Los cuarenta a?os aburridos
Ya comienzan a alej¨¢rsenos. Se extingue el drama colectivo. Los recuerdos languidecen. Quedan, eso s¨ª, en la intimidad de no pocas conciencias, pero su alcance comunitario pierde presencia. No vale de nada ya recontar los males pasados. Nos sirven como aviso, pero se difuminan como nortes de conducta. All¨¢ se van, con todas sus miserias, para pasar a ser materia sociol¨®gica y literaria. En esto est¨¢n y s¨®lo falta quien les conceda forma pl¨¢stica. Falta hoy el nuevo genio de Los desastres de la guerra. Que, sin duda, alg¨²n d¨ªa vendr¨¢. Por el momento, ¨²nicamente el Guernica se mantiene en pie. ?Es bastante? S¨ª y no. S¨ª, porque simboliza una matanza y una destrucci¨®n bien concretas, y, simult¨¢neamente, la fijaci¨®n de una constante hist¨®rica. No. porque su desesperaci¨®n no se alarga al desencanto posterior; es decir, al vac¨ªo mortal de la vida cotidiana que dur¨® cuarenta a?os.Era una desesperaci¨®n mansa, tranquila, pasiva y sin mayores accidentes. Las dificultades materiales se evaporaban. Bienestar superficial. Optimismo resignado. No pasaba nada, o apenas nada. Se viv¨ªa una vida casi vegetativa. Y con ella nos conform¨¢bamos, cuando no era que la celebr¨¢bamos.
?Qu¨¦ m¨¢s pod¨ªamos pedir? Evidentemente, muchas cosas. Entre ellas, los signos de la actividad fecunda y aut¨¦ntica del esp¨ªritu. El esp¨ªritu va d¨ªa a d¨ªa edificando unas maneras de entrar en la realidad, de valorar lo que la existencia ofrece, de buscarle sentido a esa misma existencia y de perforar, m¨¢s all¨¢ de las evidencias materiales, las significaciones trascendentes.
Cuando esto sucede, el medio colectivo experimenta una honda inquietud. Y, esa inquietud tiene un nombre. Se llama cultura. Porque es inquietud, pr oduce disconformidad. Porque es honda, remueve hasta los fundamentos de la vida espiritual. Si sumamos estos dos vectores, obtenemos algo inesperado; a saber, la protesta. Toda cultura viva comienza por ser una aspiraci¨®n hacia lo in¨¦dito y concluye sien do un revulsivo.
El intelectual que de veras est¨¢ al servicio de la cultura es, por fuerza, un descontento. Es el aguafiestas de las satisfacciones colectivas. As¨ª nace cierta rebeld¨ªa que nada tiene que ver con las demagogias al uso. No es una rebeld¨ªa contra, sino una rebeld¨ªa a favor. ?A favor de qu¨¦? Pues a favor del pensamiento y de la sensibilidad lib¨¦rrimamente expuestas. A favor de las nuevas ocurrencias. A favor de lo que a¨²n no naci¨®. Todo intelectual es un facilitador de lo que todav¨ªa no ha visto la luz. Es, como S¨®crates, un partero de las ideas. Y de lo que, aun siendo ideas, se nos muestran de otro modo; esto es con la pluma del novelista, con e? pincel del pintor, o en el pentagrama del m¨²sico.
Todo esto, toda esta virtualidad, qued¨® anulada. No voy a repetir lo archisabido. Estoy hablando de cosas que nada tienen que ver con la pol¨ªtica inmediata. (La ¨²nica pol¨ªtica de entonces.) Esas posibilidades suscitaban recelos, sospechas, indignaciones. Por tanto, no eran viables. Ante tal situaci¨®n, los intelectuales hicieron cuatro cosas. Una, morirse; otra, emigrar; otra, enquistarse, y otra, instalarse en la esclerosis, esto es, en la ceguera (ingenua o interesada, casi siempre interesada) y en la par¨¢lisis.
La vida cultural qued¨® como un lago. En situaci¨®n de pasmo rayano con el coma. Se acab¨® toda posibilidad de innovaci¨®n aut¨¦ntica. Toda posibilidad de indagaci¨®n original. Se borraron del mapa las extravagancias, olvid¨¢ndose que las extravagancias cumplen un cometido y son fecundas para la vida de la cultura. Y de ese modo, el cuerpo cultural del pa¨ªs, sin moverse, sin hacer nada que valiese la pena, y s¨®lo por la virtud de su masiva inercia, fue un movimiento en contra. Como el erizo, los restos solidificados de la cultura se ergu¨ªan, hostiles, ante cualquier amago de contacto exterior. Era la revoluci¨®n cultural al rev¨¦s, y, como ella -los extremos se tocan-, est¨¦ril y, a la larga, anodina.
