Un h¨¦roe para segismundos
Un d¨ªa ya lejano, un d¨ªa, el m¨¢s polvoriento y desolado del vigoroso franquismo, en el que las tres emisoras de radio madrile?as difund¨ªan como el canto del gallo imperial el d¨²o de El pu?ao de rosas, Eduardo Chicharro -padre del ?postismo?- me pregunt¨®: ?Pero, en fin, usted, Nieva, ?qu¨¦ quisiera ser??. Y yo le respond¨ª: ?Yo quisiera ser Segismundo, Segismundo. ?Usted ha visto c¨®mo sale ese Segismundo de Calder¨®n, de aquella cueva de teatro como de la m¨¢s elevada universidad? ?Menuda elocuencia! Para ser un autodidacta parece que se ha criado a los pechos de Pico de la Mirandola y de Soren Kierkegaard.?Tambi¨¦n la literatura es sue?o. Y ese salvaje ya domado por la l¨®gica m¨¢s despiadada y por las m¨¢s sofisticadas angustias de gabinete sale de su antro dispuesto a que no se le escape ni una. Cosa imposible, claro est¨¢, pero, corno ideal, no deja de ser tremendamente atractivo. Y m¨¢s en aquel tiempo, en que la evasi¨®n impuesta o voluntaria era uno de esos pecados que m¨¢s me gustaban practicar como reto postista al Pu?ao de rosas y al anuncio cantado del torrefacto Columba y la mu?eca Mariquita P¨¦rez.
Uno no puede presumir de tales perfecciones, pero para mirar sin velos las verdades de peso hace falta una cierta dosis de segismundismo. Aunque el postismo no fuera mal consejero ni menotr.
Yo sal¨ª del antro por la Gare de Austerlitz, para ver las pel¨ªculas de Jean Vigo y secarme del sirimiri franc¨¦s en Les deux magots, all¨ª donde el pobre Adamov escrib¨ªa en el divino aislamiento que produc¨ªa su mal olor., Pero no sospechaba, ni remotamente, que no demasiado tarde empezar¨ªa a mirar ciertas realidades espa?olas, de su historia y sus hombres, desde los riscos segismundianos.
Cuando no muchos a?os m¨¢s tarde me top¨¦ con la figura y la obra de Manuel Aza?a, sufr¨ª una ingenua pero justa conmoci¨®n. Luego he comprobado que la visi¨®n de los historiadores recientes de la Segunda Rep¨²blica espa?ola ha sido implacablemente pol¨ªtica por seguir con el desmitificante cientismo de rigor el paso de los hechos, esa cosa tan mentirosa y despreciable para los poetas, los justos jueces de la realidad. Ya no es tiempo de pedir -y, sobre todo, en este transido y deslomado pueblo- que nos salga un Michelet, un creador de mitos que, cuando son certeros, son tan moneda contante y sonante como esos comprimidos de profunda realidad que son los s¨ªmbolos certeros. ?Ay!, los pueblos y los poetas vigorosos saben concebir buenos s¨ªmbolos y resulta, a fin de cuentas, que toda cultura es simbolizante, una acumulaci¨®n de s¨ªmbolos y mitos decantadores de su propia realidad. No me digan que si Aza?a no ocupa su lugar de rigor entre los conocimientos base de nuestra juventud universitaria no es por falta de vitalidad ni dinamismo cultura? y aun sentimental. ?Y qu¨¦ pobre y mal comprometida cultura de izquierdas sin pensadores audaces que lo hagan! Son todo cautela y modestia. Aqu¨ª todos tememos perder la raz¨®n como si fu¨¦ramos tontos.
Est¨¢ claro que a Manuel Aza?a hay ya que mirarle desde una atalaya que sobrepase ciertos juicios y prejuicios pr¨¢cticos y dom¨¦sticos sobre nuestro pasado pol¨ªtico porque ¨¦l mismo se eleva sobre ¨¦l con todo derecho a entrar en el conjunto de lo que debieran ser nuestras actuales categor¨ªas culturales. Aqu¨ª un hombre de partido -?y no digo un pol¨ªtico!- se estremece ahora ante la densidad humana, sentimental y pensante de Aza?a y pretende demostrarse, con esp¨ªritu amordazado por la cautela que de nada le servir¨¢, que el ?merecido? de aquella densidad es un destino tr¨¢gico, lo menos pr¨¢ctico para un ?tente mientras cobro? hasta que llegue la merecida jubilaci¨®n.
O el disparo de un terrorista.
No sabe, le es imposible saber que si alguien se midi¨® en raz¨®n y pasi¨®n, sin negarse ni negar ninguna realidad, con la tragedia de aquella guerra civil fue Aza?a en su funci¨®n de testigo y parte. Lo que todos somos, a fin de cuentas. Pero asusta esa corpulencia moral de Aza?a y se desprecia con sant¨ªsima indignaci¨®n pol¨ªtico-administrativa el ancho marco intelectual que lo a¨ªsla, su vertiente human¨ªstica, y no digo nada de esa cosa casi delicuescente de su sensibilidad hacia el arte hasta los laberintos de la sensualidad. ?Mal ejemplo!
