Un pa¨ªs en pie de guerra
Corea del Sur tendr¨¢, dentro de diez a?os, una nueva capital. Los planes de traslado se encuentran ya muy avanzados. Las autoridades nacionales se muestran muy discretas sobre este proyecto, pero se trata de un secreto de polichinela; la regi¨®n de Taej¨®n, 140 kil¨®metros m¨¢s al Sur, ha sido elegida ya para albergar a la nueva ciudad. Se dejar¨¢ en Se¨²l, probablemente, el poder judicial y el Parlament¨®, un edificio moderno y colosal, realzando con m¨¢rmol italiano, cuya construcci¨®n no se concluy¨® hasta 1975. Los principales departamentos de la Administraci¨®n emigrar¨¢n a Taej¨®n. Algunos edificios p¨²blicos, casi con toda seguridad el Ministerio de Defensa, ser¨¢n enterrados bajo tierra y protegidos como bunkers.
Hay dos razones para este traslado. La primera, que es importante controlar el desarrollo de Se¨²l -capital desde el siglo XIV- que cuenta hoy con siete millones y medio de habitantes y que tendr¨¢ probablemente, diez millones -como actualmente Tokio- para el a?o 2000. Corea del Sur tiene, junto con Taiwan y por delante de Holanda, una de las densidades de poblaci¨®n m¨¢s elevadas del mundo.
La segunda raz¨®n del cambio de capital es, a los ojos de los dirigentes actuales, la m¨¢s importante. Es una raz¨®n de orden estrat¨¦gico. Se¨²l, sobre la cual sobrevuelan permanentemente globos para prevenir ataques a¨¦reos en baja altitud, no est¨¢ m¨¢s que a cincuenta kil¨®metros de la frontera norcoreana, a menos de nueve minutos para un bombardeo supers¨®nico. Ninguna capital de un pa¨ªs de estas dimensiones ocupa una posici¨®n geogr¨¢fica tan vulnerable. Es la raz¨®n oficial por la que los d¨ªas 15 de todos los meses se realiza un ejercicio civil de alerta a¨¦rea.
Tuve la ocasi¨®n de ver a la poblaci¨®n seguir las instrucciones del ejercicio. Parec¨ªa prestarse a ello sin rechistar. El d¨ªa D una gran parte de los veh¨ªculos -p¨²blicos y privados- recorre la ciudad desde la ma?ana con banderolas de color amarillo recordando a los ciudadanos que, de acuerdo con el calendario, las sirenas se haran o¨ªr en un momento indeterminado de la jornada.
Al primer aviso -aquel d¨ªa eran cerca de las catorce horas me encontraba en un restaurante del centro de Se¨²l, en la planta baja de un inmueble de oficinas privadas. Uno de los milicianos encargados en el barrio de vigilar el buen cumplimiento del ejercicio, acept¨® que me quedase junto a ¨¦l, a condici¨®n de no distraerle. Todos los oficinistas detuvieron inmediatamente su trabajo, interrumpieron el dictado de cartas, abandonaron sus dossiers abiertos y descendieron a los s¨®tanos. En la avenida, los autom¨®viles se hicieron cada vez m¨¢s escasos. Cuando las sirenas sonaron por segunda vez, dos autobuses se detuvieron delante de m¨ª, frenando de forma brutal. Los conductores retardatarios se hicieron acreedores a las invectvas del miliciano, que indic¨® a los pasajeros la direcci¨®n del restaurante y de los s¨®tanos.
Imperativos de seguridad
La vida del pa¨ªs se detuvo en menos de cinco minutos. Un silencio impresionante reinaba en las calles desiertas. Fue entonces cuando se oyeron los golpes de un martillo en una torre en construcci¨®n: hab¨ªa obreros que continuaban trabajando, suspendidos sobre la fachada del esqueleto de acero y hormig¨®n. Ellos eran, aparentemente, la excepci¨®n. Mi miliciano no tuvo tiempo de responderme. A doscientos metros de mi puesto de observaci¨®n, en medio de un cruce de calles, las espesas volutas coloreadas de un bote de humo simulan una explosi¨®n, como ocurre habitualmente en las maniobras militares occidentales. Se trata de hacer m¨¢s cre¨ªble el ejercicio para quienes, por sus funciones, pueden y deben echar un vistazo desde fuera. No hab¨ªan pasado diez minutos cuando las sirenas sonaron por tercera vez. La multitud invadi¨® de nuevo la calle, los oficinistas comenzaron a subir pisos, los viajeros montaron en los autobuses. Y, cosa sorprendente, el pa¨ªs remprendi¨® sus actividades en varios segundos, como si no hubiera pasado nada.
