V¨ªctimas y verdugos
Diciembre. Un d¨ªa gris y lluvioso. El doctor D... sale de fin de semana en compa?¨ªa de su mujer y de sus dos hijos peque?os. Viernes, al atardecer, en la carretera de Madrid a Cuenca. Al dar un viraje, uno de los ni?os advierte a su padre con grandes gritos. Ha visto el cuerpo de un hombre, ensangrentado, al borde de la cuneta. El doctor detiene el coche, da marcha atr¨¢s y descubre a un joven accidentado, al lado de una bicicleta con la direcci¨®n torcida y una rueda doblada en ocho. Viaje urgente al poblado m¨¢s cercano, llamada a la guardia civil, traslado del accidentado a un hospital, donde tarda tres d¨ªas en recobrar el conocimiento.Esos tres d¨ªas, el doctor D... los pas¨® en prisi¨®n, al ser sospechoso de haber atropellado al joven accidentado. De nada le sirvieron las protestas, ni los testimonios de su mujer y de sus dos hijos, inv¨¢lidos ante el juez por tratarse de su propia familia. El doctor, cuya ¨²nica acci¨®n hab¨ªa sido la humanitaria die sotorrer a un semejante y la profesional de atender a un herido, fue tratado como un sospechoso, como casi un delincuente.
El joven herido recuper¨® el conocimiento despu¨¦s de tres d¨ªas de inconsciencia, y pudo al fin establecer la verdad: en realidad se trataba de un accidente fortuito y de una imprudencia. El joven ciclista se hab¨ªa colgado de la trasera de un cami¨®n que transportaba madera, para facilitar un recorrido descansado. Al dar un brusco viraje para tomar la pronunciada curva se?alada, uno de los tablones que sobresal¨ªan dio un violento golpe al muchacho en la cabeza y lo arroj¨® a la cuneta con su bicicleta. La herida fue de gravedad, pero el muchacho se recuper¨®, tras haber podido inocentar al doctor, que al acudir tan r¨¢pidamente en su socorro facilit¨® su pronto restablecimiento.
?Usted me procesar¨¢ alg¨²n d¨ªa por faltar a mi deber de asistencia -dijo al juez el doctor D...-, pues a partir de ahora no ver¨¦ m¨¢s enfermos que los de mi consulta, y aquellos que me llamen. Pero jam¨¢s volver¨¦ a intentar socorrer a nadie.?
Otro episodio, ¨¦ste ya de hace a?os. Un joven taxista, no excesivamente avezado en la profesi¨®n que acaba de estrenar, circula en los alrededores de la Puerta de Toledo. Es de noche y tambi¨¦n llueve, pues la lluvia acompa?a dulcemente a los accidentes. La calle est¨¢ despejada y el joven taxista conduce con cierta rapidez. De repente, una sombra surge bruscamente de la oscuridad -la iluminaci¨®n es mala y las farolas est¨¢n lejos- y se precipita bajo las ruedas del coche. La muerte fue casi instant¨¢nea.
Tras las complicaciones habituales, la causa se presentaba favorable al taxista: detenci¨®n provisional, guardias, intervenci¨®n del juez, papeleos, y el trato subsiguiente, no demasiado humano para el sospechoso. Pero el suicida -pues se trataba de uno-llevaba en el bolsillo la carta habitual: ?Se?or juez...? Se trataba de un perturbado mental que hab¨ªa puesto fin a su vida, dejando constancia de sus intenciones. Pero, a pesar de todo, el taxista fue condenado: seis meses y un d¨ªa de c¨¢rcel, y tres meses de retirada del carnet de conducir. Tuvo suerte: le toc¨® el indulto ?Vil¨¢ Reyes?, y s¨®lo pas¨® unas horas en la c¨¢rcel. Lleg¨® a la prisi¨®n al mediod¨ªa, charl¨® con los guardias y oficiales sin llegar a entrar en la celda. y a medianoche yun minuto expedieron el correspondiente atestado y el taxista sali¨® a la calle con el certificado de haber pasado un d¨ªa en la prisi¨®n. Lo peor fueron los tres meses sin carnet, sin poder ejercer su oficio reci¨¦n estrenado. Felizmente, pudo trabajar como camarero en la Feria del Campo, antes de volver al volante noventa d¨ªas despu¨¦s. Extra?o proceso. Pero alguien, el seguro, que para eso est¨¢, ten¨ªa que pagar los gastos.
