El tartufismo ilustrado
Tartufo ha vuelto. El viejo impostor corre siempre hacia el poder por los medios habituales de su picaresca: una adaptaci¨®n a la moral de su tiempo -incluso una capacidad para crear esa moral-, y bajo ese manto, una piller¨ªa. Moli¨¦re lo escribi¨® en el siglo XVII, en la corte de Luis XIV: era una obra de denuncia que se ajustaba a los vicios pol¨ªticos de la ¨¦poca. Podr¨ªa estar escrita para Espa?a: ya mucho antes la novela picaresca espa?ola testimoniaba los mismos males. No han cesado. Enrique Llovet escribi¨® en 1969 El Tartufo para la Espa?a del Opus; lo escribe diez a?os despu¨¦s para la Espa?a de UCD. Todo el lenguaje est¨¢ ?retrasladado?, como dice el autor; y el espectador no pierde s¨ªlaba tratando de entrar en el juego de las identificaciones. Muchas veces se pierde, muchas veces anade su imaginaci¨®n -o su propia intencionalidad- para completar lo que cree identificar. No parece que Llovet haya buscado claves inmediatas, nombres propios, sino la descripci¨®n de una situaci¨®n gen¨¦rica: con esa libertad, ha dejado desbordar su lenguaje para burlarse de otro lenguaje, el de la impostura, el de la hipocres¨ªa. Sus alusiones continuas no tienen freno. Van desde la broma culta al chiste que podr¨ªa sonar en un caf¨¦-teatro; hay incluso una especie de superrealismo en la aplicaci¨®n de frases, palabras que parecen sin sentido en la acci¨®n que se est¨¢ desarrollando: como sucede, tantas veces, en el discurso pol¨ªtico, del que es una caricatura. Todo lo mete en el molde, en la carpinter¨ªa de Moli¨¦re, casi escena por escena (sobre la segunda versi¨®n, la de cinco actos, con las dos escenas de seducci¨®n) hasta el desenlace. Este esfuerzo f¨¢cil -si se permite la contradicci¨®n- hace aparecer m¨¢s desencajada la pieza, como m¨¢s desvencijada: es decir, m¨¢s libre y menos cuidadosa de una exactitud geom¨¦trica. Un desenfado que estimula al espectador, que le da su participaci¨®n libre, que le deja pensar que Tartufo es su vecino, su jefe pol¨ªtico o su jefe, simplemente. Lo que queda patente es la capacidad de corrupci¨®n de cualquier impostor p¨ªo -sobre el amor, sobre la familia, sobre la econom¨ªa, sobre la sociedad-; su facilidad para encontrar siempre el camino del poder; la incapacidad del d¨¦bil para responderle -hay hasta un est¨ªmulo concreto a la resistencia-: ?Eso lo tiene que hacer usted?, le cantan los personajes al p¨²blico, para explicar c¨®mo hay que hacer para que Tartufo no vuelva. Y el rabotazo del p¨ªcaro: haya cualquier cambio, que en ese-cambio estar¨¢ ¨¦l. La obra no tiene geometr¨ªa: es un cuerpo blando y d¨²ctil.En ese cuerpo blando entra perfectamente Adolfo Marsillach. Como director y como actor. Como director ha cuajado el escenario de peque?as sorpresas, de un atrezzo tambi¨¦n continuamente alusivo, de un movimiento continuo: de la escenograf¨ªa creada con sensibilidad por Francisco Nieva ha hecho una continua caja de sorpresas, que funciona siempre que la acci¨®n podr¨ªa decaer. Ha movido continuamente a los personajes, ha afilado sus caracteres. Como actor, hace una creaci¨®n del personaje. La hizo hace diez a?os. T¨¦cnicamente ten¨ªa la dificultad de superponer el lenguaje y la actitud de ahora al lenguaje y la actitud de entonces: el triple juego de ser el Tartufo eterno -Moli¨¨re-, el de hace diez a?os y el de ahora; es decir, el juego camale¨®nico que es el que da base a la obra, como ideolog¨ªa. Ha vencido esa prueba. La obra sube inmediatamente de calidad en cuanto aparece en escena. No digo esto en desdoro de los dem¨¢s actores; es que Moli¨¨re escribi¨® la obra para el personaje -que representaba ¨¦l mismo-, y los dem¨¢s son el friso del que destaca su personalidad. Marsillach ha sido m¨¢s generoso que Moli¨¨re al atribuir rasgos caracter¨ªsticos a los otros personajes -Llovet ha metido, tambi¨¦n, en cada uno de ellos una intencionalidad pol¨ªtica diferente- y se obtiene el partido posible: la debilidad de Org¨®n -Pedro del R¨ªo-, la respondona y activa Dorina -Carmen Maura-, la ?o?er¨ªa de Mariana -Mercedes Lezcano-, la coqueter¨ªa fingida de Elmira -Mar¨ªa Silva-, el conservadurismo de la madre de Org¨®n -Ana Mar¨ªa Ventura-, la resistencia de Damis -Fernando Valverde-, el ?cheli? de Valerio -Alfredo Alba-... Todos hacen bien el esfuerzo de dar relieve y magnitud a personajes.
El Tartufo, de Moli¨¦re, retrasladado por Enrique Llovel
Direcci¨®n: Adolfo Marsillach. Int¨¦rpretes: Ana Mar¨ªa Ventura Mar¨ªa Silva, Carmen Maura, Fernando Valverde, Mercedes Lezcano, Alberto Fern¨¢ndez, Pedro del R¨ªo, Alfredo AIba, Adolfo Marsillach, Dionis¨ªo Salamanca, Antonio Rosa, Carmen Casado. Decorado y figurines: Francisco Nieva. Canci¨®n de Mar¨ªa Elena WaIsh. Estreno: Teatro Pr¨ªncipe, 18-IX-79.
Queda dicho que hay un decorado no s¨®lo bien dise?ado por Nieva, sino muy bien realizado e iluminado; hay, tambi¨¦n de Nieva, una estilizaci¨®n de figurines de gran belleza, con un juego propio sobre aquello que se satiriza en la comedia -podr¨ªa reconocerse a la reina Victoria, a Felipe II-; la canci¨®n de entonces, de Mar¨ªa Elena WaIsh, con el estribillo que el p¨²blico corea y palmea... Como espect¨¢culo es excelente.
El p¨²blico goza. R¨ªe y aplaude las frases, las comenta; se entusiasma con Marsillach, se entretiene con el espect¨¢culo. Y, naturalmente, nadie se reconoce a s¨ª mismo. El Tartufo es siempre el otro: re¨ªr m¨¢s y aplaudir m¨¢s forma parte, tambi¨¦n, del cuadro psicol¨®gico de cualquier tartufo.
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