Que viene el Coco
Mucho antes de alcanzar un cierto uso de raz¨®n, el ni?o deja de tener tratos con ¨¦l, persuadido de que se trata de un ente de ficci¨®n. Por lo general no necesita ninguna explicaci¨®n respecto al fen¨®meno, ya que, gracias a su incomparecencia, el mismo Coco se cuida de desmentir su existencia. En realidad, es el propio ni?o quien lo deja extinguir, a partir del momento en que son innecesarias las amenazas que imparten sus portavoces; pues en la misma medida en que el ni?o va entrando en vereda, pueden sus mayores renunciar al uso de ese arma disuasoria para reducirle a la obediencia. Ahora bien, de que no exista el Coco en carne y hueso no se sigue que el temor que produce sea irreal; antes al contrario, ese temor -que en casos extremos puede llegar al espanto- es real y recurrente por la ¨ªndole imaginaria de quien lo produce, exento de toda materializaci¨®n y todo desgaste de un poder de amedrentar que resurge ¨ªntegro con cada menci¨®n del nombre execrado.La eficacia de ese poder reside en la amenaza y en el supuesto uso de unos m¨¦todos que est¨¢n vedados a quien los menciona. Si el ni?o, a pesar de todas las exhortaciones y llamadas a la raz¨®n por parte de sus mentores, sigue port¨¢ndose mal, vendr¨¢ el Coco a llev¨¢rselo en un saco. El juego est¨¢ bastante claro: contra la sinraz¨®n, la sinraz¨®n; contra la indisciplina irracional y contumaz, el terror, De esa suerte, el ni?o se avendr¨¢ a callar y cumplir cuando la ominosa sombra del Coco empiece a invadir el campo de sus sentidos, hasta hacerse poco menos que perceptible, y s¨®lo cuando en el desenfreno su mente se retrotraiga a un miedo real, se encontrar a el camino de la restauraci¨®n de la raz¨®n y la calma.
No creo que la amenaza, m¨¢s vaga e inconfesable, de la pr¨®xima venida del Coco deje de informar la vida del adulto. La posibilidad de un fin desastroso constituye un freno latente a todos los posibles excesos de la vida en com¨²n y en toda escatolog¨ªa subyace la mala conciencia de un vicio en la conducta actual que ha de ser corregida si la sociedad quiere evitar su cat¨¢strofe. En el ¨¢mbito familiar que rodea al ni?o, el Coco es invocado por una potestad incapaz de imponer su autoridad para restablecer la disciplina en una circunstancia cr¨ªtica. La invenci¨®n es sibilina, y no de poca monta; el padre no puede amenazar directamente con el terror a sabiendas de que aun cuando con ello resolviera la crisis, su figura quedar¨ªa definitiva mente vulnerada e incapacitada para seguir ejerciendo la potestad en la normalidad. El terror no perdona a quien lo ejercita y el padre delega en el Coco el ejercicio del miedo que se esfumar¨¢ sin dejar rastro ni huellas de la crisis al tiempo que queda reforzado el poder disuasor del ente imaginario. En el ¨¢mbito de una sociedad no del todo estable puede suceder algo parecido: la magistratura p¨²blica y leg¨ªtima que no puede reconocer su inoperancia (y si lo hace ser¨¢ a seguido de su dimisi¨®n, si el juego se desarrolla entre caballeros) ni amenazar con el terror, puede en cambio hacer reiterada menci¨®n de una instancia extra?a dispuesta a ejercerlo, con el honorable fin de meter en vereda a un pueblo menor de edad. Y puede tambi¨¦n hacer uso de ese artificio con fines m¨¢s deshonestos, como la propia supervivencia pol¨ªtica, como puede f¨¢cilmente recordar el lector espa?ol sin m¨¢s que mirar a su pasado.
A esta elemental falsilla, bastante com¨²n en toda sociedad no demasiado letrada ni estable, se superpone otra: la existencia en su seno de un ¨¢ngel redentor dispuesto a salvarla del caos. Los contrastes no dejan de ser significativos: si en la escena familiar el padre o la madre se limitan a invocar un nombre temido y, todo lo dem¨¢s, a pintar con rasgos sombr¨ªos la figura del siniestro, en cambio en el foro el salvador acostumbra a presentarse equipado con un par de alas, enfundado en una t¨²nica blanca, resplandeciente de belleza, portando en la diestra una espada flam¨ªgera y envuelto en una aureola de potencias quasidivinas. En definitiva, una imagen m¨¢s terrible y grotesca que la del ogro. Si como consecuencia de su naturaleza ficticia el ogro no puede comparecer a la llamada del padre -raz¨®n por la que es preciso que sus atributos sean totales-, en cambio y al menos en nuestras latitudes nunca faltar¨¢ un militar o un civil arremangado -animado de su juramento de fidelidad, su sentido del honor, su esp¨ªritu de sacrificio y todo eso- dispuesto a replicar ? ?All¨¢ voy! ? a la llamada de la conciencia y salir (abroch¨¢ndose el correaje) a la soleada plaza, tal vez para hacer mayor el contraste con aquel t¨ªmido Coco que nunca supo abandonar sus procel¨®sas sombras.
