Los grupos de poder y las promesas electorales limitan la capacidad para hacer frente a la crisis
Desde hace cinco a?os lo repetimos todos los d¨ªas: vivimos en una crisis econ¨®mica de la que no logramos salir. La crisis econ¨®mica se ha convertido en el t¨®pico social m¨¢s utilizado, pero quiz¨¢ en el menos comprendido. La crisis econ¨®mica, parece haberse convertido en un t¨®pico est¨¦ril: algo de lo que todos hablan, pocos conocen y casi nadie, trata verdaderamente de remediar con su esfuerzo y su sacrificio.Una salida de la crisis econ¨®mica tiene que romper esta situaci¨®n. Llevamos viviendo cinco a?os con la crisis. Un plazo suficiente para sacar provecho de nuestro, sufrimiento. Padecer la crisis equivale a disponer de una experiencia de sus caracter¨ªsticas que debe permitir identificar sus causas para elaborar despu¨¦s un programa capaz de enfrentarse a ellas y ponerlas remedio.
Complejidad, gravedad e internacionalidad
Sobre la caracter¨ªstica dominante de la crisis existe acuerdo: es una crisis compleja que se registra en cuatro escenarios bien diferentes y conocidos:
- En el de una intensa y nueva inflaci¨®n.
- En la balanza de pagos, cuyas conmociones y desequilibrios alcanzan valores desconocidos en el pasado.
- En el proceso de ahorro e inversi¨®n y la creaci¨®n de empleo, en los que se reg¨ªstran las huellas m¨¢s profundas y socialmente dolorosas de la crisis.
- En el de la crisis de sectores industriales afectados clara e irreversiblemente por la estructura de precios internacionales hoy vigente y las nuevas corrientes y condiciones del comercio mundial.
La coincidencia de esos cuatro escenarios de la crisis denuncia su extraordinaria gravedad: ?Es preciso reconocer que la conjunci¨®n simult¨¢nea de los problemas que la crisis plante;a anuincia un cambio profundo -en las condiciones determinantes de la vida econ¨®mica.Esos problemas . son de tal envergadura que la crisis actual debe entenderse como una crisis de estructura, y no una simple crisis coyuntutal.? (R. Barre.)
Esa ?crisis de los 70?, compleja en sus escenarios, grave por sus coincidencias, es tambi¨¦n una crisis internacional. Todos los pa¨ªses conjugan hoy los mismos problemas y lucha por vencer las mismas dificultades.
El reconocimiento de estas tres caracter¨ªsticas de la crisis econ¨®mica es lo aue debe informar una actitud realista y constructiva de la sociedad para poder superarla. Sin embargo, la primera constataci¨®n de nuestra larga con vivencia con la crisis es que existen otras actitudes sobre la crisis muy distintas. Actitudes basadas en opiniones elementalmente err¨®neas sobre los hechos que la definen y, pese a ello, difundidas entre el p¨²blico. Descartar esas actitudes equivocadas, frente a la crisis que la experiencia muestra como errores populares extendidos, constituye una tarea necesaria, ya que las soluciones econ¨®micas reclaman el apoyo y el esfuerzo de la poblaci¨®n para ser aplicables, y ¨¦stos dif¨ªcilmente se prestar¨¢n si las actitudes que prevalecen sobre la crisis equivocan su naturaleza, sus dimensiones o sus consecuencias.
La crisis espa?ola "nacional" y "pol¨ªtica"
El primero de los errores de amplia circulaci¨®n y, todo hay que decirlo, la mayor parte de las veces de interesada circulaci¨®n, es el que reduce la crisis con la que nos enfrentamos al ¨¢mbito nacional, imput¨¢ndola -con un masoquismo espa?ol de uso muy frecuente- a nuestra incapacidad de administraci¨®n econ¨®mica, unida a los males que para Espa?a siempre trae todo intento de apertura democr¨¢tica. Vista desde esta. perspectiva, la crisis econ¨®mica, actual seria una crisis econ¨®mica espa?oIa, producto de un error pol¨ªtico, consistente en volver a la vituperada democracia.