Es f¨¢cil suponer que estos ejercicios -as¨ª como el toque de queda desde medianoche hasta las cuatro de la ma?ana, los controles de carretera en las cercan¨ªas de las f¨¢bricas, los registros antisabotaje- forman parte del arsenal de medidas policiales para mejor encuadrar a la poblaci¨®n. Pero oficialmente, y se trata de algo plausible, son los imperativos de seguridad los que las imponen.
El rigor en los aeropuertos surcoreanos es significativo. Un inspector os obliga a vaciar completamente vuestros bolsillos en una bolsa de pl¨¢stico mientras que otros os palpan buscando cualquier cosa que se os haya olvidado declarar. Ning¨²n equipaje de mano es admitido en las l¨ªneas a¨¦reas interiores. C¨¢maras de fotograf¨ªa y magnet¨®fonos, por peque?os que sean, deben ser confiados al piloto, cuya cabina se encuentra completamente aislada de la parte reservada al los pasajeros. La puerta entre las dos partes se encuentra bloqueada. En cada avi¨®n hay un funcionario encargado de velar por la seguridad de los viajeros, pero tambi¨¦n de correr las cortinas de las ventanas antes de cada aterrizaje: no hay que dejar a los esp¨ªas realizar tan f¨¢cilmente su trabajo de observaci¨®n ni, sobre todo, de dejar que se repita el secuestro de un avi¨®n de la compa?¨ªa a¨¦rea civil surcoreana KAL, del que no se ha vuelto a ver nunca ni el aparato, ni la tripulaci¨®n, ni los pasajeros.
En cuanto a la amenaza puramente militar, no se puede decir que est¨¦ totalmente descartada. El descubrimiento de t¨²neles excavados por los norcoreanos entre 1973 y 1976 debajo de la l¨ªnea de demarcaci¨®n no ha contribuido a calmar los esp¨ªritus. Una excursi¨®n por las carreteras del norte de Se¨²l deja a los turistas una impresi¨®n mucho m¨¢s angustiosa que un paseo por Alemania a lo largo de la ?cort¨ªna de hierro?. La visita a Panmunjon da una idea del estado de ?guerra fria"
Panmunjon es un pueblo situado en medio de la zona desmilitarizada: una franja de cinco kil¨®metros de ancho que corta a la pen¨ªnsula de este a oeste a lo largo del paralelo 38. Por esa raz¨®n, el acceso al pueblo se encuentra estrictamente controlado. Los soldados est¨¢n armados hasta los dientes. La actividad de los campesinos en sus arrozales, entre dos muros de hormig¨®n y alambre espinoso, resulta sorprendente.
No cederemos una pulgada
Panmunjon es el ¨²nico punto de contacto entre el Sur y el Norte. Se puede visitar all¨ª el edificio prefabricado donde fue firmado el armisticio en 1953 y en el que representantes de la ONU y de Corea del Norte contin¨²an reuni¨¦ndose para discutir sobre las infracciones a las disposiciones del acuerdo que sigue en vigor. ?Las sesiones se resumen frecuentemente a un intercambio de palabras sobre nader¨ªas?, nos declar¨® un observador del Ej¨¦rcito suizo al servicio de las Naciones Unidas. Se permite echar un vistazo al interior del edificio rectangular, dar una vuelta a la mesa con mantel verde, pero sin tocar los micr¨®fonos que, al parecer, los norcoreanos dejan conectados permanentemente. Se entra por un extremo y se sale por la misma puerta, ya que la salida opuesta da al puesto de guardia de los soldados del Norte a quienes est¨¢ prohibido, por los acuerdos, hacer la menor se?al o dirigir la palabra.