Pero lo curioso es la necesaria superposici¨®n de ambas falsillas. No es que el Coco y el ¨¢ngel salvador se complementen; es que se necesitan y no a la manera de una opos¨ªci¨®n dial¨¦ctica, sino como comparsas imprescindibles de la comedia. La crisis necesita un ogro tanto como un ¨¢ngel y ambos la cortejar¨¢n para poner en escena una de las infinitas variantes de una situaci¨®n convencional: colombina, arlequ¨ªn y pantal¨®n transmutados, para animar las fiestas de la Constituci¨®n, en democratina, terror¨ªn y milit¨®n.
La, farsa -aparte de su sabor amargo y sus f¨²nebres vaticinios- es de otra ¨¦poca. Ese mezclado y rancio aroma a correaje, alcanfor, p¨®lvora y badana destruye todo su dramatismo para reducirlo al delirio de un ni?o que hoy es un anciano, anclado en el insomnio ancestral de sus abuelos. Porque venir a estas alturas con un cuartelazo, ?no es para que se nos caiga a todos la cara de verg¨¹enza?, ?no hab¨ªamos crecido y madurado tanto? As¨ª que de la noche a la ma?ana ?vamos a volver a la infancia, la palmeta, el Coco y la espada flam¨ªgera? ?O es que alguien, tras ese fracasado toque (yo no me atrevo a llamarlo golpe) cuyos alcances nadie parece capaz de perfilar, ha decidido explotarlo como un tonificante sobresalto antes de la mayor¨ªa de edad anunciada para el pr¨®ximo 6 de diciembre? ?Y ser¨¢ verdad que despu¨¦s de esa fecha estaremos m¨¢s resguardados por la reci¨¦n adquirida hombr¨ªa?
Yo me digo que este pa¨ªs ser¨¢ mayor de edad cuando algunos de sus importantes componentes dejen de hacer ni?er¨ªas. No la mayor, pero s¨ª una de las m¨¢s culpables ni?er¨ªas, es investir a la propia persona con una misi¨®n sagrada y creerse llamado a salvar a la patria. Las buenas patrias (y no dudo de que ¨¦sta lo ser¨¢ en breve) no necesitan salvadores y las malas -si las hay- no deben ser salvadas, as¨ª que ese oficio est¨¢. llamado a desaparecer y extinguirse... como el armadillo, en el cono Sur, y con ¨¦l unas cuantas venerables figuras de nuestro friso. Pues tan anacr¨®nico es ese militar o civil arremangado dispuesto a empu?ar la espada salvadora como esajerarqu¨ªa pol¨ªtica, siempre en su puesto, que una vez pasado el susto viene a sosegar la situaci¨®n afirmando que han prevalecido ?el sentido del deber, la disciplina y el patriotismo?. Yo no me imagino a ning¨²n cuerpo profesional del Estado cumpliendo con su deber en roce constante con su conciencia y acatando el orden vigente por disciplina y patriotismo. Sin duda, debe ser muy molesto trabajar as¨ª y qui?n sabe si un d¨ªa el incesante desgaste de nervios inducir¨¢ a quien lo padece a modificar algo su conciencia -que quiz¨¢ no sea tan dif¨ªcil- para vivir m¨¢s tranquilo. Con la misma vehemencia con que un militar puede sentirse incompatible con la democracia puede sentirse carlista un funcionario de Correos o feminista uno de Aduanas; y si en el colmo de su paciencia el militar se decide a empu?ar la espada salvadora, por la misma regla de tres puede impedir el carlista el franqueo de la correspondencia borb¨®nica o suspender el aduanero la importaci¨®n de m¨¢quinas de afeitar. No, no se trata de actuar seg¨²n el peso del patriotismo, que al parecer es diferente de unos cuerpos a otros. Se trata de tener ideas claras acerca de la patria y la profesi¨®n; sobre los l¨ªmites del deber; se trata de saber d¨¦nde empieza y d¨®nde acaba la propia profesi¨®n y el uso de los ¨²tiles encomendados para su ejercicio. El que todo eso lo mezcla con una determinada conciencia pol¨ªtica lo menos que puede hacer es trabajar por libre, renunciando a cualquier emolumento procedente del erario p¨²blico.
Y en cuanto a la conciencia y los conflictos entre el deber y el honor, entre el amor y la raz¨®n de Estado, quiero recordar que suministraron un suculento tema a la literatura de los siglos XVI y XVII, que los trat¨® de una vez para siempre con una serie de soluciones que, como dicen los chicos de UCD, siguen siendo v¨¢lidas. Sospecho que los acontecimientos que hemos vivido en las ¨²ltimas semanas -y que es posible que se reproduzcan, visto ¨¦l comportamiento de ni?os y mayores- no tendr¨ªan el cariz que tienen si en los centros donde se forman los directivos del Estado se leyera en voz alta a Racine. Ahora bien, no se sabe qu¨¦ es peor.
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