Esta opini¨®n tiene propugnadores diarios en algunos ¨®rganos de expresi¨®n y cuenta con portavoces pol¨ªticos que todos conocemos. Este diagn¨®stico de la crisis econ¨®mica no resiste el menor an¨¢lisis. La crisis econ¨®mica que Espa?a atraviesa no es, en absoluto, una crisis nacional, aunque se viva en coordenadas espa?olas. Es una crisis de la econom¨ªa internacional, de la que Espa?a forma parte y en la que se integra.
Esa calificaci¨®n est¨¢ avalada por la opini¨®n de los economistas y por los hechos. Ning¨²n economista solvente puede defender la limitaci¨®n nacional de la ?crisis de los 70?. Es una crisis que los economistas han bautizado ya como crisis mundial, y de la que se habla en paralelo con la de 1929. Si algo est¨¢ claro hoy es que esa crisis econ¨®mica que padecemos afecta a todas, las econom¨ªas y se transmite de unas a otras por las m¨²ltiples interdependencias que estas econom¨ªas nacionales guardan entre s¨ª. Los hechos ratifican esa un¨¢nime opini¨®n de la doctrina. Basta acercarse a los indicadores elementales de coyuntura para contrastar que la ca¨ªda del pulso econ¨®mico de Espa?a no es producto de un sistema circulatorio con centro en nuestro pa¨ªs, s¨®lo efecto de unas circunstancias vitales situadas m¨¢s all¨¢ de nuestra econom¨ªa.
Crisis y democracia
Por otra parte, no es menos falso el que la crisis econ¨®mica sea producto de nuestra naciente democracia. La ?crisis de los 70? estalla en Espa?a a finales de 1973, cuando los precios de las materias primas y los crudos petrol¨ªferos empobrecen s¨²bitamente a todos los pa¨ªses carentes de una dotaci¨®n apreciable de estos productos b¨¢sicos. Espa?a fue uno de esos pa¨ªses.
Con los datos en la mano puede demostrarse que Espa?a perdi¨® en el transcurso de muy pocos meses el 25% de su capacidad adquisitiva frente al exterior.
Este empobrecimiento relativo se sum¨® en Espa?a a otros datos de la crisis econ¨®mica: una aguda inflaci¨®n, ya en los dos d¨ªgitos antes del estallido de la crisis energ¨¦tica y la grave crisis impl¨ªcita de nuestra econom¨ªa industrial, plagada de defectos de estructura acumulados en la etapa de f¨¢cil desarrollo y ton una incapacidad creciente para suministrar ocupaci¨®n a la poblaci¨®n espa?ola.
La factura compensatoria
Pues bien, a esa crisis abierta clamorosamente en los datos, en los precios, en el desequilibrio exterior, el Gobierno espa?ol de aquellos a?os intent¨® darle el portazo con la que entonces le denomin¨® pol¨ªtica compensatoria, esto es, una pol¨ªtica que no reconoc¨ªa los nuevos precios internacionales y que trataba -milagrosamente- de que los espa?oles no sufriesen las consecuencias de la crisis. Esta actitud frente a la crisis hubo de pagarse muy cara.
Tres fueron las facturas de esta decisi¨®n: la pagada por la balanza de pagos, cuyos enormes desequilibrios anuales aumentaron nuestra deuda exterior; la registrada en el presupuesto del sector p¨²blico, plagado de subvenciones y transferencias, para compensar las diferencias entre los precios internacionales y los intemos; la tercera y principal de las facturas consisti¨® en arraigar la creencia de que Espa?a estaba al margen de la crisis energ¨¦tica, de que podr¨ªa romperse, con la intervenci¨®n providencial del Estado, la decisi¨®n de los pa¨ªses productores de petr¨®leo de elevar los precios de la energ¨ªa. La predisposici¨®n de todas las sociedades europeas a aceptar el sacrifido que impon¨ªan los nuevos precios de la energ¨ªa: no se aprovecharon en Espa?a, dej¨¢ndose escapar as¨ª el momento psicol¨®gicamente m¨¢s favorable para la aceptaci¨®n social del sacrificio impuesto por la crisis econ¨®mica.
