Orozco: compromiso y angustia de M¨¦xico
La estridencia -que no es patrimonio exclusivo de ¨¦l ni de nadie- domina la obra pl¨¢stica de Orozco, e incluso est¨¢ justificada en muchos de sus escritos. De una y otros emerge el obsesivo autorretrato de un ¨¢crata justiciero, de un blasfemo piadoso, de atrabilis explicable y a¨²n razonable en cuanto fustigador de flaquezas, so?ador en sociedades menos desastrosas que la de sus contempor¨¢neos, dentro y fuera de M¨¦xico. De aqu¨ª la raz¨®n de ser de sus dos ?¨ªdolos est¨¦ticos?, El Greco y Cervantes. A fuer de buen mexicano, cree en la utop¨ªa, tan consubstancial con la historia de su pa¨ªs desde el siglo XVI (y, tal vez, aun antes).La exposici¨®n entera est¨¢ llena de estridencias. En ?Cuatro mujeres?, de 1942, la acuarela del mismo t¨ªtulo de 1945 y ?Tres mujeres?, de 1913, en contraste con el legendario machismo de su tierra, Orozco otorga a la mujer como tema (hay otros muchos ejemplos) una dimensi¨®n de que carecen sus predecesores y continuadores, pero siempre es una dimensi¨®n estridente. A veces, como en la acuarela de 1945, se solaza en el sarcasmo de viejas iconograf¨ªas (?El rapto de Europa?); otras, como en su t¨¦mpera ?Cabeza de mujer?, de 1945, se deja seducir por la tentaci¨®n, tambi¨¦n distorsionada, de las cabezas picassianas an-anat¨®micas, pero con libertad absoluta y sin referencias dentro del com¨²n sarcasmo; otras, en fin, coinciden, asimismo sin relaci¨®n directa alguna, con el movimiento brasile?o ?Antropofagia?, que arranca de la Semana de Arte de Sao Paulo y se proyecta en el Cinema Novo, como advertimos en ?Danzas negras?, de 1946.
La estridencia tambi¨¦n lo liga con su inspirador, Jos¨¦ Guadalupe Posada, sobre todo en ?Juegos de prostitutas?, de 1913; pero en otras obras de la misma ¨¦poca Orozco evita la calavera y el esqueleto, tan t¨ªpicos del grabador popular. En los ?Juegos...?, las caras disimulan, bajo un pellejo p¨¢lido, el hueso casi mondo. En varios dibujos, bien agrupados alterando el orden del cat¨¢logo, como ?El reaccionario?, ?Baile aristocr¨¢tico?, ?La cucaracha? I y II, y ?Guerra?, Orozco, a pesar de que no hay esqueletos al aire, trasciende su deuda al buril del grabador popular. Sin embargo, en estos y otros muchos ejemplos, se advierte una diferencia esencial -y muy definidora de ambos-: en Posada hay humor dentro del sarcasmo; en Orozco, el humor no existe, s¨®lo la s¨¢tira estridente.
Los retratos de personajes y amigos son cl¨¢sicos, incluso amanerados, condescendientes y empastados. En cambio, los autorretratos expresionistas, que mucho coinciden en los trazos vigorosos con los de Van Gogh, incluida la presunci¨®n de locura, son en¨¦rgicos, como flechas, y nada modestos. Los dos autorretratos, de 1940 y 1946, han sido acertadamente reunidos en el montaje. Se echa de menos, entre otros, el de 1942, si bien no tan estridente como los indicados, m¨¢s incisivo en el tri¨¢ngulo frontal del ce?o ¨¢speramente fruncido. No recordamos haber visto en la exposici¨®n la extraordinaria autocaricatura, tan distante y distinta del Rivera ni?o, que camina de la mano de Posada en el mural del hotel del Prado. Rivera es un gordito zangolotino; Orozco es un pajarraco que no pretende complacer a nadie.
