Las monarqu¨ªas europeas
Salvo en Francia, donde el doctrinarismo republicano lleg¨® a consolidarse durante la segunda mitad del siglo pasado, toda Europa entra en el nuestro bajo monarqu¨ªas cuyo arraigo popular es indudable, as¨ª la inglesa, la alemana y la italiana, o cuya pervivencia, pese a la existencia de movimientos hostiles a ellas, los nacionalismos balc¨¢nicos y el checo en el caso de la austro-h¨²ngara, el marxismo y el nihilismo en el de la rusa, todav¨ªa parece empresa hacedera. Pronto cambiar¨¢n las cosas. El resultado de la primera guerra mundial derriba, sin duda, para siempre, las monarqu¨ªas alemana, austroh¨²ngara y rusa; proceso que radicalizar¨¢ la segunda guerra mundial, cuyo t¨¦rmino hace caer el trono en Italia, en Yugoslavia, en Rumania, en Bulgaria y -tras diversas vicisitudes- en Grecia. Despu¨¦s de 1945, s¨®lo en Inglaterra, en B¨¦lgica y Holanda y en los pa¨ªses escandinavos perdura indemne el r¨¦gimen mon¨¢rquico. Y puesto que en los seis casos se trata de sociedades pertenecientes a la vanguardia del desarrollo intelectual, social y t¨¦cnico, no de pueblos sumidos en el arca¨ªsmo, no ser¨¢ inoportuno en esta Espa?a formularse la siguiente interrogaci¨®n: ?Por qu¨¦ la monarqu¨ªa, que durante varias centurias fue vista como instituci¨®n de derecho divino, ha conservado en esos pa¨ªses su vigencia? Con otras palabras: ?Por qu¨¦ en ellos no ha ca¨ªdo y s¨ª en los que anteriormente mencion¨¦?Mi respuesta dice as¨ª: se han hundido los tronos cuyos titulares promovieron o aceptaron guerras nacionales que terminaron con la derrota total del pa¨ªs en cuesti¨®n; han perdurado los que, adem¨¢s de haberse visto libres de dicho evento, supieron incorporar a su Estado, y por tanto a su Gobierno, todas las grandes mutaciones hist¨®ricas ulteriores a la Edad Media.
Si la revoluci¨®n de 1789 derrib¨® la monarqu¨ªa de Luis XVI, no borr¨® en la sociedad francesa el sentimiento mon¨¢rquico; basta repasar, para advertirlo, la historia ulterior a Napole¨®n el Grande. S¨®lo cuando Napole¨®n el Peque?o fue vencido en Sed¨¢n, tras una guerra que, como emperador, ¨¦l hab¨ªa querido, se hizo inexorable la rep¨²blica; tanto m¨¢s, cuanto que el republicanismo franc¨¦s hab¨ªa ganado no poca fuerza entre 1848 y 1870. Mutatis mutandis, lo mismo aconteci¨® en Rusia, en Alemania y en Austria, como consecuencia de sus derrotas en 1917 y 1918; y tras el hundimiento del Eje en 1945, ¨¦se fue tambi¨¦n el destino de los tronos en Italia y en los pa¨ªses balc¨¢nicos. ?Qu¨¦ hubiera sido de la monarqu¨ªa inglesa, en el caso de una victoria total de Hitler? No lo sabemos; pero aun teniendo Jorge VI a su favor el hecho de que ni ¨¦l ni sus ministros hab¨ªan querido aquella guerra, es seguro que, como rey, se habr¨ªa visto en un dif¨ªcil trance.
Consideremos ahora la segunda de las dos condiciones antes apuntadas: la sucesiva aceptaci¨®n de la historia moderna de Europa por parte de la instituci¨®n mon¨¢rquica. Usando la palabra en un sentido muy lato, cuatro revoluciones jalonan la vida hist¨®rica europea, a partir de la Edad Media; una racional o cient¨ªfica, otra pol¨ªtica, otra industrial y otra, en fin, social. En la primera (siglos XVII y XVIII), la mente humana decide atenerse no m¨¢s que a s¨ª misma, tanto para entender la realidad del cosmos como para ordenar la estructura de la sociedad. En la segunda (Revoluci¨®n Francesa y sus consecuencias), la soberan¨ªa del rey es resueltamente sustituida por la soberan¨ªa de la naci¨®n o del pueblo Vive la nation!, gritan en Valmy los soldados de Kellermann y Dumouriez. En la tercera, la creciente utilizaci¨®n de la ciencia al servicio de la t¨¦cnica da lugar a la industria que -solemos llamar moderna. A partir del siglo XVIII, la mec¨¢nica, el calor y la electricidad cambian el rostro del mundo civilizado. Estas tres revoluciones tienen su protagonista en la burgues¨ªa; la cuarta, cuyo primer acto culmina en las barricadas de 1848, la tendr¨¢ en el proletariado. La incorporaci¨®n oficial de los partidos proletarios a la vida pol¨ªtica, primero en el parlamento y luego en el gobierno, dar¨¢ clara expresi¨®n a la -hasta hoy- ¨²ltima etapa en la historia de la Europa occidental.