El teniente coronel Kim Jae Chang, comandante del sector, muestra su determinaci¨®n al recibir a algunos visitantes en su cuartel general, que domina una amplia zona fronteriza con Corea del Norte: ?Los hombres de mi batall¨®n -precisa- est¨¢n perfectamente equipados y casi todos han combatido en Vietnam al lado de los americanos; ninguno ceder¨¢ una pulgada de terreno en caso de agresi¨®n desde el Norte.?
Detr¨¢s del apacible r¨ªo SaChon, alambres espinosos, campos de minas y garitas son rigurosamente id¨¦nticos a los de la frontera entre las dos Alemanias. El Norte ha construido una barrera para evitar las hemorragias de tr¨¢nsfugas y fugitivos, el Sur para impedir las incursiones militares y, sobre todo, las infiltraciones de esp¨ªas. Es esta desconfianza la que diferencia a Alemania Federal de Corea del Sur, las dos aliadas de Estados Unidos y enfrentadas a reg¨ªmenes apoyados por la Uni¨®n Sovi¨¦tica.
En el peor momento de la ?guerra fr¨ªa?, las dos Alemanias manten¨ªan contactos que, desde entonces, se han ampliado Claramente. Los alemanes occidentales pueden incluso, hoy d¨ªa, telefonear a 305 circunscripciones de Alemania del Este por el servicio autom¨¢tico. Entre las dos Coreas, la ¨²nica l¨ªnea telef¨®nica que fue establecida entre Pyongyang y Se¨²l en 1972 fue cortada por los norcoreanos en 1976 sin ning¨²n tipo de explicaciones. Las numerosas familias que quedaron separadas desde hace veinticinco a?os no han podido mantener contactos. La propaganda a trav¨¦s de altavoces y los panfletos lanzados desde globos son los ¨²nicos mensajes procedentes directamente del Norte.
Un ?pueblo propaganda?
El resto es caracter¨ªstico: detr¨¢s del r¨ªo Sa-Chon, destac¨¢ndose del paisaje ¨¢rido y, eternamente accidentado de Corea, se percibe a lo lejos, al oeste, una estatua blanca de cuarenta metros de altura, la del l¨ªder norcoreano el presidente Kim-Il-Sung. Al este, tambi¨¦n dentro de la zona desmilitarizada, un pueblo sigue tambi¨¦n, aparentemente, su vida normal. Pero los guardias fronterizos surcoreanos lo califican de ?pueblo de propaganda? porque, seg¨²n explican, sus compatriotas del Norte hacen como si lo animan durante el d¨ªa y son obligados a abandonarlo durante la noche.
Los incidentes graves entre el Norte y el Sur son raros. Los norcoreanos abatieron un avi¨®n de reconocimiento norteamericano y capturaron un barco-esp¨ªa, el USS Pueblo, en 1968. Detuvieron a pescadores surcoreanos en alta mar, as¨ª como un avi¨®n de pasajeros de la KAL. Lanzaron, un d¨ªa, un comando suicida contra la residencia del presidente surcoreano Park-Chung-Hee y derribaron, el pasado 14 de julio, un helic¨®ptero que hab¨ªa franqueado la l¨ªnea media de la zona desmilitarizada. Pero en Panmunjon la prudencia se ha reforzado desde el pasado 18 de agosto de 1976, cuando la pen¨ªnsula se vi¨® febrilmente agitada por una inexplicable provocaci¨®n: dos oficiales americanos, que estaban podando un ¨¢lamo de doce metros de alto, fueron matados a golpes de hacha por guardias norcoreanos cerca del Puente de no retorno (llamado as¨ª por los siete millones de refugiados que pasaron el Sa-Chon para huir del Norte sin esperanzas de volver a encontrar sus bienes y sus familias).
El autocar, dotado de una buena escolta, lleva a los turistas -la mayor parte de ellos japoneses provistos de sus inseparables c¨¢maras fotogr¨¢ficas- al lugar del tr¨¢gico incidente. Entretanto, el ¨¢rbol en litigio ha sido cortado a la altura: del techo de nuestro veh¨ªculo, que no est¨¢ autorizado para detenerse y que contin¨²a r¨¢pidamente su camino hacia el sur.
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