra, muy distinta, pasarse en la reci¨¦n estrenada civilidad. En cualquier pa¨ªs democr¨¢tico, sin duda, un hombre como Santiago Carrillo podr¨ªa dar una conferencia en lugar como el Club Siglo XXI. Pero, obviamente, nunca ser¨ªa presentado, por un antagonista natural suyo como Fraga Iribarne, por la sencilla y elemental raz¨®n de que ese hecho, simplemente, les restar¨ªa votos, tanto a uno como a otro. Una democracia debe tener presentes muchas cosas, y, entre ellas, jam¨¢s debe faltarle una teor¨ªa correcta respecto a c¨®mo debe vivirse, civilizadamente, la enemistad pol¨ªtica inevitable. Cuando un pol¨ªtico solicita los votos del electorado no s¨®lo tiene que decir qu¨¦ es lo que desea hacer, sino tambi¨¦n a qu¨¦ se obliga a oponerse. Y luego tiene que oponerse a eso que dice que se opone. Todo lo dem¨¢s es mentir.
Viene todo esto a cuento, naturalmente, del famoso ?pacto de la Moncloa?. Nada m¨¢s natural que la comprensi¨®n de que la necesidad de pactar est¨¢ en la base de toda democracia. Lo ¨²nico que ocurre es que con los pactos hay que tomarse la din¨¢mica molestia de explicarlos, decir sus condiciones, sus l¨ªmites y su durabilidad previsible. El pacto de la Moncloa, si se nos permite decir lo as¨ª, no ha sido hecho sino como ,un ?gesto? de cara a la sociedad. Pero como un gesto poco, o nada, eficiente. A todos nos da la impresi¨®n de que el pacto no se funda en una limitaci¨®n propia acordada por los partidos, sino en la limitaci¨®n que, respecto a cada partido, se conoc¨ªa ya previa mente por parte del poder. En una palabra: para lograr ese acuerdo precario y poco claro, que casi nadie acaba de saber en qu¨¦ diablos consiste, se ha opera do sobre los defectos de cada quien y no sobre sus virtudes; so bre las limitaciones, y no sobre la plenitud. Se ha hecho, en suma, lo que era s¨®lito en tiempos del general Franco.
Hay un hecho bastante curioso que, en alguna medida, brinda la clave de lo que sucede. El presidente Su¨¢rez, al explicar el pacto utiliz¨® una palabra que usa muy pocas veces. Dijo, en efecto, que se trataba de una operaci¨®n ?de Estado?. El presidente gusta m¨¢s de apelar a su funci¨®n espec¨ªfica, que es la del Gobierno., Sin embargo, habl¨® como desde otro nivel, el del Estado. Habr¨ªa que preguntarse, ?qu¨¦ es el Estado para el presidente Su¨¢rez?, y ?qu¨¦ es, ahora, para lo espa?oles? Por lo pronto, un asunto bastante desconocido. Todo lo que se est¨¢ haciendo de un tiempo a esta parte es un asunto del poder ejecutivo, del Gobierno. El mismo pacto de la Moncloa ha contribuido en alguna medida -en bastante medida- a que el Congreso no sea tomado demasiado en serio. Y no digamos otras instituciones b¨¢sicas del nuevo tiempo, cuales son las centrales sindicales. A ellas se ha recurrido a ¨²ltima hora, ?in extremis? dir¨ªamos. Aqu¨ª se est¨¢ produciendo una hip¨®stasis peligros¨ªsima del poder del Gobierno respecto al conjunto de instituciones vivas que es un Estado. Comienza a decirse que una prospecci¨®n realista sobre la variaci¨®n de los resultados electorales que hoy podr¨ªan preverse, en comparaci¨®n con los obtenidos el pasado 15 de junio, tal vez fuera alarmante. Ser¨ªan mucho m¨¢s bajos los porcentajes de UCD; probablemente, algo m¨¢s altos los de Alianza Popular; habr¨ªa mucho abstencionismo entre las gentes que votaron por la izquierda..., decaer¨ªa, seguramente, la tasa de popularidad del propio presidente Su¨¢rez. Todo esto ser¨ªa en todo caso significativo e indicativo, pero no demasiado alarmante. Pero hay una pregunta que nadie se ha atrevido a hacer ni a hacerse: ?En qu¨¦ grado se mantendr¨ªa la popularidad del Rey? Este es el problema. Porque el Rey, hoy por hoy, es el Estado. Y nadie habla para nada del Estado.