Frente a un proceso revolucionario que desde su origen mismo negaba buena parte de los fundamentos tradicionales de la monarqu¨ªa -potestad por derecho divino, soberan¨ªa de los soberanos, estructura estamental de la sociedad-, ?qu¨¦ pod¨ªan hacer los monarcas? Esquem¨¢ticamente, una de estas dos cosas: oponerse a esas ?novedades? o incorporarlas a la normalidad pol¨ªtica del pa¨ªs respectivo; esto es, aceptar la institucionalizaci¨®n de ellas en un r¨¦gimen que por oposici¨®n al republicano, ahora hist¨®rica y socialmente posible, empez¨® a llamarse ?constitucional? y ?mon¨¢rquico?. A trav¨¦s de vicisitudes diversas y conforme a modelos en cada caso distintos, tal ha sido el proceder de las monarqu¨ªas que en la Europa traspirenaica todav¨ªa siguen en pie.
Muy distinto ha sido el caso de Espa?a. Durante el siglo XVII nuestras monarqu¨ªa desconoci¨® la entonces incipiente revoluci¨®n cient¨ªfica o se opuso a ella. M¨¢s tarde, con Fernando VI y Carlos III, la propici¨® t¨ªmidamente; pero a partir de Carlos IV, y aunque las academias llevasen nombre de ?reales?, nuestra poca ciencia ha sido hecha al margen del establishment mon¨¢rquico. Las relaciones entre Alfonso XIII y los intelectuales, tan decisivas para la inclinaci¨®n de ¨¦stos hacia el republicanismo, son el signo m¨¢s claro de tan acusada deficiencia hist¨®rica. No es un azar, pues, que nuestra industrializaci¨®n comenzara tarde y pobremente. No menos grave ha sido la actitud de nuestros monarcas ante las consecuencias de la Revoluci¨®n Francesa y, por tanto, frente al proceso de nuestra democratizaci¨®n. Aunque los espa?oles inventasen su nombre, el liberalismo fue en Espa?a fruto tard¨ªo y agrio; no ser¨¢ necesario recordar la noche de San Daniel y el nombre del ministro Orovio, ¨¦ste ya con la Constituci¨®n de 1876 a sus espaldas. Y en cuanto a la implantaci¨®n de la democracia, hablen el hecho del caciquismo y la historia de nuestras leyes electorales. Con todo lo cual, y con la obstinada resistencia de nuestras ?fuerzas de orden? a una reforma justiciera de las relaciones econ¨®micas tradicionales, a nadie puede sorprender que nuestro socialismo fuese republicano, no obstante ser su doctrina perfectamente conciliable con una monarqu¨ªa constitucional y democr¨¢tica.
Con raz¨®n se dir¨¢ que, desde el siglo XVIII buena parte de nues-
(Pasa a p¨¢gina 8)
Las monarqu¨ªas europeas
(Viene de p¨¢gina 7)tra sociedad se ha opuesto abierta o taimadamente a la modernizaci¨®n intelectual, pol¨ªtica y social de Espa?a y que en consecuencia ser¨ªa injusto cargar sobre la monarqu¨ªa toda la culpa del retraso y la distorsi¨®n de tal empresa. Nadie podr¨¢ negar, sin embargo, que hasta 1931 nuestros monarcas se hallaron mucho m¨¢s cerca de la ?aristocracia? que del ?pueblo?, entendidas ambas palabras en su m¨¢s t¨®pico sentido. Y si a esto se a?ade la deficiente y reticente actitud del r¨¦gimen mon¨¢rquico ante el hecho de las autonom¨ªas regionales, se comprender¨¢ sin esfuerzo que, tras la mal resuelta aventura dictatorial, la rep¨²blica fuese clamorosamente proclamada en nuestras ciudades.
?Han empezado a cambiar las cosas? Creo que s¨ª. Desde Carlos III, ning¨²n monarca ha valorado tan expresivamente como el actual -recu¨¦rdese su discurso en Las Palmas- el papel hist¨®rico de la inteligencia y las letras. Ninguno ha apoyado m¨¢s resueltamente el proceso hac¨ªa una definitiva democratizaci¨®n pol¨ªtica de Espa?a. Ninguno ha recibido oficialmente a los dirigentes del socialismo y a ninguno quisieron ¨¦stos pedir audiencia. Si Maci¨¢ -pretendi¨® entrar en Catalu?a por Prat- de Moll¨®, Tarradellas lo ha hecho por La Zarzuela. Cierto: no poco han cambiador las cosas. Cuando Europa tiene ante s¨ª la grave partida hist¨®rica de conciliar de veras -cuidado: he dicho ?de veras?- el socialismo y la libertad, una amplia posibilidad de consolidarse hacia el siglo XXI se abre ante la monarqu¨ªa espa?ola.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.