La huida de una pol¨ªtica de ajuste a la crisis hasta mitad de 1977 hace que se registren en Espa?a las consecuencias de esta actitud: un d¨¦ficit creciente de la balanza de pagos, un mayor desequilibrio del presupuesto del sector p¨²blico, una inflaci¨®n desbordada y un paro en aumento. No. No ha sido ciertamente la llegada de la democracia la que ha tra¨ªdo la crisis. La crisis era y es una crisis internacional abierta en 1973. Pero esa crisis se ha agravado porque el r¨¦gimen anterior no fue capaz de reconocerla y porque las dudas y vacilaciones de los primeros a?os de la transici¨®n ocultaron la crisis, en vez de proclamarla.
Falta de conciencia ante la crisis
Un segundo error no menos extendido, porque quiz¨¢ est¨¦ grabado en el subconsciente de todos los ciudadanos es el de la dimensi¨®n de la crisis econ¨®mica. Nos hemos acostumbrado, tras una larga etapa -la que va de 1959 a 1973-, a un desarrollo f¨¢cil, a un desarrollo con materias primas y energ¨ªa baratas, a un desbordante crecimiento europeo que se met¨ªa por nuesttas fronteras y nos arrastraba en una ola creciente de prosperidad. Espa?a registr¨® en esos a?os que van de 1959 a 1973 un crecimiento econ¨®mico importante. Ese crecimiento econ¨®mico f¨¢cil -conseguido casi desde la pasividad- no fue orientado ni corregido en sus debilidades, en sus costes y en sus errores.
Las etapas cr¨ªticas que en este proceso de crecimiento que va desde 1959 a 1973 se presentaban fueron limitadas y de corta duraci¨®n. ?Qui¨¦n se acuerda en Espa?a de las crisis de 1967 y 1969? S¨®lo unos cuantos economistas que conocen bien las series de nuestra producci¨®n y nuestra renta, y si a ellas se mira, se comprobar¨¢ que esas ¨¦pocas cr¨ªticas no fueron otra cosa que leves interrupciones en un proceso de expansi¨®n.
Gr¨¢ficamente un economista conocedor y estudioso de este per¨ªodo, tan competente como Andrew Shonfield, ha llegado a afirmar que si la teor¨ªa interpretativa de los auges y depresiones econ¨®micos (la teor¨ªa de los ciclos econ¨®micos) hubiera tenido que escribirse en la Europa de la posguerra, habr¨ªa que haber variado su contenido. No existieron depresiones profundas, sino simples ca¨ªdas temporales en el ritmo de crecimiento. Esa etapa de prospe-
Los grupos de poder y las promesas electorales limitan la capacidad para hacer frente a la crisis
ridad continuada no ha pasado sin dejar una marcada huella en el subconsciente de los ciudadanos que la hemos vivido. Cuantos hemos conocido la Espa?a econ¨®mica de 1959 a 1973 hemos llegado, a creer que ese: proceso de desarrollo era ilimitado.Y la recuperaci¨®n... ?cu¨¢ndo?
Este subconsciente, fijado por el f¨¢cil crecimiento del pasado, es el que hay que destruir. Porque la crisis con la que hoy nos enfrentamos no es una recesi¨®n pasajera al estilo de las que conocimos en 1967 ¨® 1969. Se trata de un fen¨®meno radicalmente distinto en su dimensi¨®n y en sus causas. Hay muchos pol¨ªticos y ciudadanos que no se terminan de creer del todo la verdad de esta afirmaci¨®n. Las preguntas m¨¢s repetidas hoy a los economistas son: ?cu¨¢ndo saldremos del t¨²nel?, ?cu¨¢nto va a durar esto?, ?para cu¨¢ndo la reactivaci¨®n?
