La persuasi¨®n publicitaria y la objetividad informativa
(Catedr¨¢tico de Teor¨ªa de la Publicidad de la Universidad Complutense)
Gracias al ingenio de un autor americano, desde hace m¨¢s de veinte a?os, se conoce a los hombres que crean la publicidad con el m¨¢gico nombre de los ?persuasores ocultos?. Gracias tambi¨¦n a un fil¨®sofo de la talla de Herbert Marcuse, al exitoso economista y diplom¨¢tico Galbraith, a la gigantesca personalidad de Arnold Toynbee y a la opini¨®n de otros no menos prestigiosos intelectuales la publicidad y, por a?adidura, ?os hombres que son capaces de elaborar sus mensajes, representa todos los males que, casi casi, coinciden con los que el Dante se encontr¨® en las profundidades que visit¨® a la mitad del camino de su vida.
?Son m¨¢s caras las cosas que compramos? Sin duda es por la publicidad que nos hacen de ellas. ?Compramos lo que no necesitamos? Evidentemente, a ello nos obliga la publicidad. ?Nos enga?an y nos dan gato por liebre? De ello -?quien lo duda!- son culpables los mensajes de la enga?osa publicidad. ?Nos interrumpen la pel¨ªcula de la televisi¨®n en la escena cumbre? ?Dichosa publicidad! Y, dicen, que la publicidad anula nuestra libertad porque nos dirige como corderos al matadero del consumismo irremediable. Y afirman que la publicidad nos crea necesidades no necesariamente necesarias, porque nos hace sentirnos ansiosos de deseo hasta que adquirimos el producto anunciado. Y, aseguran, que los ni?os de nuestra ¨¦poca ya no cantan canciones infantiles, sino que repiten a coro los mensajes comerciales, que las gentes utilizan mal el idioma porque usan el de la publicidad y que los paisajes ya no pueden plasmarse en los lienzos de los artistas porque la publicidad no deja contemplarlos.
?Grandiosa fuerza la de la publicidad! Y, sobre todo, ?que gran chivo expiatorio ha encontrado nuestra sociedad para transferir a ella gran parte de sus males!
Creo, sin embargo, que en la vida existen formas de hacer mucho m¨¢s nocivas para nuestra salud mental que crear una frase para vender un producto o filmar una situaci¨®n para provocar la utilizaci¨®n de un servicio. Porque, a lo peor, no nos hemos puesto a pensar, con serenidad, que, hasta ahora, nadie se ha suicidado impulsado por la publicidad; nadie, que se sepa, ha provocado histerias colectivas utilizando la banda sonora de un anuncio; nadie, de momento, ha arrasado con napalm una comunidad campesina impulsado por un nuevo ?Dios lo quiere ? que adopta la forma de un eslogan comercial.
Y, en cambio, o¨ªmos, vemos o leemos todos los d¨ªas, ora que un ministro no ha podido soportar la infamia disfrazada de informaci¨®n y ha terminado con su vida (luego nos dicen que la verdad de su muerte violenta proviene de que era un neur¨®tico); ora que un pol¨ªtico utiliza la imagen con la que logr¨® los votos que necesitaba para manipular las conciencias en sentido inverso a lo que sus votantes esperaban de ¨¦l (luego nos dicen que la verdad de su enga?o reside en una reflexi¨®n profunda en bien de la comunidad); ora que se vende una informaci¨®n tendenciosa, se compra una noticia insidiosa, se permuta la ?cl¨¢usula de conciencia? por el cargo pol¨ªtico, el negocio f¨¢cil, la amistad conveniente o, sencillamente, la cercan¨ªa ¨²til a los resortes del poder, para as¨ª poder tener poder (aqu¨ª no nos dicen nada, naturalmente).
La publicidad, en efecto, puede castigar nuestras mentes con el bombardeo de sus frases y quemar nuestros bolsillos haci¨¦ndonos comprar m¨¢s. Pero, de ah¨ª a destruir nuestro buen nombre o a mancillar nuestro honor queda un largo camino que la publicidad nunca recorre. La publicidad es, por su propia esencia, proclamaci¨®n, notoriedad y manifestaci¨®n p¨²blica de las virtudes de un producto o servicio. En grado superlativo, pero limitada al producto o servicio anunciado e identific¨¢nd¨®se como tal ante el receptor de sus mensajes. La informaci¨®n insidiosa que es capaz hasta de matara un ser humano, barrer de la esfera social a un hombre honesto o trazar una muralla de envidias delante de buenos profesionales, centra su atenci¨®n, nada menos, que en la imagen social de cada uno de nosotros y casi siempre aparece con el disfraz de la letra impresa o el comentario aparentemente indolente.
?Qu¨¦ es preferible? Yo, desde luego, prefiero tener el bolsillo quemado a, que me abrasen el alma, consumir un poco m¨¢s (hasta que el l¨ªmite de mi dinero lo permita, que la publicidad no me lo trae) a que ensucien mi buen nombre, observar el espect¨¢culo siempre brillante de las frases e im¨¢genes publicitarias a leer con horror lo que dicen de un amigo, sin fundamento, y -tararear la m¨²sica que acompa?a a un anuncio a entonar el r¨¦quiem por la muerte social de alg¨²n hombre honesto al que le han clavado el dardo venenoso de algo que se presenta como informaci¨®n y no lo es.
Siempre se podr¨¢ contemplar a la publicidad como un espect¨¢culo (bueno o malo, que eso es consustancial con ella), como una incitaci¨®n a consumir (que se realizar¨¢ o, no, seg¨²n sea su poder de convicci¨®n) y como un fen¨®meno tan socialmente aceptable como el cinemat¨®grafo (que habr¨¢ de aceptarse o no, seg¨²n sea la postura de cada uno ante la sociedad donde vive). Lo otro, la informaci¨®n da?ina, ni es espect¨¢culo, ni, es incentivo, ni es fen¨®meno social aceptable.
Mis amigos periodistas, que luchan por la objetividad y la verdad en la informaci¨®n, dir¨¢n que todo lo que no se gu¨ªe por esos sublimes par¨¢metros no es informac¨ª¨®n. Y, ciertamente, al decir esto, tienen toda la raz¨®n.
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