Pr¨®logo para un homenaje a Pla
Es tan abundante, tan diversa, la obra de Josep Pla que me aventuro a se?alar, con insistencia, dos parcelas del campo que cultivo. De un continuo trabajo sobre ?memorias? y ?diarios? sale claramente la conclusi¨®n de que en ese mundo Pla es el primer escritor espa?ol, el primero casi cronol¨®gicamente y el primero, sin duda, en calidad: me refiero de manera especial a sus Memorias-diario, a lo recogido en el voluminoso, inmenso Cuaderno gris. Da gozo y pena repasarlo aqu¨ª, porque se le lee en la traducci¨®n espl¨¦ndida, enamorada, de Dionisio Ridruejo, el pol¨ªtico y poeta tan amante de Catalu?a y que, de vivir, hubiera presidido no las Pol¨¦micas, sino la m¨¢s inteligente integraci¨®n en el di¨¢logo. He se?alado no hace mucho esa triste realidad de tener que esperar a u na guerra, a una guerra civil para que salieran a relucir Memorias. Con ellas ocurre lo que ya se?al¨® Ortega: su contenido, su talante, s¨®lo a ratos nos da la ?intimidad trasferible? del hombre. En ese p¨¢ramo, en ese desierto, el Cuaderno gris de Pla es un oasis. Es asombroso escribir as¨ª desde antes de los veinte a?os: lo mejor del mundo catal¨¢n se hace, de verdad, ¨²nico. ?Es m¨¢s dif¨ªcil describir que opinar?, dice Pla. Catalu?a, en torno a los a?os veinte aparece como desaforadamente ideol¨®gica: cualquiera es el guapo que sabe de memoria el n¨²mero de partidos, cada uno con una buscada o rebuscada ideolog¨ªa, tantas veces hecha con t¨®picos de caf¨¦. Pla, en cambio, describe y se describe con una prosa un poco a lo Montaigne, un poco alo Baroja, un poquito a lo Azor¨ªn, pero con una personalidad ins¨¢ornablemente catalana porque esa prosa hace que el marco -Palafrugell, las calles, mundos y mundillos de Barcelona- se meta en el mismo cuadro. Lleva dentro el vivo romanticismo catal¨¢n. Parecer¨ªa provincial no lo que sigue sin la correcci¨®n que ¨¦l mismo pone y lo que sigue coincide casi a la letra con lo que Amor¨®s destac¨® en Cort¨¢zar: ?Yo tiendo, en p¨²blico o cuando escribo, a combatir el sentimentalismo por pornogr¨¢fico y antihigi¨¦nico, pero lo cierto es que, personalmente, soy una especie de ternero sentimental evanescente. Cuando me encuentro solo, a veces r¨ªo o a veces se me cae una l¨¢grima desprovista de toda justificaci¨®n racional, contraria a todas las exigencias de la raz¨®n que defiendo ante la gente. Me ha sucedido entrar en una iglesia y ponerme a llorar a l¨¢grima viva y esto mismo me ha pasado leyendo un libro, haciendo de espectador en un teatro.? La correcci¨®n que ¨¦l se impone no es una farsa, porque el humor de Pla es l¨ªrico y amargo a la vez. Una de esas frases de Ortega que chiflaban al joven Pla, la que define al aut¨¦ntico ?memorialista?, puede valer como resumen del libro: Delectatio morbosa en el pecado grave que es vivir.
A trav¨¦s de una prosa n¨ªtida, escueta, sobresaltada a veces -?a?o 1919!- por la palabrota -?Baroja lanza ligeramente los adjetivos como el burro los pedos?- recorre, con los bolsillos vac¨ªos, mal comido en la pensi¨®n de estudiantes -?nunca he comido ostras?- todos y cada uno de los mundos catalanes: los residuos del carlismo, la ?tradicional? fobia de los republicanos contra,el clero -su padre funda el C¨ªrculo Tradicional Republicano y su t¨ªo quiere ponerle el nombre de Ernesto como homenaje a Renan-, el ascenso de una burgues¨ªa que llega hasta el apellido G¨¹ell, la exasperada francofilia, los logros culturales de la mancomunidad catalana, la dura y po¨¦tica batalla por construir una lengua, las Ramblas alegres y perversas. Se encandila con D'Ors y anota los peligros de su divismo; esp¨ªa con ardor todo lo que de Ortega llega. No da razones, pero se adelacta a todos se?alando las ra¨ªces vitales y rom¨¢nticas de cierto anarquismo. Las fundamentales, variedades humanas del ?mos¨¦n? ah¨ª est¨¢n, descritas con igual dosis de humor y de poes¨ªa. Se le ve sufrir con su pensi¨®n, con su traje: no tiene ambici¨®n de mucha ganancia, pero quisiera vestirse con la misma elegante austeridad de su prosa. Se acerca en el humor a Julio Camba, su futuro amigo; da gusto, conmueve palpar que esa bellezaal describir, al evocar, surge y se afina con una detenci¨®n del tiempo a lo Proust, pero hay junto a eso, insobornable, lo que ¨¦l llama ?memoria moral?. Esa memoria s¨®lo, remordimiento y pesimismo ser¨ªa, pero contemplar y describir como ¨¦l lo hace el paisaje de monta?a, de mar, o de ciudad, y el paisaje ¨²nico de los corazones humanos que a su lado pasan o se quedan, hace que se verifique el rapid¨ªsimo, milagroso paso de la juventud a la madurez.