Nada cab¨ªa esperar. O justo, lo ¨²nico que cab¨ªa hacer era eso, esperar. La cultura, los hombres de la cultura organizaron sus esperas. En el aislamiento, en la soledad, comunicando a los amigos la propia obra, publicando muy poco y dejando lo m¨¢s estimable para mejores tiempos. As¨ª transcurr¨ªan los a?os. De cuando en cuando, alguien arriesgaba la salida. Y no tardaba en volver con la coz en el trasero. Pasaron m¨¢s a?os. Fuimos acostumbr¨¢ndonos. Y comenz¨® la monoton¨ªa. Nada m¨¢s descorazonador que no tener necesidad de leer un libro para saber lo que en ¨¦l se narraba. Nada m¨¢s desolador que deslizar la vista sobre los grandes titulares del peri¨®dico, siempre igual a s¨ª mismo. Nada m¨¢s desorientador que saberse de antemano la conferencia del ilustre de turno. Nada m¨¢s irritante que ir al cine para ver por en¨¦sima vez la ?o?a pel¨ªcula de siempre. Resultado final: el aburrimiento. Fueron cuarenta a?os aburridos. Cuarenta a?os culturalmente tediosos. En ese hast¨ªo consumimos gran parte de nuestra vida.
No hablemos hoy de nuevas situaciones aburridas. No. Nada es comparable a aquello. A¨²n no es el momento de las lamentaciones y las eleg¨ªas. Esperemos que no lo sea nunca. Ahora lo que hay que hacer es agilizar el paso y disponer el ¨¢nimo para aceptar el impulso de la posible creaci¨®n. Cada cual, seg¨²n sus capacidades y sus apetencias, pero con dos condiciones. Una, no volver la vista atr¨¢s. Otra, no cargar la culpa de nuestra esterilidad a las fuerzas pol¨ªticas, las que mandan y las que no mandan. El aburrimiento es una forma de la inercia y hoy nadie proh¨ªbe caminar. Cumple tener la conducta del aut¨¦ntico deportista que vence el obst¨¢culo, o no lo vence, pero, en todo caso, sabe componer la figura con c¨®moda elegancia. La disconformidad, la disconformidad del intelectual, no es el remangue.
No renovemos viejas ra¨ªces infecundas. No tengamos mentalidad tribal siempre d¨¢ndole vueltas a las mismas obsesiones. Echo de menos hoy el desm¨¢n verdadero; a saber: aquel detr¨¢s del cual se adivina una virtual realidad apenas entrevista. El desm¨¢n que tiene un cometido, muchas veces sin que su autor llegue a medir su alcance. Echo de menos la aventura del esp¨ªritu, la aventura intelectual, la querencia por el riesgo que toda creaci¨®n lleva en su entra?a. Echo de menos la holgura y variedad de perspectivas que todo trabajo de pensamiento y de formalizaci¨®n art¨ªstica trae consigo.
Y me sobran dos cosas: el dislate por el dislate y la seriedad por la seriedad. La risa tirada y la gravedad engre¨ªda.
Las dos lentas polillas que, poco a poco, con la parsimonia de todo lo que socava, andan a roer cualquier ocasi¨®n de renovada creatividad y de alegr¨ªa comunicativa. La pol¨ªtica est¨¢ entristeciendo al pa¨ªs. Eso es verdad. Para que el pa¨ªs no lo acuse, se dispone de los graciosos y de los solemnes. A lo mejor, entre ambos, consiguen anestesiar e inhibir las potenciales desazones que los hombres de letras guardan en sus caletres. Entre ambos, a lo mejor, logran que el pa¨ªs se r¨ªa; pero siempre ser¨¢ con risa despreciable por burda y por vulgar. O que el pa¨ªs se torne apagado, pero siempre ser¨¢ para meterlo en la tiniebla de la mudez sin remedio.
Y si eso llega a producirse, nos quedaremos tranquilos. Absolutranquilos. Pues otros cuarenta traquilos. Pues otros cuarenta a?os de aburrimiento habr¨¢n comenzado.
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