Para esas preguntas -hechas desde la confianza en la salud econ¨®mica del pasado- existe una doble respuesta posible semejante a la que los familiares, o el m¨¦dico transmiten a un enfermo grave. Existe la mentira piadosa del ?muy pronto, no tiene importancia?, con la que no alarmar al ciudadano y no arrostrar la impopularidad de decirle la dura verdad y reclamar su esfuerzo. Es ¨¦sta una contestaci¨®n irresponsable y pesimista. Irresponsable, ya que no reconoce los hechos; pesimista, porque no conf¨ªa en la soluci¨®n. S¨®lo lo que es irremediable se silencia a quien padece una situaci¨®n cr¨ªtica. Frente a esta alternativa existe otra: la respuesta de la verdad y del sacrificio. La respuesta que debe dar todo Gobierno responsable a sus ciudadanos, todo pol¨ªtico respetable a sus seguidores, y todo economista conocedor de los principios de su profesi¨®n a sus compatriotas: la crisis econ¨®mica es, grave. No tiene nada que ver con las recesiones del pasado. Es una crisis, sin embargo, remediable, pero este remedio reclama sobre cualquiera otra virtud, la de la perseverancia en el esfuerzo por parte de todos, porque sin esa perseverancia, la permanencia en el t¨²nel de la crisis est¨¢ asegurada.
Actitudes err¨®neas frente a la crisis desde la democracia
Ser¨ªa un error creer, sin embargo, que la llegada de la democracia haya disipado las actitudes peligrosas y err¨®neas frente a la crisis econ¨®mica, y mucho m¨¢s lo seria pensar que con la simple implantaci¨®n de la democracia se hayan resuelto los problemas econ¨®micos que la crisis plantea. Dos son las actitudes err¨®neas y peligrosas frente a la crisis que pueden ampararse desde un contexto pol¨ªtico democr¨¢tico:
? forzar excesivamente las esperanzas del electorado por las exigencias del mercado pol¨ªtico y
? el dominio que pueden llegar a alcanzar los grupos de intereses, merced a su presi¨®n social, en contra de una pol¨ªtica econ¨®mica que trate de superar la crisis.
Hace bastantes a?os, el gran economista Joseph A. Schumpeter, en una de las obras m¨¢s importantes escritas en este siglo, Capitalism, socialism and democracy, defendi¨® un enfoque del papel de los pol¨ªticos en una sociedad democr¨¢tica, hoy ampliamente, aceptado por economistas, soci¨®logos y tratadistas de la ciencia pol¨ªtica. Para Schumpeter, los pol¨ªticos no son ide¨®logos, ni portavoces de doctrinas inmutables. Son simplemente empresarios que tratan de obtener votos vendiendo programas, de la misma manera que los empresarios sider¨²rgicos venden acero por d¨®lares o pesetas. Este enfoque hace que la funci¨®n de oferta de programas pol¨ªticos responda a la funci¨®n de las demandas de los electores. Y que los programas cambien de contenido, impulsados por la competencia que trata de atraerse votos. Ello explica que los programas de los principales partidos se parezcan bastante m¨¢s entre s¨ª de cuanto les gustar¨ªa a sus entusiastas y seguidores. Explica tambi¨¦n por qu¨¦ la pol¨ªtica de un partido se modifica tanto a lo largo del tiempo, que llega a ser irreconocible para sus seguidores en un n¨²mero corto de a?os. Y explica, en fin, la importancia del liderazgo pol¨ªtico. El l¨ªder aparece, en correspondencia con el empresario, como un innovador de los programas que hay que vender en el mercado pol¨ªtico.
Este enfoque del modelo competitivo justifica la importancia de la tentaci¨®n de las crecientes esperanzas que se han se?alado, con general coincidencia, como uno de los mayores peligros de la democracia. La tentaci¨®n de estimular falsas esperanzas entre los electores resulta inevitable para los pol¨ªticos. Los partidos de la oposici¨®n est¨¢n obligados a prometer hacerlo mejor que el Gobierno y el partido en el Gobierno tiene que estar presente en esta subasta, ex plicando c¨®mo en el pasado se ha conseguido lo ?imposible? y superando con una oferta m¨¢s ge nerosa a las posibles alternativas de poder en el futuro. Las demandas de los ciudadanos en favor de intervenciones del Estado en sus regiones o en los sectores a los que pertenecen son claramente, excesivas y con indeseable frecuencia deben ser halagados con su inclusi¨®n en los programas pol¨ªtico para ganar votos.