Si estamos en una etapa constituyente, en la que existe el deber de pronunciarse, m¨¢s tarde o m¨¢s temprano, no s¨®lo respecto a las relaciones de fuerza, sino, fundamentalmente, sobre la entidad de las instituciones que han de servirnos a todos para el futuro, acaso fuera conveniente interrogarnos acerca del futuro que le reservamos al Estado. El ejecutivo protagoniza (es un decir) todas las operaciones pol¨ªticas en las que involucra, de una u otra forma, a todos aquellos que desean tambi¨¦n ser ejecutivo, pero que se saben todav¨ªa insuficientes. Llama la atenci¨®n que, una vez puestos de acuerdo los flamantes firmantes del acuerdo de la Moncloa para salir al paso de que no se ha desnutrido al Parlamento con la mec¨¢nica del pacto, no se planteen la siguiente pregunta: si de hecho el acuerdo. no significa un Gobierno en la sombra, si, en efecto, no puede hablarse de Gobierno de concentraci¨®n, pero s¨ª de pol¨ªtica de concentraci¨®n, ?por qu¨¦ de esa pol¨ªtica de concentraci¨®n no nace ya un Gobierno?, ?qu¨¦ obst¨¢culos se oponen a ello? Quiz¨¢ la respuesta m¨¢s elemental, m¨¢s a mano, fuese la de que, en un Gobierno de concentraci¨®n, la presidencia de Adolfo 5-u¨¢rez no ser¨ªa un hecho indiscutible. A lo mejor, eso es casi todo.
Es el caso que nos encontramos ,con un Gobierno casi omnipresente en el marco de un Estado sin programa. El Gobierno subsume al Estado en vez de suceder al rev¨¦s. Desde la titularidad del ejecutivo y el terror de una izquierda a mitad de camino, nos podemos encontrar, de la noche a la ma?ana, con que la- Corona es un simple departamento m¨¢s a organizar desde los despachos de? palacio de la Moncloa. Y eso no era lo hablado. En m¨¢s de una ocasi¨®n hemos dicho que la ¨²nica posibilidad para que el afianzamiento de la Corona sea realidad no es otra que el camino socialista, en cualquiera -e sus variantes. No se olvide, tampoco, que el tema de la forma de Estado sigue todav¨ªa- en el telar, y que a la Corona no le es, suficiente, porque no puede serlo, que la mayor¨ªa parlamentaria de la UCD le elabore una Constituci¨®n de la que se deduzca que la forma de Estado no es discutible. ?Claro que es discutible! Todo lo pol¨ªtico lo es, y la Corona debe cuidar de que el capital de confianza que acumul¨® en los primeros meses de su rodaje no se dilapide en pro de una peripecia. Hasta el pasado mes de junio, el prestigio de la Corona era indiscutible. Ahora, sin merma de sus calidades de permanencia, comienza a ser anodino. Se disminuye al Estado, evidentemente, sin otro provecho perceptible que el reforzamiento de poderes personales menores. Con un Congreso disminuido, con una especie de gabinete fantasma que, poco m¨¢s 0 menos, ha puesto en rid¨ªculo la virtualidad del Gobierno responsable, el Estado puede encontrarse, como tal, ante una grave crisis, mucho m¨¢s grave por innecesaria. Cuando la entidad de las instituciones se sustituye por las habilidades personales, podemos encontrarnos sin nada serio que decir a las gentes que, acaso ma?ana, comiencen a clamar en las calles por la seriedad y por la justicia.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.