La capacidad de insulto
Una de las cosas m¨¢s curiosas que ocurren en nuestro ¨¢mbito es la propensi¨®n al insulto. O mejor: al uso del insulto como argumento. Frente a una raz¨®n no se responde con otra raz¨®n. Se yerguen los brazos, se gesticula, se alza la voz y, i hala!, all¨¢ va la palabra soez, el denuesto, camino de nuestros o¨ªdos.Probablemente el que insulta dispone de otros m¨¦todos para hacer cara a aquello con lo que no est¨¢ conforme. Mas prefiere la atrocidad verbal. No puede evitar el ir hacia ella con obstinada ceguera. ?Por qu¨¦? Pues porque el denostante no suele arrancar de posiciones racionales, sino de impulsos emocionales. Esto es obvio. Pero entonces hay que preguntar de nuevo: ?por qu¨¦ se conmociona el sujeto visceralmente si lo que pretende es arruinar un juicio no visceral, un juicio que es el resultado de una previa meditaci¨®n bien madurada?
Aqu¨ª est¨¢ la clave de la cuesti¨®n. Ocurre que en este pa¨ªs se aceptan las valoraciones del tipo que sean, pol¨ªticas y no pol¨ªticas, de un modo absoluto, es decir, sin dejar margen alguno al posible fallo, a la posible fisura. M¨¢s que aceptarlas, lo que se hace es incorporarlas, convertirlas en carne propia, en sustancia personal, en constituyente ¨²ltimo y decisivo del propio yo. Tampoco es que sean creencias. Ni eso. O tampoco eso. Son m¨¢s bien actitudes, el andamiaje de actitudes ofensivas e hirientes, gratuitamente hirientes, frente al mundo y frente al pr¨®jimo. Aqu¨ª se tienen las opiniones como se posee un arma arrojadiza: para lanzarlas al interlocutor y, si es posible, destrozarlo. Aqu¨ª no hay di¨¢logo. Hay guerra. Por eso suele decirse de alguien con el que se ha discutido que ha sido ?pulverizado?, que lo han ?triturado? o que lo han hecho ?polvo?, Lo que se quiera. Siempre una destrucci¨®n rigurosa. Una destrucci¨®n irremisible, funeraria y eterna.
La opini¨®n de cada uno de nosotros, por muy subjetiva que sea, siempre precisar¨¢ de un cierto apoyo en la realidad, en la objetividad, aunque lo que digamos nos parezca m¨¢s o menos sorprendente. Mas en este caso, y si nuestro juicio alude a algo personal, puede acontecer que ello suscite en los dem¨¢s unas indignaciones atroces y de per¨ªmetro insospechado. De ah¨ª que muchas veces se eviten las alusiones a las personas y se busquen las recetas m¨¢s impersonales y, por eso mismo, m¨¢s abstractas. Yo puedo afirmar que no me gustan los poetas amplificadores de los sentimientos y que prefiero, con mucho, los que los concentran. Expresado as¨ª, este juicio probablemente no despierte reacci¨®n alguna de desagrado. A lo sumo, de disconformidad te¨®rica. Pero si yo digo que prefiero Juan Ram¨®n Jim¨¦nez a Pablo Neruda, porque el primero es m¨¢s intimista y el segundo m¨¢s declamatorio, es muy probable que sobre m¨ª lluevan abundantes dicterios. Y, sin embargo, en uno y otro caso, he dicho lo mismo.
Mas el ibero no entiende de sutilezas abstractas, quiero decir, conceptuales. Y mucho menos de sus necesarias matizaciones. El ibero, de lo que entiende y sufre es de distingos personales. Uno puede tener determinadas inclinaciones en el goce l¨ªrico y, sin embargo, no desde?ar otras distintas y a¨²n opuestas. El que yo prefiera Juan Ram¨®n a Neruda o, si se quiere, Verlaine a V¨ªctor Hugo, no significa que Neruda o Hugo sean para m¨ª poca cosa. Ni mucho menos. Son algo distinto de los caminos por lo que mi sensibilidad transita. Y yo no estorbo con mis preferencias a la sensibilidad itinerante de los dem¨¢s. Quiz¨¢, en el fondo, contribuya a enriquecerla por el cambio en la perspectiva que mi actitud pudiera provocar. Pero, en nuestras latitudes, esta apertura valorativa resulta casi imperdonable.
Con eso y con todo, si en alg¨²n momento nos decidimos a abordar lo personal, caemos en seguida en el insulto y en la acepci¨®n de personas. Y as¨ª, si por ventura damos en ensalzar lo que todos ensalzan, el panorama cambia radicalmente. Entonces surge la otra tendencia, la tendencia al gregarismo. A nuestra alabanza se sumar¨¢n las alabanzas de los dem¨¢s y, con todas ellas, compondremos un coro un¨¢nime de loores y entusiasmos. (Que cuando se exageran equivalen a un insulto.) Y esto s¨ª que da placer al buen ibero. Ah¨ª es nada, exaltarse hasta lo inefable y permitir que las ¨²ltimas entretelas del coraz¨®n se derritan de entusiasmo incondicional. Entregarse en cuerpo y alma. Practicar la ceguera voluntaria. Ponerse fren¨¦tico. Volverse loco. En suma, rendirse a lo irracional. ?Por qu¨¦? Pues porque s¨ª. Porque eso permite una especie de delirio alineante, de olvido de s¨ª mismo, de trance y sumisi¨®n primitivos.
De una u otra forma, nadie quiere la objetividad. Todos la reh¨²yen. La objetividad es dificil de conseguir, pide esfuerzo a la mente, esfuerzo continuo. Pide humildad. Y todo ello supone, a su vez, una cierta dosis de serenidad valorativa. Cuando alguien practica tal ascesis, tal rara ascesis, resulta aburrido, mortalmente aburrido. Y aqu¨ª nadie desea aburrirse. Al contrario, lo que se busca es la diversi¨®n. ?Habr¨¢ cosa m¨¢s divertida que el insulto?
El insulto permite pasar del coro laudatorio al protagonismo vociferante. De comparsa innominado a actor principal y contundente. El insulto permite llamar la atenci¨®n y demuestra ingenio, capacidad de improvisaci¨®n, desenfado, alegr¨ªa comunicativa. El insultante es un ser que salta sobre el insultado -in saltare- y lo destroza con las artes del grito y el reniego. El que insulta sabe que est¨¢ encaramado en una tribuna y desde ella ejerce su oficio, su vil oficio, con la virtual participaci¨®n y el aplauso de los dem¨¢s. De los espectadores.
Aunque el espect¨¢culo resulte ingrato, incivil y est¨¦ril. Pero esto al ibero, tan deseoso de regocijo a costa de los dem¨¢s, le trae sin cuidado. Sin cuidado hasta que sobrevienen los desastres.
Entonces es ella. Entonces nadie abre la boca. Nadie insulta. Nadie cae en comportamiento feroz. Todo el mundo se lava las manos. Es el instante del repliegue. La gente vuelve la espalda y no quiere saber nada. La gente deja hacer a los otros. A los que, desde su palco, asistieron, complacidos, al concurso de los gritos y las calumnias. No es de buen tono recordar cosas parecidas. Cosas que surgieron, al parecer, de no se sabe d¨®nde y a ese no se sabe d¨®nde tienen que retornar. Total, un suspiro entre dos congojas. Nada.
Hasta que, repito, sobrevienen los desastres. La capacidad de insulto -tan hisp¨¢nica- tiene esas sorpresas.
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