Rigor y misericordia
? ... y fue compasivo para el ciervo y el cazador, para el ladr¨®n y el robado, para el p¨¢jaro azorado, para el sanguinario azor ... ? (A. Machado)Hace unos d¨ªas se intent¨® desacreditar unas afirmaciones por el improcedente sistema de descalificar a los que las hac¨ªan, y aun con el agravante de que la tacha esgrimida para ello no es, por definici¨®n, descalificadora en ning¨²n caso ni en ning¨²n sentido. Por definici¨®n, en efecto (por la definici¨®n de ?abogado?), el ser abogado de grapos, de anarquistas o de miembros de la Copel no puede ser descalificador bajo ning¨²n aspecto, a menos que no lo sea ya por s¨ª misma la simple condici¨®n de abogado. No muchos d¨ªas despu¨¦s hemos cre¨ªdo entender por los peri¨®dicos que Fraga considera un t¨ªtulo de honor el no haber sido nunca defensor de terroristas.
Suele decirse que los hombres son siempre mejores que sus instituciones; no s¨¦ si siempre, pero una muestra de ello est¨¢ tal vez en el hecho de que por excelsa que sea la dignidad de que se ha revestido siempre a la justicia, jam¨¢s se haya logrado, sin embargo, que el supremo eslab¨®n de su cadena, o sea, el verdugo, haya dejado de ser una figura socialmente infame. No se dir¨ªa sino que el sentimiento sigue resisti¨¦ndose -a menudo incluso a despecho de la opini¨®n expresa- a entregar a la justicia su m¨¢s ¨ªntima reserva, a rendirle su ¨²ltimo reducto: el de la gracia. Pero entre los espa?oles, en aquella famosa y terrible amenaza de ??Mira, que te aplico el reglamento! ?, o en la otra, privativamente militar, de ??Mira, que te meto un parte por escrito! ?, hallamos una manifestaci¨®n especialmente activa y expresiva de lo dicho. La simple existencia, en efecto, de tales amenazas revela una concepci¨®n en la que el reglamento y el parte por escrito son mantenidos a raya como un l¨ªmite al que ser¨ªa preferible no llegar y muestra la voluntad de dar un medio a la querella, atajando, con la benignidad de un arreglo casero y componenda, personal, la intervenci¨®n de las instituciones.
Pero he aqu¨ª que alguien tiene por honroso el no haber ejercido una bondad a la que incluso las instituciones mismas pretenden dar cabida y cumplimiento. Aunque se trate simplemente de una expansi¨®n ret¨®rica, no por eso el hombre p¨²blico puede hacer caso omiso de su eco, ya que si el concepto excusa la efusi¨®n verbal y da por nula su literalidad, el sentimiento puede dejarse invadir y malear por ella. El que desacredita la instituci¨®n del abogado defensor est¨¢ incitando a los hombres a no ser mejores, ni siquiera iguales, sino peores que sus instituciones. Con respecto a los delitos comunes, ya en cierto tipo de pel¨ªculas, generalmente americanas, como, si mal no recuerdo, Harry, el sucio, en su d¨ªa de gran ¨¦xito en Madrid -y de mucho mayor, probablemente, si se pusiese hoy-, se perfilaban atisbos de lo que podr¨ªamos llamar linchamiento moral del defensor. Al igual que ante cr¨ªmenes especialmente odiosos, la llama del furor p¨²blico se corre f¨¢cilmente del reo al defensor, que llega a veces a necesitar escolta para poder sustraerse a la violencia f¨ªsica, as¨ª tambi¨¦n el linchamiento moral podria verse abocado a este proceso de equiparar la defensa del culpado con la culpa misma.
