El culto al juguete
Las fiestas navide?as son para los ni?os una prueba de fuego de la que no todos saldr¨¢n victoriosos. La sociedad juega con ellos someti¨¦ndoles a una presi¨®n ps¨ªquica de una crueldad inenarrable. So pretexto de halagarles con regalos, lo que hace es estrechar el cerco en torno a su ?limitada capacidad de ilusi¨®n, danzando a su alrededor un peligroso baile de incitaciones. Se utilizan las m¨¢s avanzadas t¨¦cnicas del marketing, pero en realidad se trata de un feroz carnaval con griter¨ªo, m¨¢scaras, muecas, provocaciones y ofertas. Consiste, en definitiva, en machacar su cerebro en formaci¨®n con el desaforado culto al juguete.Como se sabe, el ni?o tiene una capacidad receptiva de alcance insospechado. Es capaz de responder a esta avalancha de est¨ªmulos con una entrega absoluta. La intensidad religiosa que antes se le inoculaba en las venas es ahora sustituida, sobre todo en estas pac¨ªficas fechas, por la adoraci¨®n incondicional al becerro de oro llamado juguete.
Naturalmente el ni?o precisa de los juegos para desarrollar sus propias capacidades. Pero, aprovechando la coyuntura, los mercaderes sin escr¨²pulos, los inflexibles industriales, se apresuran a forzar la tuerca e introducir al ni?o, sin que se d¨¦ cuenta, en la paranoia jugueteril.
Los psic¨®logos han hablado ya largamente de este fen¨®meno de envenenamiento colectivo. Pero vale la pena insistir aqu¨ª en la decisiva contribuci¨®n de Televisi¨®n Espa?ola a esta campa?a de intoxicaci¨®n, aunque luego intente adobarla con emisiones de homenaje a la infancia, unicefes y otras coartadas semejantes.
La industria jugueteril necesita ganancias. Televisi¨®n necesita ganancias. Por eso la publicidad de juguetes acapara gran parte del tiempo total publicitario en estas fechas. En Prado del Rey tienen que vivir, pero de nada les vale sobrevivir a ellos a costa de desestabilizar las mentes infantiles. ?O es que se trata de jugar a Saturnos devorando a los propios hijos? Quiz¨¢ la implacable estructura de la producci¨®n y la comercializaci¨®n consiguiente exijan que sacrifiquemos a nuestros hijos en aras de que los procesos econ¨®micos mantengan unos ritmos de actividad razonables. Los adultos ya somos v¨ªctimas de esta gran rueda que nos da de comer para, a continuaci¨®n, destruirnos lentamente. Pero parece que la m¨¢quina necesita m¨¢s le?a: la de nuestros hijos.
El problema no reside ya en que los juguetes sean b¨¦licos, militaristas, agresivos y m¨¢s o menos sofisticados. Lo que est¨¢ en evidencia es el juguete en s¨ª y la filosof¨ªa con que se abruma al ni?o.
Bastar¨ªa simplemente con fijarse en dos aspectos de la cuesti¨®n. Por un lado, la vertiente social. ?Qu¨¦ efecto puede producir en la mente de un ni?o rural el alud de ofertas de juguetes car¨ªsimos, que est¨¢n destinados a su personalidad, pero que al mismo tiempo les resultan inaccesibles? ?Qu¨¦ puede pensar el hijo de un obrero en paro, de un empleado en paro o simplemente de un padre de familia normal que est¨¦ dif¨ªcilmente capeando el temporal de la crisis econ¨®mica?
Por otro lado, ese tropel de incitaciones indiscriminadas y repetidas hasta la saturaci¨®n despertar¨¢ en el ni?o su peculiar capacidad de apetito, que jam¨¢s podr¨¢ verse satisfecho, cualquiera que sean las posibilidades econ¨®micas en que se mueva. La frustraci¨®n resulta inevitable y cruelmente innecesaria.
El bombardeo de juguetes de todo tipo a trav¨¦s de la peque?a pantalla conduce irremediablemente al ni?o a una obsesi¨®n. La oferta publicitaria no se hace para que el ni?o seleccione: es una oferta global, se le ofrece todo y el ni?o lo acepta y lo quiere todo. De ah¨ª la obsesi¨®n y su secuela represiva. Jugar con los ni?os en base a los juguetes es una de las m¨¢s refinadas resurrecciones del suplicio de T¨¢ntalo. ?Se trata de ense?ar al ni?o desde peque?o que la esencia del hombre es la limitaci¨®n y la carencia? Evidentemente, el procedimiento no puede ser m¨¢s inhumano.
?Qu¨¦ justificaci¨®n puede haber para tal martilleo del esp¨ªritu infantil, para este precoz despertar de su apetito consumidor? ?Qu¨¦ razones pueden aducir los economistas insensibles para colocar al ni?o entre la espada del deseo y la pared de la realidad?
Decididamente, gracias a esta manera singular de entender las festividades, de gratificar al ni?o, de ponerle el mundo a sus pies, conseguimos que entre con todas las consecuencias en la civilizaci¨®n que con tanto esmero construimos para ¨¦l. ?La vida es dura, hijo?, como dicen en las pel¨ªculas americanas.
Si el primer gesto infantil es el llanto, el segundo parece ser esta frustraci¨®n que con valor ejemplarizante le proporcionamos. Y luego viene la cadena de las frustraciones. Habr¨¢ -hay- muchos ni?os, hartos de tanta carencia, de tanto est¨ªmulo despertado y machacado, que no se conformar¨¢n con tan injusto procedimiento. La primera frustraci¨®n terminar¨¢ en llantina. La mil¨¦sima iniciar¨¢ la carrera de la delincuencia juvenil. Todo puede empezar con el deseo de un helic¨®ptero de pilas y todo puede acabar con la realidad de un descapotable al que se le hace un puente. Y as¨ª sucesivamente ir¨¢ pagando el diezmo debido.
Pero como la sociedad tiene innumerables mecanismos compensadores, Televisi¨®n Espa?ola ofrecer¨¢, entre anuncio y anuncio, espacio sobre el A?o Internacional del Ni?o y atrevidos reportajes sobre los delincuentes juveniles. Despu¨¦s de nuestras agitadas y agotadoras compras navide?as, estos programas son una aut¨¦ntica relajaci¨®n.
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