La dulzura de vivir
No cabe duda de que del siglo XVIII a ac¨¢ se han puesto al alcance de las gentes cosas que entonces no ten¨ªan m¨¢s que unos pocos privilegiados y otras muchas que no se conoc¨ªan. El pr¨ªncipe de Talleyrand dec¨ªa, sin embargo, en su vejez, que el que no hab¨ªa vivido durante el antiguo r¨¦gimen no sab¨ªa lo que era la dulzura de vivir. Los privilegiados en aquella ¨¦poca hasta a la hora de la muerte cre¨ªan poder hacer uso de sus privilegios y preminencias. Esto lo reflejan algunos dichos y hechos menos conocidos que los del viejo zorro diplom¨¢tico. Por ejemplo, madame Campan cuenta en sus memorias sobre Mar¨ªa Antonieta que cuando una hija de Luis XV, que era muy piadosa y que se meti¨® monja, estaba en trance de muerte, no pudo dejar de recordar su condici¨®n regia, de suerte que sus ¨²ltimas palabras fueron de autoridad confiada: ??Al Para¨ªso, al Para¨ªso, pronto, pronto, a galope! ? Pensaba, sin duda, que el Padre Eterno habr¨ªa puesto una carroza a su servicio y que a poco un lacayo ang¨¦lico le dir¨ªa: ?Madame est¨¢ servida.? ?Que diferencia con nuestro tiempo, pese a pr¨ªncipes, princesas, etc¨¦tera! Parece que cada vez somos menos los que creemos que esto de vivir es todo menos cosa dulce menos todav¨ªa los que juzgan -como algunos griegos antiguos -y locos- que ser¨ªa mejor abstenerse de la experiencia. Lo que se nos brinda es, sin duda, tan bueno que no hay duda: el objeto de la vida es la Felicidad propia..., con algunas sobras para que se pueda dar tambi¨¦n algo de Felicidad en el pr¨®jimo. Son ya pocos los cristianos que piensan que ¨¦ste es un valle de l¨¢grimas o un camino duro para alcanzar la Gloria y, f¨¢cil para ir al Infierno. Menos los gentiles, que consideran que la Muerte es, en s¨ª, una liberaci¨®n. No. No hay que pensar que la dulzura de vivir fue un privilegio de damas con peluca y miri?aque, y caballeros con casaca y espad¨ªn, ni que se necesita ser hija de Francia para ir al Para¨ªso a galope de carroza, tirada por hermosos caballos. La felicidad nos rodea por todas partes y est¨¢ al alcance de nuestras manos. No hay m¨¢s que ver los programas de televisi¨®n en la secci¨®n de anuncios, que nos ofrece desde desodorantes a empanadillas prefabricadas, en medio de sonrisas, exclamaciones de admiraci¨®n, y aun de ¨¦xtasis, de muchachas encantadoras, j¨®venes interesantes y mam¨¢s discretas. Al alcance de cualquiera est¨¢ la posibilidad de que le presten dineros para ir de vacaciones, comprar a plazos, consumir. ?Qui¨¦n dijo que esto es un presidio suelto, un manicomio o un hospital? Alg¨²n malvado, resentido. No vivimos en el Para¨ªso, pero s¨ª a dos pasos de ¨¦l... No hacen falta carrozas para llegar y las dulzuras dieciochescas son chucher¨ªas. ?Qu¨¦ vale el divertimiento en re mayor de Mozart frente a la m¨²sica que, por medio de una alcachofa, nos acaricia los sonidos a ciertas horas del d¨ªa en la misma tele, que, adem¨¢s, nos da la imagen de quienes la interpretan, imagen llena de atractivo?Por otra parte, en este Para¨ªso cercano no hay serpientes traidoras, ni ¨¢ngeles vigilantes, ni ¨¢rboles con frutos prohibidos. Adem¨¢s, ?a quien se le va a ocurrir comer manzanas viendo los postres suculentos que se hacen a base del misterioso contenido de sobres y papeletas, seg¨²n siempre los anuncios? Toda la farmacopea culinaria est¨¢ a nuestro servicio con la Triaca Magna incluida. Pasemos a otro cap¨ªtulo. ?Qu¨¦ m¨¢s recreo para la vista que esas figuritas de muchachas que nos dan las revistas, en fotos en color, muchachas que nos sonr¨ªen y nos ense?an no s¨®lo los pa?os m¨¢s menores que cabe imaginar, sino que tambi¨¦n dejan entrever o ver cosas estupendas y nunca vistas al natural? ?Hay mayor consuelo para la juventud briosa y la vejez cansada? ?Esto es vivir y no haber vivido en aquella ¨¦poca en que las mujeres llevaban siete refajos y una saya roja debajo de la falda! No se puede pedir m¨¢s. Hasta los ministros tienen sonrisas seductoras y ense?an los dientes como antes s¨®lo se ense?aban en los anuncios de las pastas dent¨ªfricas. Todo es regocijante, atrayente, consolador, hecho a nuestra medida. El que no est¨¦ conforme es un energ¨²meno antisocial. Porque si se encuentra uno de cierto temple inquieto la sociedad actual es tan sabia que le ofrece la posibilidad de leer novelas llenas de palabrotas, o de asistir a obras dram¨¢ticas tremendas, o de ver filmes llenos de violencia y horror. ?Qu¨¦ val¨ªan las expansiones de los antiguos arrieros y carreteros al lado de las que contienen los art¨ªculos de nuestras primeras firmas? ?Qu¨¦ los folletines de P¨¦rez Escrich, y T¨¢rrago, y Mateos al lado de lo que hoy se puede ver en escena?
Pero hay que tener en cuenta que en esta marcha hacia el Para¨ªso no hemos alcanzado a¨²n la ¨²ltima meta. Ahora gozamos de la vista y del o¨ªdo; pero a poco que la te¨®rica adelante oleremos y tocaremos. Fig¨²rense ustedes lo que ser¨¢ un aparato de ?teletactovisi¨®n? para las generaciones futuras. Todo lo que imaginaron el padre Henao en su Empyreolog¨ªa, y el padre Mart¨ªn de Roa, en su ameno libro Estado de los bienaventurados en el Cielo, quedar¨¢ chiquito. Las realidades actuales son enormes. Las posibilidades futuras, inmensas. No hay que envidiar al pr¨ªncipe de Talleyrand porque vio bailar el minu¨¦ en alg¨²n sal¨®n iluminado con velas, ni decir como madame Louise en el lecho de Muerte: ?Au Paradis, vite, vite, au grand galop.? El Para¨ªso est¨¢ aqu¨ª, en Moratalaz, en el Pozo del T¨ªo Raimundo, en la calle de la Puebla y sus cercan¨ªas.
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