Pero reg¨ªmenes, procedimientos de justicia, legalidades y legitimidades tienen ya demasiados entendedores, veedores y fiscales frente a la poca atenci¨®n que suele merecer el sentimiento justiciero; deseo aclarar que ¨¦ste -su estado de mayor crueldad o mayor benignidad- y no aqu¨¦llos, es aqu¨ª mi tema. En El c¨ªrculo de Itza caucasiano, Bertolt Brecht hizo una especie de defensa p¨®stuma del zarevitch matado por los bolcheviques y se preocup¨® de inficionar el nuevo juicio salvador con toda suerte de ?legalidades e ilegitimidades, para dejar m¨¢s n¨ªtida e inequ¨ªvocamente aislada la sola y pura compasi¨®n como la virtud que pretend¨ªa tem¨¢ticamente proponer al sentimiento justiciero de los comunistas (aunque, por cierto -dicho sea de paso-, jam¨¢s hubo lecci¨®n m¨¢s lastimosamente desaprovechada). Ya he apuntado al principio que no es posible descalificar la defensa de un crimen especi leo sin menoscabar y poner en entredicho, ante los sentimientos de los agraviados, cualquier otra defensa y, por tanto, la propia instituci¨®n del defensor. El mal ejemplo de unas palabras p¨²blicas puede incoar en esos sentimientos la convicci¨®n de que los personajes serios y cabales de la justicia verdadera no son m¨¢s que el fiscal, el juez y el verdugo, mientras que el abogado defensor vendr¨ªa a quedar como una especie de c¨®mplice impune pagado por el reo. Y donde s¨®lo se acrediten, por aut¨¦nticos personajes de justicia, fiscal, juez y verdugo estamos a las puertas de la ley de Lynch, pues ya tan s¨®lo la legitimidad y la legalidad, pero no el sentimiento justiciero, nos separan de ella. Habr¨¢ quien piense que el sentimiento justiciero es siempre igualmente cruel y que, en efecto, ni para hombres ni para instituciones existe otra templanza que la que se reduce a la prudencia, ya que s¨®lo prudencia y no templanza son la legalidad y la legitimidad. El que as¨ª piensa reprobar¨¢ el linchamiento tan s¨®lo como un ? tomarse la justicia por su mano?, o sea como algo ileg¨ªtimo e ilegal, como usurpaci¨®n de las funciones de lajusticia estatuida, como una ofensa a ¨¦sta, pero no, por su crueldad, como una ofensa a los hombres. Es el eterno quid pro quo a que est¨¢n abocadas las instituciones. Pero ni siquiera para la situaci¨®n apasionada del trance dado, del agravio personalmente sufrido, es cierto que el sentimiento justiciero haya sido siempre peor que la letra de las instituciones: en tiempos de Felipe V, tantos eran, en un momento dado, los atracos que se hac¨ªan en los caminos, que el Gobierno puso pena de muerte para los culpables; la medida fue totalmente contraproducente, porque, horrorizados ante lo que pod¨ªan echar encima de sus ofensores, los agraviados prefer¨ªan callar. ?Oh cristian¨ªsimo silencio en la posguerra de una contienda civil especialmente sa?uda! (No es sino a mayor gloria de la teolog¨ªa cristiana el que, aun a despecho de arrostrar y arrastrar para siempre la irresoluble irracionalidad de un imposible l¨®gico, no se haya avenido jam¨¢s a quitarle al Juez Supremo la imposici¨®n de ser a la vez infinitamente justo e infinitamente misericordioso: ?Arreglaos, Se?or, como pod¨¢is, que para eso sois omnipotente. ?)
Los que hace pocos d¨ªas estuvieron a punto de linchar a un muchacho de quince a?os podr¨ªan sentirse apoyados en sus crueles sentimientos justicieros por la voz de hombres p¨²blicos que, menoscabando impl¨ªcitamente la instituci¨®n del abogado defensor, reducen a mera ilegalidad e ilegitimidad -esto es, a simple violaci¨®n de la forma institucionalmente prescrita para la justicia- lo que antes y muy por encima de eso debe tacharse como inhumanidad. Se les pone en camino de llegar a sentir la instituci¨®n del defensor como un simple tr¨¢mite, como un requilorio burocr¨¢tico que s¨®lo los condicionamientos de una administraci¨®n centralizada hacen conveniente, pero que a menudo obstaculiza y hasta empa?a el puro resplandecer de la justicia. La justicia vigente, la justicia dada queda as¨ª t¨¢cita y desfavorablemente contrastada con la imagen de otra justicia idea.l y superior sin r¨¦moras burocr¨¢ticas que entorpezcan el limpio, seguro y fulminante viaje de la espada sobre el pescuezo de los reos.
Por otra parte, la ferocidad es como una epidemia en las trincheras, que no hace acepci¨®n de uniformes. Grave ignorancia es creer que puede desacreditarse y reprimirse la piedad hacia los reos sin desacreditar y reprimir a la vez toda piedad. Quien honra el rigor y menosprecia la misericordia no s¨®lo afila los dientes de los ofendidos, sino tambi¨¦n los de los ofensores. Quien averg¨¹enza la blandura, la lenidad y la compasi¨®n no puede pretender que su lecci¨®n sea o¨ªda solamente por los agraviados e ignorar que a la vez que cr¨ªa v¨ªctimas despiadadas con el reo est¨¢ criando otros tantos reos sin piedad.