?Puede haber homenaje del m¨²sico a Pla? Ya lo creo, y con matices de aut¨¦ntica actualidad. A primera vista parece lejano de la m¨²sica, pero es importante leer que Pla no puede resistir lo que hoy, con la moda de los conciertos y la superabundancia del disco, es plaga, plaga y epidemia de esa glotoner¨ªa de los tragam¨²sicas que hacen rutina y presunci¨®n de lo que debe ser, a la vez, acontecimiento y recogida del esp¨ªritu. En Barcelona le cargan esos rutinarios y obsesos que adem¨¢s aparentan haber sufrido mucho: ?Las personas sensibles suelen salir de los conciertos con un aire de haber recibido una gran paliza, como si las hubiesen zurrado de firm¨¦. Borralletes llega con un aire infinitamente deprimido, con una palidez espectral en la cara, con una hinchaz¨®n de debajo de los ojos, de un color morado casi penoso.? Le fastidia la vaguedad, la desuni¨®n no ya con el concepto, pero s¨ª con el esp¨ªritu, eso contra lo que tanto luch¨® Mahler: ?Este esp¨ªritu de Qu¨ªm?, pensaba yo, ?proviene del esp¨ªritu de la m¨²sica que ha rodeado su vida de una resonancia flotante, es decir de una incitaci¨®n por las cosas m¨¢s vagas y diversas.? En cambio, ?qu¨¦ finura en Pla para lo concreto! Pla oye, se conmueve, comenta lo que para el hombre que vive hoy en la ciudad es s¨®lo historia: el ruise?or de los parques y el ta?er de las campanas. Huyendo del horror del gram¨®fono de bocina, vive la m¨²sica de manera que tambi¨¦n es hoy historia; se hace amigo de un pianista humilde, frustrado, de muy buen gusto, que vive del ganap¨¢n de tocar el piano para el cine mudo. Al pianista Rod¨¦s le pide la primera Suite inglesa, de Bach -?la forma dulce de perfil lejano de las monta?as con la m¨²sica de Bach-; atina fin¨ªsimamente a poner a Chopin sobre Schuman¨¢-?un poco empalagoso por excesiva perfecci¨®n de circunferencia, Parece de dos dimensiones: Chopin tiene tres? y no est¨¢ de acuerdo con el Beethoven que Ortega presenta en Musical¨ªa: ?Me viene a la memoria que, hace ahora un a?o, o¨ª por primera vez la sexta sinfon¨ªa de Beethoven, la Pastoral. La descripci¨®n de un paisaje y la fusi¨®n del hombre en la naturaleza no ha llegado, quiz¨¢ nunca, a manifestarse con una intenci¨®n m¨¢s clara. El diluyente y la delicuescencia de esa p¨¢gina han sido comparados por escoliastas indoctos (aqu¨ª Pla no se refiere a Ortega, claro est¨¢), con la Santa Teresa, de Bernini. Conozco reproducciones de ese dechado de segregaci¨®n sentimental. Beethoven es infinitamente superior: es viril, noble, limpio, claro. El barroco me exaspera, me empalaga. El verismo del barroco es literalmente pornogr¨¢fico.? Son muchas las citas de ?sonidos? -de antolog¨ªa las que se refieren a la sardana- y quedan para trabajo mucho m¨¢s largo. Pero hay una perla que he de dar para que la memoria no me hiera, una cita donde se juntan Paiau, Orfe¨®, Ravel... y humor: ?Cuando el gran compositor Maurice Ravel vino a Barcelona, el Orfe¨®n le obsequi¨® con un gran concierto. Vinyas le acompa?¨® al palco presidencial. Se le ofreci¨® una primera parte de canciones catalanas, una segunda parte de canciones suyas y una tercera parte de corales grandes, imponentes, una de las cuales fue La mort de l'escol¨¢, de Nicolau. Al final de La mort de l?escol¨¢ hay dos peque?as disonancias bell¨ªsimas. Y bien, maestro, ?qu¨¦ le ha parecido?, pregunt¨® Vinyas. Las dos peque?as disonancias! del final son exquisitas, contest¨® Ravel con su aire preciso de boulevardier, haciendo con la nuez del cuello un movimiento absolutamente franc¨¦s.?
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