?Qu¨¦ hace el Rey?
El Rey reina, no gobierna. Esta antigua m¨¢xima mon¨¢rquica. manida de puro evidente., ha sido el lema regularmente exhibido por los defensores de la Corona en su versi¨®n constitucional.Su sentido entronca con el de las monarqu¨ªas y los reyes de la Europa de Occidente, desprovistos casi todos ellos de poderes, o de la tentaci¨®n de usarlos cuando los tienen, y relegados o sublimados a un papel institucional y de arbitraje en las grandes ocasiones hist¨®ricas. A decir verdad sin embargo, la m¨¢xima no ha sido siempre fielmente servida por los soberanos. No lo fue por Alfonso XIII en Espa?a, ni por Victor Manuel en la Italia fascista, o por Leopoldo en la B¨¦lgica ocupada, ni m¨¢s recientemente, por Constantino de Grecia. Todos ellos sucumbieron al deseo de ser beligerantes en decisiones pol¨ªticas que divid¨ªan a sus pueblos. Y si en el proceso de las intenciones pueden ser absueltos, la Historia, de un modo u otro, ha emitido su veredicto contrario a esta actitud.
La memoria de Espa?a est¨¢ plagada de ejemplos semejantes, y el siglo XIX y el primer tercio del XX son un buen modelo de la disposici¨®n que nuestros reyes tuvieron en el pasado a intervenir directamente en las cuestiones de la gobernaci¨®n. Casi siempre esta afici¨®n tuvo su meta - y despu¨¦s su fin- en la entrega del poder a los militares y la b¨²squeda de una soluci¨®n de fuerza a ?os problemas de la pol¨ªtica.
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?Que hace el Rey?
(Viene de primera p¨¢gina)
Estas meditaciones, nada extempor¨¢neas, nacen al amparo de la actual situaci¨®n espa?ola, ni tan ca¨®tica como los profesionales del terrorismo verbal se empe?an en decirnos a diario, ni tan halag¨¹e?a que la preocupaci¨®n no embargue gravemente a amplios c¨ªrculos de ciudadanos. Muchos de ¨¦stos se encuentran un tanto absortos ante el rosario de silencios o de di¨¢logos para besugos con que la clase pol¨ªtica nos viene regalando en medio de la deprimente situaci¨®n econ¨®mica y de los ataques del terrorismo. ?Qu¨¦ hace el Parlamento -se pregunta la gente-, qu¨¦ hace el Gobierno, qu¨¦ hace el Rey? Cuestiones heterog¨¦neas desde el punto de vista del an¨¢lisis pofflico, pero muy explicables y absolutamente homologables en la acepci¨®n popular. En definitiva, el vulgo se demanda sobre la capacidad de respuesta de la autoridad -en el m¨¢s amplio sentido del verbo- a una situaci¨®n de desorden. Monarca, presidente, y hasta diputados, caen casi todos en un mismo saco de responsabilidades y de quejas. Los malandrines de la dictadura saben aprovecharlo y arrojan sus cr¨ªticas y su descr¨¦dito lo mismo contra la Corona que contra la Democracia, igual contra el gobierno que contra la oposici¨®n. Tanto como las bombas, mucho m¨¢s que ellas, destruyen al sistema las palabras de Fraga llamando al Ej¨¦rcito desde la tribuna del Parlamento, o los art¨ªculos de algunos peri¨®dicos que han hecho de la injuria profesi¨®n y de la calumnia salario. Nada nuevo: unos y otros siempre hablaron y vivieron de esta forma. Lo ¨²nico que ahora sucede es que, al menos, no pueden secuestrar desde el Estado la noci¨®n del honor ni del patriotismo.
No obstante, el hecho de que estas preocupaciones populares sean manipuladas y tergiversadas no quiere decir que no existan. La gente, en la calle, es consciente de las ventajas de la libertad, pero comienza a aprender duramente sus riesgos. Frente a ellos se encuentra un Gobierno que ha hecho gala de ineptitudes y aturdimientos ante los problemas y una oposici¨®n en plena crisis interna. ?Qu¨¦ tenemos tambi¨¦n? Un jefe del Estado, cargo que se ve todav¨ªa inevitablemente rodeado de m¨ªticos carismas en este pa¨ªs acostumbrado a la emanaci¨®n divina del poder; un Rey. ?Y qu¨¦ es lo que hace?
La Constituci¨®n espa?ola, que consagra el sistema de la Monarqu¨ªa parlamentaria, limita enormemente los poderes del soberano. En la pr¨¢ctica s¨®lo dos grandes atribuciones mantiene: ser el jefe supremo de las Fuerzas Armadas y proponer al Congreso un candidato para la Presidencia del Gobierno. Todos los dem¨¢s actos reales est¨¢n sometidos a la cauci¨®n o refrendo de la ley y, en realidad, se limitan a una funci¨®n representativa y simb¨®lica. Cuando se puso a debate esta cuesti¨®n durante el trabajo de las Cortes constituyentes, algunos senadores reales y miembros de UCD consideraban que eran excesivamente pocas las atribuciones que se le dejaba a la Corona. Sin embargo, parec¨ªa l¨®gico que as¨ª fuera en un r¨¦gimen adjetivado de parlamentario en el que las C¨¢maras adquir¨ªan un papel predominante. Por aquel entonces un periodista y observador pol¨ªtico brit¨¢nico, de viaje por Espa?a, me coment¨® que la reina de Inglaterra manten¨ªa un considerable mayor n¨²mero de prerrogativas en su mano. ?Lo que pasa?, a?adi¨®, ?es que no las emplea.? Pues bien, le contest¨¦, aqu¨ª va a suceder exactamente al rev¨¦s. La ley limita seriamente los poderes constitucionales de la Corona, pero el peso personal de don Juan Carlos y el papel hist¨®rico que ha jugado en la transici¨®n hacen prever que su presencia en los asuntos de Estado ser¨¢ todav¨ªa necesaria y evidente durante los pr¨®ximos a?os. La consolidaci¨®n democr¨¢tica del pa¨ªs as¨ª lo exige.