La carrera de las promesas
Existe hoy la generalizada creencia de que la democracia, contemplada como, un proceso de competencia pol¨ªtica, alentar¨¢ el desv¨ªo, sistem¨¢tico hacia arriba de las esperanzas del electorado y prometer¨¢ m¨¢s de lo que puede conseguirse. A los electores siempre se les promete m¨¢s: m¨¢s carreteras, m¨¢s viviendas, m¨¢s regad¨ªos, m¨¢s empleo, m¨¢s escuelas, sin que a esta suma se la limite nunca con una restricci¨®n presupuestaria racional. A los electores se les promete, tambi¨¦n, lo de los dem¨¢s: una distribuci¨®n mejor de la tierra, de la renta, de la riqueza. Todas las percepciones relativas aparecen ilimitadas en tiempos de elecciones: las pensiones deben subirse, los salarios tambi¨¦n, los intereses -al menos- han de mantenerse, las rentas de los agricultores deben igualarse a las de la industria y los servicios. En v¨ªsperas de elecciones nadie parece recibir lo que merece. A los programas pol¨ªticos se les pide, no s¨®lo m¨¢s y lo de los dem¨¢s, sino tambi¨¦n se les demanda lo incompatible: se quiere que la contaminaci¨®n desaparezca sin que nadie est¨¦ dispuesto a pagar los costes. Se desean los beneficios de una sociedad industrial y se contesta la energ¨ªa nuclear. Una generalizada creencia en la ilimitaci¨®n del poder del Estado parece haber prendido en muchos electores, alentados por la caza competitiva de los votos que realizan los partidos. Esta actitud tiene una consecuencia clara al aplicarla frente a la crisis econ¨®mica: dificultar su soluci¨®n y afianzar el proceso y las expectativas inflacionistas.
El otro gran peligro deriva de la agrupaci¨®n de intereses y de la presi¨®n ejercida por estos sobre los mecanismos del mercado o los pol¨ªticos para conseguir participaciones crecientes en la producci¨®n y en la renta nacionales. El ¨¦xito que muchos de estos grupos de intereses han tenido excita la creaci¨®n de m¨¢s grupos y extiende una mancha creciente de fuerzas monopolistas sobre el funcionamiento de la econom¨ªa y la pol¨ªtica. Las peticiones de los grupos organizados por mayores precios, salarios crecientes, o el mantenimiento de otras rentas constituye un factor decisivo en la explicaci¨®n de la inflaci¨®n con tempor¨¢nea. Una democracia est¨¢ abierta a los peligros de esta presi¨®n de los intereses y arraiga su viabilidad. Schumpeter lo advirti¨® hace ya casi cuarenta a?os. El re medio que el gran economista aconsej¨® para esta peligrosa actitud resid¨ªa en la tolerancia y en el autocontrol de los dem¨®cratas. Una democracia no puede hacerse sin dem¨®cratas y ¨¦stos deben medirse por la tolerancia y la transigencia para mantener la lucha pol¨ªtica. Sin acuerdo que fije un l¨ªmite del ¨¢rea de la decisi¨®n pol¨ªtica y sin un acuerdo suficiente sobre la estructura deseable de la s¨®ciedad, que debe prevalecer sobre los intereses de grupo, no s¨®lo la econom¨ªa no funcionar¨¢, lo probable es que no lo haga la democracia tampoco.
Las instituciones democr¨¢ticas deben conocer y afrontar estos dos graves peligros de las esperanzas crecientes. y de la presi¨®n de los grupos de inter¨¦s, pues de ellos arrancan actitudes sociales y pol¨ªticas muy peligrosas para vencer la crisis. Si las esperanzas crecientes del electorado no se moderan, si no se excitan por los l¨ªderes pol¨ªticos, sindicales y empresariales, rebasando las posibilidades de la econom¨ªa, si los grupos de intereses utilizan, sin autocontenci¨®n alguna, toda su capacidad de agresi¨®n para conseguir sus fines particulares y si las decisiones econ¨®micas del poder pol¨ªtico sucumben a la presi¨®n de los grupos organizados, la crisis econ¨®mica actual ser¨¢ un largo t¨²nel del que jam¨¢s saldremos a la luz de una econom¨ªa din¨¢mica y a una democracia pluralista.
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