Notas sobre el terrorismo / 1
A Jos¨¦ Mar¨ªa Benegas, personalmente1. Monz¨®n ha dicho alguna vez que los etarras de hoy son los gudaris de ma?ana. Si la frase supone semejanza entre las dos figuras, es muy desacertada; pero lo errado de igualarlas no quita lo oportuno de una comparaci¨®n. Matar, que es lo que tienen de com¨²n, cubre en cada una de ellas distinto contenido. El fin inmediato revelar¨¢ en seguida tal disparidad: si a un terrorista, por una parte, y a un soldado (gudari), por la otra, el hombre que cada uno de ellos va a matar se les muere de un rayo unos momentos antes, para el soldado ser¨¢ tan valedero, seg¨²n su propio fin, el efecto de tal rayo como si a su fusil fuese debido, mientras que el terrorista juzgar¨¢ que el rayo ha desbaratado su prop¨®sito y frustrado su fin. El ser ¨¦l y no otro el agente parece, pues, esencial al contenido de la acci¨®n del terrorista; as¨ª que, al menos, tanto como su efecto en el matado cuenta su efecto sobre el matador. Este segundo efecto no es, como el otro, un resultado f¨ªsico, sino una atribuci¨®n, una especie de valor a inscribir en el haber de la persona; no tiene m¨¢s forma de realidad que la de la palabra, no otra vigencia que la de noticia. El terrorista, pues, hace para haber hecho, mata para haber matado, y cuando ?reivindica? una muerte est¨¢ diciendo ?p¨®ngase a mi nombre?, ?cu¨¦ntese de m¨ª?. Lo que le importa al terrorista, a diferencia del soldado, no es el que su v¨ªctima muera (est¨¦ muerta), cosa que est¨¢ desentendida de qui¨¦n sea o no sea el agente, sino poner (tener) en su haber nominal el haberla matado. Por eso tiene que firmar sus muertes, que de modo espec¨ªfico ser¨¢n muertes firmadas.
El fin del soldado est¨¢ en el quebranto f¨ªsico que causa al enemigo, lo que, en cambio, es ajeno a la acci¨®n del terrorista, que no intenta golpear un cuerpo, sino afrentar un nombre; para ¨¦ste se trata de humillar simb¨®licamente, en las insignias que lleva su v¨ªctima, el poder que representan. De este modo, el efecto estrictamente f¨ªsico -la muerte producida- no cuenta como tal y por s¨ª mismo, sino que es simple soporte de una afrenta, instrumento de un insulto. As¨ª, la acci¨®n del terrorista re¨²ne por dos veces la condici¨®n de la palabra: una, por cuanto ¨²nicamente se cumple como noticia, y otra, por cuanto su intencionalidad es la del insulto. Al habilitar para eso la alternativa de la muerte, haciendo de la sangre simple accesorio de la afrenta, el terrorista da lugar a una forma de acci¨®n desnaturalizada, en la que inhumanamente se pervierten la conmensurabilidad y la incidencia de la materia con el contenido; una acci¨®n distorsionada, equ¨ªvoca y profundamente oscura.
2. Al no valer la acci¨®n seg¨²n su efecto interno y su contenido propio y natural, sino ¨²nicamente en su restituci¨®n bajo especie de noticia, se invierte la relaci¨®n entre noticia y hecho, y ¨¦ste es quien pasa a ser funci¨®n de la primera; as¨ª, pues, el designio exclusivo bajo cuyo impulso llega a ser prefigurado, proyectado y producido el hecho es dar lugar a su notificaci¨®n, esto es, engendrar una noticia. Pero s¨®lo en los ¨²ltimos decenios parece haber llegado el terrorismo a una completa adaptaci¨®n a su papel de instituci¨®n productora de noticias, al convertirse en pr¨¢ctica establecida y sistem¨¢tica que sean los propios agentes quienes completen la noticia, firmando o ?reivindicando?, como dicen los peri¨®dicos, las muertes producidas. En concomitancia con ello est¨¢, naturalmente, la fijaci¨®n y adopci¨®n de una sigla. Esta sigla espec¨ªficamente convenida para t¨¦rmino de respuesta v¨¢lida y precisa a la pregunta ??qui¨¦n ha sido??, aun estando totalmente fuera de la ley, tiene una t¨¢cita juridicidad; habiendo sido constituida para recibir y sustentar la atribuci¨®n de los actos terroristas, para fungir de sujeto en la noticia, resulta que el car¨¢cter delictivo de esos actos convierte la ?reivindicaci¨®n?, como suelen llamarla, en una reclamaci¨®n de autor¨ªa, donde el ?he sido yo? deja de ser una simple informaci¨®n para tomar fisonom¨ªa de acto jur¨ªdico con efectos de derecho. Fisonom¨ªa que, trat¨¢ndose de muertes, ser¨¢ de lo m¨¢s sombr¨ªa y extremosa, pues reclamar la autor¨ªa de un homicidio vale tanto como decir: ?Caiga su sangre sobre mi cabeza.? Es dif¨ªcil que falte alg¨²n momento de arrogante complacencia en tal autoatribuci¨®n de la autor¨ªa frente a los propios agraviados; y esta satisfacci¨®n del sentimiento autofirmativo que el ofensor recibe de su participaci¨®n activa en la formaci¨®n de la noticia devuelve hacia atr¨¢s, hacia la propia acci¨®n tal como surge en el sistema de las muertes firmadas, la luz m¨¢s l¨ªvida y m¨¢s reveladora.