El ?modelo espa?ol?, en su camino hacia la democracia, ha sido repetidas veces malentendido por los observadores, que atribu¨ªan a Su¨¢rez el protagonismo del cambio. Sin restar un ¨¢pice de los m¨¦ritos del actual presidente, cabr¨ªa preguntarse de qu¨¦ manera se hubiera podido dar aqu¨ª la amnist¨ªa pol¨ªtica, legalizar los partidos y establecer las bases democr¨¢ticas del nuevo Estado si el vac¨ªo de poder creado tras la muerte de Franco no lo hubiera llenado la Corona. La voluntad democratizadora de don Juan Carlos no sucumbi¨® a la f¨¢cil tentaci¨®n de echarse en brazos de s¨®lo un sector del pa¨ªs o de alargar con modificaciones superficiales y reformistas el contenido y las formas de la dictadura. La democracia existe sin duda por la voluntad popular, pero ¨¦sta ha podido expresarse, exenta de tensiones revolucionarias y de cataclismos sociales, tambi¨¦n gracias a la prudencia y a la firmeza del Monarca. Y ellas no s¨®lo han sido visibles en las relaciones con las Fuerzas Armadas, a las que el actual presidente del Gobierno ha enervado innecesaria e inopinadamente en m¨¢s de una ocasi¨®n. Tambi¨¦n en la acci¨®n internacional, exenta todav¨ªa de un rumbo concreto, dejada de la mano por unos dirigentes que son expertos en el manejo de las jefaturas provinciales, pero incapaces de encastrar el concepto de nuestra soberan¨ªa nacional en el mapa geopol¨ªtico del mundo. El Rey ha buscado los caminos de Europa y de Am¨¦rica, que luego han cegado embajadores ineptos o ministros titubeantes; viaja ahora a Marruecos, en una misi¨®n de extremada importancia para la paz en el norte del continente africano, como viaj¨® al Sahara a finales de 1975 para explicar a nuestro Ej¨¦rcito la necesidad de adoptar una actitud digna en el abandono de aquel territorio en circunstancias de alto dramatismo. Cuando el ejecutivo se mostr¨® medroso de las insubordinaciones militares, don Juan Carlos apel¨® p¨²blica y sonoramente a la disciplina de los Ej¨¦rcitos. La Corona ha devuelto, adem¨¢s, un marco de dignidad pol¨ªtica e institucional,a la cultura. Y en la econom¨ªa el Rey emplea su prestigio personal y sus relaciones de Estado para garantizar el abastecimiento de crudos y de energ¨ªa a un pa¨ªs como el nuestro, en el que la inexistencia de una pol¨ªtica clara y definida en este aspecto amenaza con la par¨¢lisis. Para mayor abundamiento: los oficios del Rey van a ser imprescindibles en la soluci¨®n final, si es que soluci¨®n tiene, del problema vasco, y ante el que la indiferencia p¨²blica del Gobierno es ya exasperante.
?Todo lo ha hecho bien el Monarca? Por supuesto que no. Ha sido demasiado benevolente con Adolfo Su¨¢rez y su partido, de modo que aqu¨¦l ha identificado su figura y sus h¨¢bitos con los de la propia instituci¨®n. Su¨¢rez ha abusado de la confianza real, la ha utilizado en la creaci¨®n del vac¨ªo pol¨ªtico en torno suyo y ha producido una situaci¨®n en la que las amenazas contra la ineficac¨ªa gubernamental se vuelven malintencionada o inconscientemente contra la propia Jefatura del Estado. Esto, junto con la incomprensible reticencia de los socialistas ante la Corona, ha alimentado la confusi¨®n popular a la hora de comprender la actitud del Monarca, en un pa¨ªs donde la inexistencia de tradiciones afectas a la instituci¨®n ha tenido que ser suplida con el buen hacer y el talante personal de don Juan Carlos.
Lo que digo, en definitiva, no es nada original, lo piensa y lo sabe mucha gente, aunque el pudor de contarlo nos puede llevar a una situaci¨®n de aislamiento de la Corona en medio de la opini¨®n p¨²blica. Y es en momentos as¨ª en los que los Reyes han sido tentados de buscar caminos expeditivos como los que evoc¨¢bamos al principio del art¨ªculo. Don Juan Carlos ha dado ya las pruebas suficientes de no creer en ellos y de no querer utilizarlos. La historia actual de la democracia espa?ola est¨¢ unida, en su origen y cara al futuro, a la instituci¨®n mon¨¢rquica. No es un problema de convicciones, sino de realismo pol¨ªtico. El Rey supo renunciar a un papel m¨¢s poderoso en el panorama de la vida espa?ola porque quiso promover un r¨¦gimen de libertades y de igualdad. Ha sido respetuoso con la Constituci¨®n, cuya redacci¨®n ampar¨® desde la cumbre del Estado, y ese mismo respeto le obliga al silencio y a no inmiscuirse en las responsabilidades del Gobierno. Intentar minar o destruir su imagen por ello, hacerle responsable de los errores o de los problemas del momento, es disparar contra la estabilidad pol¨ªtica de este pa¨ªs, tratar de asesinar la convivencia de los espa?oles. Esto lo saben muy bien quienes lo hacen. Por eso lo hacen.
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