Tarradellas y la proliferaci¨®n de las autonom¨ªas
LAS DECLARACIONES dadas por el se?or Tarradellas al diario barcelon¨¦s Catalu?a Express han levantado una considerable polvareda en otras comunidades y regiones espa?olas, que se consideran vejadas por las cr¨ªticas del presidente de la Generalitat provisional de Catalu?a a la fiebre preauton¨®mica que ha prendido en la clase pol¨ªtica de nuestro pa¨ªs. Sin duda, sus juicios sobre el Pa¨ªs Vasco pecan de ligereza y resultan especialmente inoportunos en el momento en que la dif¨ªcil negociaci¨®n sobre su r¨¦gimen preauton¨®mico ha terminado con un resultado positivo; y la pol¨¦mica manera de expresar sus opiniones sobre otras regiones arrojan considerables sombras sobre su prestigio como h¨¢bil pol¨ªtico y sutil diplom¨¢tico. Sin embargo, el se?or Tarradellas apunta certeramente al centro de un problema que la irreflexi¨®n del Gobierno y los deseos de algunos partidos de instalarse en ¨¢reas reales de poder han contribuido a crear de manera un tanto artificial y fr¨ªvola.El presidente de la Generalitat provisional ha dado, efectivamente, en el blanco al expresar su sospecha de que la proliferaci¨®n de proyectos de preautonom¨ªa se propone minimizar las instituciones de autogobierno catal¨¢n. Y se ha limitado a registrar notarialmente hechos, al se?alar que ?la unidad geogr¨¢fica, ling¨¹¨ªstica, comercial, industrial, espiritual? del antiguo principado es un legado de la historia que no resulta equiparable a las caracter¨ªsticas de ?territorios que han empezado a pedir la autonom¨ªa hace tres semanas?. Por lo dem¨¢s, esa conciencia de identidad colectiva y ese temor a que la autonom¨ªa cata lana sea desvalorizada por la mim¨¦tica traslaci¨®n de sus estructuras a territorios hasta hace poco mudos, no ha impedido al se?or Tarradellas, en la conferencia de prensa celebrada ayer, reconocer el derecho de otras regiones a negociar reg¨ªmenes especiales y valorar como ?la gran victoria de Catalu?a? que el restablecimiento de la Generalitat no haya roto ?la comunidad de catalanes y no catalanes?, de forma tal que todos los habitantes de ese territorio puedan considerarse, con independencia de su lugar de nacimiento y de su idioma, ?ciudadanos de Catalu?a?.
Las discusiones sobre la forma de Estado en el sentido cl¨¢sico de la expresi¨®n, esto es, la organizaci¨®n territorial del poder, han eliminado de nuestro pa¨ªs dos tentaciones extremas. Todo el mundo parece ya de acuerdo en romper de una vez con el r¨ªgido centralismo de los ¨²ltimos cuarenta a?os, que tanto ha herido los sentimientos y los intereses de las ?nacionalidades hist¨®ricas? y tanto ha perturbado la vida p¨²blica de todas las regiones espa?olas. Tambi¨¦n hay un consenso generalizado, superados los irreflexivos entusiasmos iniciales, sobre la imposibilidad de que Espa?a se dote, en plazos hist¨®ricamente previsibles, de una estructura federal. El mal recuerdo de los malentendimientos y suspicacias a que dio lugar el tratamiento de las autonom¨ªas de la Segunda Rep¨²blica parece aconsejar, asimismo, la b¨²squeda de f¨®rmulas que impidan la interpretaci¨®n de los estatutos de autogobierno como signos de insolidaridad regional o como marco para la constituci¨®n de poderes perif¨¦ricos ajenos y opuestos al poder central.
Ahora bien, el proyecto de un Estado ?regional?, que supere la simple descentralizaci¨®n administrativa y dote a los territorios de un alto grado de autonom¨ªa pol¨ªtica y legislativa, no implica necesariamente sustituir la vieja uniformaci¨®n centralista por otra nueva, que fabrique un troquel de reg¨ªmenes auton¨®micos para la repetici¨®n indefinida de formas id¨¦nticas. La previa divisi¨®n del territorio espa?ol en regiones dotadas de las mismas instituciones de autogobierno ofrece todos los inconvenientes de la federalizaci¨®n y ninguna de sus ventajas. Es seguramente tan plausible como la propuesta de aquel pol¨ªtico decimon¨®nico que reclamaba la libertad religiosa a fin de que en Espa?a pudieran convivir en paz ?el devoto cat¨®lico, el ardiente mahometano y el orgulloso brahm¨ªn?. Pero ni la libertad religiosa debe forzar a nadie a convertirse en ?orgulloso brahm¨ªn?, ni la posibilidad de constituirse en regiones significa la obligaci¨®n de hacerlo. Definir desde el centro regiones que s¨®lo existen como nombres vac¨ªos, o suponer sentimientos auton¨®micos all¨ª donde ni la infraestructura material del territorio ni la historia los han creado, es una decisi¨®n irresponsable y cargada de peligrosas consecuencias.
Evidentemente, todos los municipios de Espa?a deben tener la posibilidad de asociarse en territorios aut¨®nomos cuando superen los m¨ªnimos de poblaci¨®n, extensi¨®n y relativa autosuficiencia econ¨®mica exigibles. Incluso cabr¨ªa desear que las gentes del interior de la Pen¨ªnsula tuvieran tanta conciencia de su peculiaridad y tantos deseos de autonom¨ªa como un catal¨¢n o un vasco. Pero la invenci¨®n, desde las Cortes o desde el Ministerio del Interior, de un mapa multicolor de regiones con id¨¦ntico r¨¦gimen auton¨®mico, no s¨®lo no previene los riesgos que quiere evitar, sino que inventa de forma artificial otros nuevos: la comprensible irritaci¨®n de unas comunidades hist¨®ricas que se consideran minimizadas por esa uniformidad, y la creaci¨®n de bases seguras de poder en zonas econ¨®micamente atrasadas para su futura utilizaci¨®n en una direcci¨®n antidemocr¨¢tica y caciquil.
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