Un estafador sin tacha
Este libro tendr¨ªa que haberse llamado Los devoradores de cad¨¢veres, por lo menos. El t¨ªtulo ingl¨¦s as¨ª lo exige (?Los que se comen a los muertos?, ser¨ªa la traducci¨®n literal). Y es que el relato mismo exige ese respeto a una filiaci¨®n legendaria como la de los hom¨¦ricos ?devoradores de lotos?. Porque Michael Crichton ha escrito lo que podr¨ªa ser el documento hist¨®rico de una epopeya. Como Crichton es muy inteligente, ha evitado escribir una epopeya, pero se ha aproximado lo m¨¢s posible, conservando verosimilitud: el informe objetivo de quien lo vio todo y volvi¨® para contarlo.Crichton es, seg¨²n me lo describi¨® un informador an¨®nimo, un individuo odioso: m¨¦dico por Harvard, 35 a?os, alto, guapo, listo y millonario a cada novela que publica. Aunque la tentaci¨®n natural ser¨ªa acabar con ¨¦l, eliminar todo vestigio suyo del mundo, si se comete la imprudencia de leerle es pr¨¢cticamente imposible llevar a cabo tan filantr¨®pico programa. Dejando aparte sus comienzos (aquella Amenaza de Andr¨®meda, bastante convencional, y Entre la vida y la muerte, anuncio de su primera obra maestra), desde hace cinco a?os Crichton est¨¢ publicando los mejores best-sellers del mundo. El primero fue El hombre terminal (Bruguera, 1973), la excitante historia de un epil¨¦ptico a quien aplican un ordenador electr¨®nico para corregir sus ataques de violencia. A cada nuevo ataque, el ordenador produce una descarga que neutraliza el efecto violento. Desgraciadamente, las descargas proporcionan al epil¨¦ptico un fabuloso placer, por lo que tiende a aumentar el n¨²mero de accesos violentos hasta equilibrar los ataques y las descargas. Entonces escapa del hospital y empieza la segunda parte de la novela. Detr¨¢s del planteamiento (de una exactitud m¨¦dica cuyo m¨¦rito pertenece por entero a la Universidad de Harvard), Crichton sugiere una insidiosa reflexi¨®n sobre las defensas sociales contra la violencia. ?No ser¨ªa mejor dejarla correr libremente? ?Qu¨¦ prefiere usted, un combate inici¨¢tico de comanches, o una carga entre polic¨ªas y sindicalistas, en una ciudad educada? Cuando toda la violencia ritual se haya extirpado, ?por d¨®nde escapar¨¢ la sed de sangre? Lorenz y otros et¨®logos afirman que una paloma desritualizada suele hacerse el harakiri.
Entre can¨ªbales y vikingos
Michael CrichtonEditorial Ultramar. Barcelona, 1978.
La segunda llamada de atenci¨®n fue El gran robo del tren (Ultramar, 1976), una obra maestra del g¨¦nero (Crichton cultiva g¨¦neros: ciencia ficci¨®n, novela de m¨¦dicos, guardias y ladrones, etc¨¦tera. Como C¨¦sar Frank, s¨®lo produce un ejemplar de cada). El problema, en este caso, es c¨®mo robar un tren cargado de oro con destino a la guerra de Crimea, en el expreso Londres-Par¨ªs. Una vez m¨¢s, la peripecia muestra el dedo pedag¨®gico de Crichton: el crimen como obra de arte, el delincuente como artista, el gesto gratuito al servicio de una buena cantidad de millones. Tras la parodia dickensiana vuelve el olor a nietzschiano.
Y ahora aparece Entre can¨ªbales y vikingos para mayor desconcierto. Porque ¨¦sta es una historia que nadie pod¨ªa prever. La acci¨®n transcurre en el a?o 921 de la era cristiana. Un embajador ¨¢rabe, camino de una misi¨®n diplom¨¢tica en Bulgaria, es raptado por piratas vikingos. Vive con ellos una aventura (la lucha contra ?los que se comen a los muertos?) y regresa a su pa¨ªs para escribir lo que ha visto. El h¨¦roe de la narraci¨®n no es el ¨¢rabe, a pesar de que se comporta como un aut¨¦ntico n¨®rdico al poco de compartir su vida con ellos, sino el jefe de la expedici¨®n, Buliwif, trasunto de los h¨¦roes guerreros de las sagas islandesas, o, ?por qu¨¦ no?, del propio Aquiles. El enemigo, a su vez, ese pavoroso devorador de sesos humanos, no.es un monstruo de la fantas¨ªa, sino de la leyenda; su complexi¨®n, su habitat y otras caracter¨ªsticas erizar¨¢n los cabellos de m¨¢s de un profesor de historia.
Crichton documenta sus libros con mucho escr¨²pulo. Por lo general, a?ade al t¨¦rmino del relato una biograf¨ªa estimable y no del todo inasequible (con alg¨²n gui?o al entendido). Pretende la m¨¢s absoluta seriedad factual y no es f¨¢cil desmontar su art¨ªstica apariencia de verdad. En el colmo del sentido del humor, Crichton incluye en su relato algunas notas eruditas que tienen la necesaria pedanter¨ªa e insulsez como para pasar por aut¨¦nticas. El curioso ¨¢rabe que vive esta epopeya nos proporciona la verdad de la aut¨¦ntica epopeya. Es decir, la pone en su lugar, sit¨²a con exactitud los tama?os relativos de las haza?as, y al ofrecer actos de heroismo perfectamente admisibles, explicita y aproxima lo lejano de la leyenda.
Crichton no racionaliza la epopeya, no la desmitifica, no hace lo que algunos antrop¨®logos y etri¨®logos de buena fe al ?explicar? la epopeya como reflejo de rituales o efecto de situaciones de mercado. La explicaci¨®n que sit¨²a lo m¨ªtico en coordenadas cient¨ªficas. no hace sino descalificarse como medio de comprensi¨®n dei mito (Savater a?adir¨ªa: convirtiendose en medio de mitificaci¨®n de la comprensi¨®n). La supervivencia del mito es su propia reproducci¨®n espor¨¢dica (por esporas, como los helechos, que son reproducciones sin intercambio sexual) y la explicaci¨®n no es ni mucho menos su muerte, sino la ¨²nica defensa posible contra el vac¨ªo m¨ªtico. Crichton, pues, devuelve el mito a su origen, precisamente por el procedimiento de hacerlo legible, accesible y reconfortante. Nuevos antrop¨®logos y etn¨®logos se lanzar¨¢n en el futuro contra Crichton y afines, pero tenemos tiempo; la investigaci¨®n es m¨¢s lenta que el best-seller, de modo que cuando lleguen nuestros defensores, aquellos que nos convencer¨¢n de lafalsedad de nuestras novelas, ya habremos le¨ªdo algunas m¨¢s, Crichton ser¨¢ mucho m¨¢s rico y s¨®lo un poco m¨¢s viejo.
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