La primera estad¨ªa larga de Orozco en Nueva York (1927-1934), sobre todo durante el desamparo de los duros tiempos que precedieron al crash, hasta encontrar su alma mater en Alma Reed, ?en qu¨¦ medida debi¨® contribuir a la afirmaci¨®n de su queja estridente? Las buenas relaciones personales, incluida la de Garc¨ªa Lorca, apenas mitigaron la visi¨®n siniestra que trasciende en sus pinturas ?Subway?, ?Elevado?, ?El puente de Queensborough?, tan distinto del suavemente impresionista de Torres Garc¨ªa ?Brooklyn Bridge?. En el ?Queensborough? emerge con irrefrenable fuerza la ra¨ªz estridente de Orozco: las masas catastr¨®ficas de la base del puente no nos dicen de una cat¨¢strofe yanqui, nos hablan de una cat¨¢strofe mexicana.
Compromiso
El compromiso de Orozco no lo fue con la circunstancia -en permanente oposici¨®n a Rivera y Siqueiros- sino consigo mismo. Ya hemos hecho caudal de su actitud de rebelde impenitente y de su aspiraci¨®n a la utop¨ªa. En esta pretensi¨®n, el compromiso se pierde y se confunde, entremezclado con otras constantes: el misticismo y la angustia en procura de la verdad, de su verdad. ??Pintura para el pueblo? Pero si el pueblo mismo hace su propia pintura; no necesita que se la hagan...?, escribe a su amigo Jean Charlot. Las ra¨ªces de su ?compromiso? con el pueblo hay que buscarlas -lo que no es dif¨ªcil- en sus cotidianas contemplaciones de la ventana del taller a la calle en el que Jos¨¦ Guadalupe Posada trabajaba para grabar y enriquecer a su editor, Vanegas Arroyo. Con raz¨®n dijo Charlot que Posada ?funciona en la historia del arte mexicano como el delgado cuello de un reloj de arena, donde el pasado se metamorfosea grano por grano en el futuro?.Por otra parte, en cuanto compromiso con la cr¨ªtica social, coincide Orozco con el desarrollo del primer expresionismo europeo (Die Br¨¹cke) incluidas las deliberadas distorsiones de Pechtein, Munch y Nolde, sin que ello quiera decir, en modo alguno, que el mexicano se inspirara en el ?puente? del Viejo Mundo. Fue una -insistimos- coincidente puesta al d¨ªa. Por eso el compromiso de Orozco fue tan distinto del de Siqueiros y Rivera. Orozco no tuvo contemplaciones con nada ni con nadie; nunca trat¨® de complacer ni al individuo ni a las multitudes. Las dos litograf¨ªas de 1935, ?Manifestaci¨®n? y ?La masa? entra?an un sarcasmo sangriento, mucho m¨¢s agudo que los empe?os postreros de Siqueiros en el Plyforum y que las estampas proselitistas de Rivera.
Por las mismas razones, el tema sacrosanto del indio fue tratado por Orozco sin paternalismos ni dicotom¨ªas maniqueas. Incluso cae, a veces, en la tentaci¨®n -cu¨¢nto sarcasmo involucra esta actitud- de aceptar el convencional, d¨ªscriminatorio y etnoc¨¦ntrico ?fe¨ªsmo? del europeo. Tal es el caso de ?Cuadrilla india?, de 1947.
Hay en la exposici¨®n, por ejemplo, dos ?Desfiles zapatistas?; el gouache sobre papel de 1930 es m¨¢s consecuente con la mantenida ideolog¨ªa de Orozco que el muy popular y muy reproducido ¨®leo responsable en buena parte, con otras obras del mismo Orozco y muchas m¨¢s de Rivera, del manierista indigenismo que invadi¨® los pa¨ªses americanos de fuerte ra¨ªz precolombina. Pero la proyecci¨®n de Orozco, consecuencia, sin duda, de la honestidad de su compromiso y de su calidad como pintor, discurri¨® no s¨®lo por el camino indicado. ?El ni?o muerto? introduce a carta cabal el segundo camino, el de la consistencia en una ya formada tradici¨®n mexicana, con su m¨¢ claro exponente en Jos¨¦ Luis Cue vas y, a posteriori, en el grupo Nueva Presencia (Corzas, G¨®ngora, Berkin, Mu?oz, Ortiz y Sep¨²lveda).