Lo que dignifica a lajusticia es proceder de la venganza y no de la desinfecci¨®n. Se rieron de Jerjes los helenos cuando mand¨® azotar el Helesponto por no serle propicio, porque ellos, en su racionalismo, ya no acertaban a ver los mares en figura de hombre, y, siendo la venganza relaci¨®n eminentemente humana, les parec¨ªa pantomima o supersticioso simulacro que Jerjes se vengase de aquel brazo de mar. La venganza humaniza hasta a las piedras, la desinfecci¨®n despersonaliza hasta a los hombres. La muerte del zarevitch no fue venganza, sino desinfecci¨®n; desinfecci¨®n fue el exterminio de los cananeos por el pueblo de Mois¨¦s, al igual que el de los jud¨ªos por los alemanes. (Tampoco puede, evidentemente, ser venganza, sino desinfecci¨®n -aunque, a Dios gracias, no en versi¨®n nibelunga, sino godo-banana- lo que podr¨ªa sobrevenirnos a los millones de ratas b¨ªpedas que, por lo visto, pululamos por Espa?a, disfrazados de humanos, entre los verdaderos espa?oles.) La venganza responde siempre a iras humanas, mientras que la desinfecci¨®n obedece a un mandato de la divinidad. M¨¢s que en la activa protecci¨®n del acusado contra un posible error o demas¨ªa de la justicia, es en otra funci¨®n anterior y m¨¢s profunda donde la instituci¨®n del defensor puede ser vista como la plasmaci¨®n o el correlato institucional de la misericordia: la de impedir que el reo deje de ser visto y mirado como ?uno de nosotros?. Poniendojunto a ¨¦l y a su favor a alguien reconocido como hombre se estorba que el reo aparezca como bestia. El furor del p¨²blico contra el defensor no es tanto por su activa protecci¨®n del reo, cuanto porque su presencia junto a ¨¦l impide sentirlo como bestia que pueda ser destruida mediante la desinfecci¨®n. La instituci¨®n del abogado defensor es lo ¨²nico que puede asegurar que la justicia se siga pareciendo a la venganza y no adquiera el inhumano aspecto de la desinfecci¨®n. Aun all¨ª donde esta instituci¨®n se hubiese reducido a pura hipocres¨ªa, habr¨ªa que defenderla, pues los lobos con pieles de cordero siguen siendo mejores que los lobos.
El t¨ªtulo de Advocata Peccatorum, con que la tradici¨®n cristiana rinde culto a Mar¨ªa, no es uno m¨¢s entre los otros que forman sus loores, sino el que fue recogido por los te¨®logos como su t¨ªtulo por excelencia, al hacer a Mar¨ªa medianera de la gracia. En Mar¨ªa, pues, el cristianismo ha dejado dignificado para siempre, y en lugar alt¨ªsimo, el oficio de abogado defensor: abogada de todos los pecadores, sin acepci¨®n de unos ni excepci¨®n de otros. ?Ser¨¢ preciso invitar a nuestro cristiano diputado a que deje de honrarse, ni aun en ficci¨®n ret¨®rica, de no haber hecho aquello que Mar¨ªa se digna levantar y mantener como su m¨¢s alto t¨ªtulo de honor? Se dir¨¢ que no hay que revolver lo terrenal con lo celeste y que por riguroso que pueda ser cualquier cristiano en los castigos de este mundo, no ha de pedir para nadie la perdici¨®n eterna; pero hay una tradici¨®n seg¨²n la cual cristianos declarados lanzaban hasta en el templo las m¨¢s espeluznantes maldiciones eternas contra los enemigos de la fe, contendiendo de esta manera con Mar¨ªa para arrancarle de las manos los reos que ella pudiera defender y erigi¨¦ndose as¨ª, frente a la medianera de la gracia, en medianeros de la condenaci¨®n. Inspir¨¢ndose acaso en esta tradici¨®n, todav¨ªa ha habido en nuestro propio siglo quien, aunque s¨®lo sea ya como ficci¨®n ret¨®rica, ha llegado a decir: ?H¨¦roes del Castillo de Olite, Dios os d¨¦ el eterno descanso y se lo niegue a quienes, malditos de la patria por ordenar tan horrenda matanza, siguen traicion¨¢ndola a¨²n hoy desde el extranjero.?
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