Pues nada, dej¨¦monos de ejemplos y a¨²n m¨¢s de mitos -o valores culturales de conocimiento e identidad-. M¨¢s de cuarenta a?os despu¨¦s de unos acontecimientos que a¨²n tienen en el mundo entero una resonancia de or¨¢culo seguimos sin saber manejar de un modo o de otro aquellas ?piezas mayores? de un Aza?a, de un Besteiro... Aqu¨ª no ha pasado nada. Ni nadie.
Todav¨ªa a Az?a no se le maneja, ni siquiera en el grado human¨ªstico o literario. ?Qu¨¦ desperdicio! La interrogaci¨®n testimonial de Aza?a ante el tr¨¢gico conflicto, la noble y decidida modelaci¨®n de su esp¨ªritu para interrogar a los hechos, esa actitud cultural del alma ante el destino, el fracaso, el absurdo y hasta la esperanza debieran ser el polo de muchas meditaciones trascendentes sobre Espa?a, su historia, su pueblo, su futuro. El todo expresado, en una prosa ?nigualable, tan flexible y tan precisa. Ni los gram¨¢ticos estilistas ejemplifican con ¨¦l en esta arruinada conciencia espa?ola en la que se petardea y descuajaringa hasta la lengua.
Como ni?o y joven de posguerra, a m¨ª tan s¨®lo me aleccion¨® el silencio, y tras varios a?os en Par¨ªs -porque al menos al salir nos acredit¨¢bamos de Segismundos en la libertad de ser un ?alegre artista? que compraba billetes de la Cinemateca a Musidora y se instalaba, sin remordimiento ni contricci¨®n, en el asocial Pigalle de Genet, Aza?a me surgi¨® del silencio, monumental, y sin que ninguna izquierda ni derecha me lo administrase achic¨¢ndole doctrinariamente. Todo porque yo comet¨ªa entonces la frivolidad de interesar me por el neoclasicismo luminoso de Juan Valera y aborrec¨ªa el realismo suburbial entre masoquista y catequ¨ªstico que aqu¨ª dominaba en literatura. Para Segismundos y postistas, ?viva la evasi¨®n y el ?revival?! Aunque por el capricho se va a la disciplina. Y de aquella mi Espa?a cavernaria, de funeral y pasacalle, me surg¨ªa un h¨¦roe ilustrado, un testigo de s¨ª mismo y de un entorno apocal¨ªptico con el comp¨¢s pros¨®dico de un historiador romano. Incluso con muy ocultos -pero ciertos- ribetes de Petronio; que escrib¨ªa sobre Valera y su deliciosa comedieta Aclespigenia, una clave oculta de la est¨¦tica valeriana.
Cuando pude, suger¨ª la idea de una representaci¨®n teatral de ese di¨¢logo. ?No hab¨ªa proyectado Gordon Craig la de los di¨¢logos de Plat¨®n? Ahora el proyecto pasa por etapas muy oscilantes y, en todo caso, ya he debido renunciar a la responsabilidad de adaptarlo. Incluso me siento incapaz. Pero alguna vez, hojeo ese impresionante colof¨®n de una vida testimonial por dentro y por fuera. Extra?o, inusitado. ?Qu¨¦ hombre era ese que termina este di¨¢logo tr¨¢gico. como para una eskene que ilumina un sol de historia con esa nota suavemente impresionista que le sugieren las ondas del mar? Un mar, el Mediterr¨¢neo, que ¨¦l cre¨ªa eterno. Y todav¨ªa las hordas dogm¨¢ticas iban a reprocharle m¨¢s tarde el ignorar que no lo fuese. ?Mejor! Si tanto le dol¨ªa la posible desaparici¨®n de Las meninas, cu¨¢nto no le hubiese dolido la del Mediterr¨¢neo.
No le dolamos tanto a Aza?a, ni rompamos en el filo de tantas amenazas como nos cercan esa imagen de una democracia y una Espa?a modeladas por una inteligencia cl¨¢sica. Porque lo cl¨¢sico vuelve para estimular a lo moderno. Y siempre ser¨¢ nuevo -y por nuevo perseguido y ridiculizado con la misma sa?a con que se ridiculiza lo m¨¢s caduco- mantener la medida cl¨¢sica del hombre, a la vez responsable y libre.
Un pueblo se reconoce en sus cl¨¢sicos. Claro est¨¢, cuando se conoce. Y en Benicarl¨®, Aza?a debi¨® de preguntar: ?Espa?a, ?qu¨¦ quieres ser?? Si acaso intuy¨® la respuesta m¨¢s dolorosa, se la call¨®, porque un cl¨¢sico debe mantener en alto la esperanza de una plenitud.
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