Angustia
?Tiene el h¨¢bito del dolor?, dijo de Orozco Anita Brenner. Cabe preguntarse: en qu¨¦ medida la estridencia de Orozco pudo haber sido, desde sus primeros pasos, hasta sus ¨²ltimas y m¨¢s poderosas creaciones -como la considerada por los cr¨ªticos e historiadores la obra cumbre del Hospicio Caba?as- el desahogo de una angustia cr¨®nica, de un atributo muy mexicano que Leopoldo Zea sit¨²a en la zozobra, sobrepasa los lindes de la lucubraci¨®n para encuadrarse en los de una ostensible realidad en su pintura. La angustia de Orozco tiene mucho de la agon¨ªa existencial de Unamuno y, como en nuestro fil¨®sofo, vierte en un permanente e impl¨ªcito misticismo que, en el caso de Orozco es, adem¨¢s, revolucionario. La actitud ¨¢crata a que nos hemos referido un par de veces s¨®lo tiene en ¨¦l una salida positiva: la sublimaci¨®n del esp¨ªritu. De aqu¨ª su vasta tem¨¢tica m¨ªstico-religiosa, bien representada en esta exposici¨®n antol¨®gica. De aqu¨ª tambi¨¦n el reencuentro posmortem con una Espa?a que Orozco sinti¨® y valoriz¨® en lo que ella tiene de menos epis¨®dico y de m¨¢s permanente.El misticismo de Orozco no es, en modo alguno, blandengue; por el contrario, es tan militante corno su actitud social. Buen ejemplo lo muestran los estudios para el mural del Hospicio Caba?as ?Franciscano e indio? y el retrato de Felipe II, que recuerdan las elementales fustigaciones de Guam¨¢n Poma de Ayala, as¨ª como la celebrada frase de Unamuno ?Espa?a conquist¨® Am¨¦rica a cristazos?.
La tem¨¢tica religioso-espiritual de Orozco, por otra parte, es tambi¨¦n nutrida. Su primera versi¨®n del ?Cristo destruye su cruz?, de la Escuela Preparatoria (1922), lo dej¨® insatisfecho. Consecuente con la declaraci¨®n iconoclasta, redactada por Siqueiros, del agresivo Sindicato de Trabajadores, T¨¦cnicos, Pintores y Escultores, destruy¨® casi todo el mural, salvo la cabeza. Despu¨¦s reiter¨® el motivo, con nuevos ¨ªmpetus, en 1932, para el Dartmouth Collegel y en 1943, en ¨®leo sobre tela. En los tres casos se trata de un Cristo justiciero, iracundo y revolucionario.
Algunos defectos de esta exposici¨®n no pueden ni deben achacarse al instituto mexicano (aplaudimos, de pasada, el respeto en el cat¨¢logo por la ?X en la frente? que con tanta raz¨®n defendi¨® y ensalz¨® Alfonso Reyes), ni a la Comisar¨ªa de Exposiciones del Centro Iberoamericano de Cooperaci¨®n. Los m¨¢s lo son corno consecuencia del loable empe?o por mostrar en Espa?a parte de la obra de un gran creador americano que fue -adem¨¢s de pintor, grabador, dibujante- sobre todo muralista. Cualquier visi¨®n itinerante de Orozco es inevitablemente fragmentaria. Se ha tratado de suplir la imagen del mural con la fotograf¨ªa. Los resultados son dudosos. Primero, por la calidad descuidada de las fotos mismas; algunas est¨¢n fuera de foco, otras se han ampliado a base de negativos de alto contraste (?Kodalith?) con sacrificio de las medias tintas. Algunas cumplen su cometido, como las de la c¨²pula de la Universidad de Guadalajara, o el ?acercamiento?, cuando el detalle nos permite apreciar mejor el dominio del trazo suelto expresionista. Ciertos defectos de iluminaci¨®n deben cargarse al dise?o de la sala.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.