Los enterradores de sardinas
La vieja ceremonia del ?Entierro de la Sardina? deja tras de si una estela mitad burlesca, mitad folkl¨®rica, pero sobre todo, reivindica la categor¨ªa de un personaje: la sardina. Gracias a su entierro, la sardina ha conseguido salir de las latas, los bocadillos y las mesas de negociaci¨®n para entrar de alguna manera en la inmortalidad.
La historia del ?Entierro de la Sardina ? s¨®lo puede entenderse si se la asocia a la del carnaval. Habr¨ªa que establecer que el carnaval es una ocasi¨®n en la que el ciudadano decide cambiarse de m¨¢scara; quitarse la de nacimiento y ponerse la artificial.Pero el carnaval ha creado siempre en sus adeptos un cierto complejo de culpabilidad, un sentimiento fatalista cuya primera consecuencia es admitir que todo tenga que desembocar en el tiempo ceniciento de la Cuaresma. Y ¨¦se es el antecedente del entierro de la sardina: para prevenir (el imperio) del Demonio y el Mundo, el rey Carlos III resolvi¨® enterrar la Carne, o si se prefiere, ignorarla. Cierto Mi¨¦rcoles de Ceniza organiz¨® en el palacio de la Opera una fiesta llamada a sustituir el ritual pagano: para cumplir con la abstinencia que se?alaban las leyes eclesi¨¢sticas, invit¨® a sus cortesanos y convecinos a un banquete en el que el plato ¨²nico ser¨ªan las sardinas. Fuera porque los transportistas se hubiesen declarado en huelga, o porque hubiera alguna cl¨¢usula de lentitud en el tratado pesquero de la ¨¦poca, cuando los cocineros destaparon las cajas de sardinas se desprendi¨® tal hedor que Su Graciosa Majestad revoc¨® la primera orden y dio una segunda: que las sardinas fueran enterradas inmediatamente en la Casa de Campo, donde seguir¨ªa la fiesta. En vez de cumplir con el proyecto inicial de enterrar la carne, los madrile?os de entonces enterraron el pescado.
Y all¨ª se inici¨® la tradici¨®n del entierro de la sardina. Cada a?o, varias decenas de madrile?os, casi todos vecinos de La Latina, presididos por el anticuario Seraf¨ªn Vill¨¦n, y convocados por su sobrino Mariano, deciden reconocer solemnemente la hegemon¨ªa del solomillo sobre la anchoa. Fieles al ceremonial de los entierros de primera (es decir, de los que prueban que la vanidad humana no respeta el M¨¢s All¨¢) se proveen de capas, chisteras y de la proporci¨®n justa de condolencia para confundir a los espectadores, que seguramente tendr¨¢n por imposible tanto recogimiento en un sepelio.
El duelo se inicia en Casa Paco, junto a la cruz de Puerta Cerrada, donde los deudos de la sardina se administran correlativamente una parvedad de Jabugo matizada con una colaci¨®n de queso manchego. Despu¨¦s, el cortejo se desplaza hacia San Antonio de la Florida, por tres razones: all¨ª est¨¢ Casa Mingo; all¨ª estaba la Fuente de la Teja, donde se enterraron algunas sardinas de don Carlos III, quiz¨¢ in memoriam de su origen acu¨¢tico, y finalmente, all¨ª est¨¢ el r¨ªo Manzanares, cuyos hedores disimular¨ªan con cierta holgura los de la malograda sardina del entierro.
M¨²sica de adi¨®s
En la liturgia del entierro de la sardina hay dos elementos imprescindibles: la charanga, siempre servida por cinco profesores, y el ata¨²d, peque?o y abismal, encomendado casi siempre a un ebanista y a un pintor. Calle Segovia abajo, la banda interpreta algunas piezas maestras de la m¨²sica mortuoria, ora la Marcha f¨²nebre de Beethoven, ora la ¨²ltima melod¨ªa premiada en el festival de Eurovisi¨®n. Entre tanto, los dolientes sostienen las cintas aplicadas a la caja, en un desesperado intento de participar en el infortunio de la sardina. Llegados a San Antonio de la Florida, consuman el acto: abren una breve fosa, un nicho tambi¨¦n peque?o, pero abismal; suspenden el f¨¦retro con el m¨¢ximo cuidado y a los acordes de una composici¨®n del maestro Marina, todos entonan el r¨¦quiem tradicional: ?Venimos a enterrar nuestra sardina / de pena partido el coraz¨®n / tan hondo es el pesar que nos invade / como si el muerto fuera un tibur¨®n / ... / Aqu¨ª llegamos de tierras muy lejanas / todos fieles a nuestra tradici¨®n / para rendirte ¨²ltimos honores / en esta triste y f¨²nebre ocasi¨®n.
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