El respeto a los muertos
De pronto, sin saber por qu¨¦, se ha levantado la veda de la momia. Bien es verdad que este pa¨ªs siempre sinti¨® una especial debilidad por tratar y retratar la muerte. D¨ªganlo si no la danza que lleva su nombre, la famosa imprecaci¨®n del Arcipreste y, en general, las constantes alusiones literarias al gran trago final o el hecho de que una de las obras fundamentales de nuestra pintura represente un entierro magn¨ªfico. Mitad testimonio, mitad alegor¨ªa, con su corte de caballeros y frailes y su gloria en lo alto repleta de esperanza, no por ello deja de ser, al fin, a?oranza de la vida, aunque menos ret¨®rica y aparatosa que las fantas¨ªas de Vald¨¦s Leal envueltas en esqueletos animados y carnes gloriosamente putrefactas.Siempre fuimos amigos de la muerte, pero de un modo un tanto superficial, a la manera de aquellos que, gozando de buena salud, tratan de ella con la desenvoltura de los que no la sienten demasiado cerca.
De nuestro Siglo de Oro a G¨®mez de la Serna, los muertos, las muertes y dem¨¢s fantasmagor¨ªas han jalonado de osarios y cipreses un camino que en Madrid pasa por los viejos cementerios rom¨¢nticos.
Tan asiduo trato con la desnarigada y un desd¨¦n por los despojos terrenales en beneficio del alma inmortal debieron de dar pie, desde siglos atr¨¢s, a ese desd¨¦n por cuerpos y cad¨¢veres que, unas veces ilustres y otras tantas an¨®nimos, nadie se molest¨® en guardar para ejemplo y memoria de en lo que acaban los d¨ªas y las glorias.
Cuando el Romanticismo elev¨® a sus personajes a la categor¨ªa de protagonistas de la Historia, alz¨¢ndolos sobre solemnes pedestales, naci¨® la idea de reunir sus cenizas en lo que se llam¨® panteones de hombres ilustres. Labor in¨²til, vano prop¨®sito. Aquellas ciudades, regiones, barrios que en nada se esforzaron por ayudar a sus hijos en vida, sintieron de improviso la necesidad de guardar sus restos las m¨¢s de las veces a la sombra de horribles cenotafios. Mas ni a¨²n as¨ª los muertos quedaron en paz. Centralismos necr¨®fagos aparte, no hace mucho se abri¨® el nicho donde reposa Cayetana de Alba a fin de comprobar -seg¨²n asegur¨® la prensa- si en sus d¨ªas sirvi¨® de modelo a Goya para sus dos majas. Ejemplo singular de cotiller¨ªa seudocultural, seg¨²n la cual es l¨ªcito perseguir la intimidad de las personas m¨¢s all¨¢ del retiro postrero de sus tumbas.
Hace tiempo, y tambi¨¦n cara al verano, en el curso de unos derribos para dar paso a las consabidas urbanizaciones, al excavar el solar de un convento en Benavente apareci¨® el cad¨¢ver de una mujer emparedada. Alguien dijo que pod¨ªa tratarse de una monja, de un castigo o promesa tal como Ram¨®n cuenta en una de sus fantas¨ªas literarias. El caso es que a los pocos d¨ªas, ni los muros, ni la monja en cuesti¨®n exist¨ªan. Se ech¨® tierra al asunto en el sentido literal de la palabra, quedando vista para sentencia, si es que para estos casos existe un tribunal en el d¨ªa del Juicio, tal como Quevedo lo describe en su famoso sue?o de las calaveras.
Aquello debi¨® de ser un aldabonazo del m¨¢s all¨¢, algo as¨ª como la llamada postrera del Tenorio, avisando el final de la veda, pues este a?o la villa de Llerena se nos ha descolgado con un mont¨®n de momias, un rosario infinito de cr¨¢neos y quintales de huesos an¨®nimos que el tiempo y alguien m¨¢s se cuidaron de ir acumulando. Con el recuerdo a¨²n fresco de Holocausto es natural que las gentes anden inquietas, que se hable de la Inquisici¨®n, de los no menos famosos alumbrados o los altivos y misteriosos templarios.
La hecatombe, al parecer ya de antiguo conocida por los ni?os que acostumbraban a solazarse con tal espect¨¢culo, se consum¨® a lo largo de unos cuantos siglos. Las causas, de momento, se desconocen, aunque, seg¨²n parece, se est¨¢n investigando. Pero mientras se aclara o no la raz¨®n de tal suceso tr¨¢gico, otra vez esa pasi¨®n superficial por la muerte y las muertes comienza a desatarse. Ya las fuerzas vivas de la villa aseguran que ni una sola momia saldr¨¢ de la provincia para ser estudiada en ajenas o lejanas facultades. Lo que es de la regi¨®n, en la regi¨®n debe quedarse. Cualquiera pensar¨ªa que se trata de recursos naturales. Incluso se habla de organizar un museo. ?Un museo de historia? ?Antropol¨®gico? ?De muerte y exterminio, precursor extreme?o de Mathausen? Tal museo, entre macabro y fantasmal, seguramente atraer¨ªa a m¨¢s turistas morbosos que estudiosos serios. Mas por lo pronto la veda de la momia se ha levantado. No la de Tutankamen, su tesoro fabuloso y su leyenda condenando a muerte a aquellos que en su d¨ªa osaron abrir al mundo el silencio mortal de su reposo. No la de tantos reyes cuyo ajuar sirvi¨® para estudiar las m¨¢s hermosas civilizaciones de la Historia. Ahora se trata de modestos despojos, y hasta en Madrid tenemos un pu?ado de ellos rodando de local en local, de organismo en organismo, a la espera de que alg¨²n ministerio los recoja concedi¨¦ndoles algo as¨ª como un derecho de asilo definitivo. No se trata de reyes, ni de h¨¦roes, ni de santos, aunque pudieran serlo a juzgar por su desgracia; s¨®lo son buenas gentes que vivieron y amaron m¨¢s all¨¢ del Atl¨¢ntico, y a ?a postre murieron quiz¨¢ menos violentamente que las que hoy en Llerena se amontonan.
Las de, Llerena tienen a su favor su cantidad ins¨®lita. Si se tratara de una o dos, como en el caso de la monja de Benavente, se les hubiera emparedado definitivamente bajo la espesa losa del olvido. Pero a ¨¦stas no; a ¨¦stas, cualquiera que sea la raz¨®n de su muerte, se las quiere promocionar. De hecho ya aparecieron en la prensa y es de esperar que vuelvan en repetidas ocasiones, sobre todo si su museo se inaugura.
En un pa¨ªs incapaz de dar con los huesos de El Greco y de Cervantes, que perdi¨® los de Lope y Calder¨®n, que dej¨® derribar la iglesia donde se hallaban los de Vel¨¢zquez, que perdi¨® a un tiempo los de Quevedo y Zurbar¨¢n, no es de extra?ar este culto necr¨®filo digno de nuevos ricos antrop¨®logos. En su af¨¢n por lo espectacular, a¨²n no ha llegado a comprender que el respeto a s¨ª mismo de los vivos nace siempre del respeto a los muertos.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.