Extra?a sociedad la nuestra. Vivimos en un mundo competitivo, en el seno mismo de la concurrencia. Empezamos a correr en seguida, y pobre de aquel a quien le fallen las fuerzas. En este mundo de competencia cada vez m¨¢s desenfrenada, necesitamos v¨ªctimas y responsables. Todo el sistema est¨¢ basado en la desconfianza mutua. Miramos a los vecinos de reojo, buscamos explicaciones para todo, obedecemos a los viejos -y m¨¢s ramplones refranes -piensa mal...- y no acertamos m¨¢s que en la medida en que resulta peligroso ser la excepci¨®n de la regla. Pensamos mal porque es obligatorio hacerlo as¨ª, para no ser una v¨ªctima m¨¢s. Cada uno de nosotros somos, al mismo, tiempo, v¨ªctima y verdugo. No podemos vivir tranquilos sin saber qui¨¦n tiene la culpa, no importa de qu¨¦, en verdad, pero qui¨¦n es el culpable.
?Qui¨¦n se atreve a pensar bien en este mundo implacable? Hasta cierto punto es normal y comprensible que los ciudadanos particulares act¨²en bajo estos principios. Pero, ?y las instituciones. o los responsables de que ellas funcionen? Su formaci¨®n profesional -si se la.puede lla mar as¨ª- est¨¢ basada en los mis mos principios. No tenemos. que preocuparnos por, ser o no ino centes de algo: s¨®lo tenemos que poseer las pruebas de serlo. Todo el mundo es sospechoso por prin cipio. Lo de que todo el M'undo es inocente hasta que se pruebe lo contrario pas¨® a mejor vida. Tras haber acatado, de grado o por fuerza, un r¨¦gimen autocr¨¢tico durante ocho lustros, su estilo de vida y sus comportamientos nos han inficionado hasta los tu¨¦ta nos. Nuestra psicolog¨ªa colectiva es el producto de a?adir a la mentalidad competitiva propia del sistema occidental, unas buenas dosis de autoritarismo.
Desaparece la solidaridad, salvo cuando se trata del esp¨ªritu de defensa. Somos solidarios cuando ya no tenernos otro remedio, o cuando pretendemos preservarnos de un eventual da?o -que se presupone- o, por el contrario, conseguir algo. Nuestra escasa solidaridad est¨¢ ¨ªntimamente relacionada con el deseo de seguridad o con el esp¨ªritu de poder. En pol¨ªtica tambi¨¦n: el sindicalismo se ti?e de gremialismo, las carreras se hacen en el interior de estructuras partisanas, ya no hay sitio para los independientes. Sacrificamos la libertad a la seguridad, la imaginaci¨®n a la estabilidad, la justicia al consenso. Esta falta de solidaridad, de generosidad, se al¨ªa con un personalismo que cae en la crueldad, por una parte, y en la mitificaci¨®n por la otra. Pues la personalizaci¨®n de los grandes temas coincide al mismo tiempo con esta necesidad de culpables que nos consume. Ni el personaje ni el culpable, al mismo tiempo, son seres humanos. La deshumanizaci¨®n, aunque parezca una paradoja, corre pareja con el personalismo y el rastreo y persecuci¨®n de hipot¨¦ticos culpables.
En el fondo del problema encontramos un denominador com¨²n: la inseguridad. Nuestra sociedad est¨¢ enferma, traumatizada. repleta de neurosis, y entre la delincuencia real y la imaginada trazamos un cuadro cl¨ªnico colectivo donde paranoia y esquizofrenia limitan el terreno de juego de nuestros fantasmas. Aqu¨ª estamos, sin padre al. que odiar, sin dictador al que obedecer a rega?adientes, pero al cual convertir en el sumidero de nuestras impotencias. Su ausencia es el perfil de nuestra buena conciencia. Insolidarios por inseguros. desconfiados por inseguros, crueles por inseguros: estamos solos, y cuando rastreamos al pr¨®jimo convertido en nuestra v¨ªctima, por sospechar que puede ser nuestro verdugo, somos nosotros mismos, solitarios a la intemperie de este sistema superficial y en las dos dimensiones ahora coloreadas de la peque?a pantalla, quienes nos constituimos en nuestros propios verdugos, para resultar, a la postre, v¨ªctimas de nuestros terrores. El miedo no se combate a la defensiva. S¨®lo hay una manera de conjurarlo: en lugar de temer, arriesgarse a un poquito m¨¢s de amor y de confianza. Confianza primero en nosotros mismos, para poder confiar en loi dem¨¢s, como lo del huevo y la gallina. Tal vez as¨ª dejemos de estar solos.
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