Ya no s¨®lo se sustituye el efecto de da?o f¨ªsico por el de agravio simb¨®lico -como ya lo hac¨ªa el antiguo terrorismo an¨®nimo-, sino que ahora, adem¨¢s, el inter¨¦s buscado en ese agravio se desplaza en gran medida de su valor como pasi¨®n del ofendido a su valor como acci¨®n del ofensor; no parece importar ya tanto el efecto objetivo, transitivo, de que el enemigo resulte afrentado, su menoscabo o detrimento, cuanto el efecto subjetivo, reflexivo -el que revierte sobre el propio autor- de que ¨¦ste, o sea, la sigla, resulte aumentada en su haber de muertes. La sigla es un sujeto de noticias y vive s¨®lo en ellas y por ellas. Constantemente pide noticias sobre s¨ª; noticias que han de serlo -siempre a tenor de la voluntad del terrorista- en el sentido m¨¢s fuerte, m¨¢s pesado, m¨¢s pregnante, que es capaz de aguantar esta palabra, es, a saber, como una predicaci¨®n que se plasme y constituya en un haber perdurable para el sujeto que la asume; un t¨ªtulo a su nombre, equiparable al tanto que se apunta un equipo deportivo, o aun al dinero que se ingresa en una cuenta corriente, o, finalmente, a la jornada que se inscribe en el inmarcesible palmar¨¦s de un reino victorioso. A tenor de esto, la sigla no es un sujeto meramente gramatical que se resigne a quedarse en esta condici¨®n, vac¨ªa e innocua, sino un aut¨¦ntico fetiche, capaz de atravesar siete cotas de malla del mejor nominalismo, un ¨ªdolo, con toda la conmoci¨®n afectiva y mental que ello comporta. Los impulsos de autoafirmaci¨®n, apaciguados, sublimados, educados o reprimidos en el individuo por la cultura y las instituciones, se toman su revancha dispar¨¢ndose ocultamente en ese tipo de sujetos metapersonales, falsos sujetos, sujetos fetiche, como el pueblo, la patria, la estirpe, la causa, en los que el yo individual se desdobla, se proyecta, se enajena y se potencia, reconstituy¨¦ndose en ciegas identidades compartidas. Los terroristas matan para que se le apunten muertes a su sigla; y as¨ª, la sigla se revuelve sobre ellos como una aut¨®ctona demanda de autor¨ªa, un ¨ªdolo que no se sacia nunca de la atribuci¨®n de muertes, al igual que un equipo de f¨²tbol no se sacia nunca, partido tras partido, temporada tras temporada, de que se le apunten tan-
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(Viene de p¨¢gina 9)tos hasta la saciedad, o, mejor dicho, hasta una insaciable eternidad.
3. La idea de que las muertes sin odio, las ?eliminaciones?, son muertes limpias, suele aplicarse para acreditar la necesidad de unas muertes; donde no hay odio ni pasi¨®n, no hay subjetividad, motivos irracionales, y hay, por tanto, objetividad, racionalidad; y quien dice racionalidad, dice necesidad, y quien dice necesidad, dice justicia. (No parezca tan caricaturesco, que a¨²n los hay m¨¢s insensatos.) El guardia se mata y se tira, porque no hay nada personal contra ¨¦l; su muerte es solamente el medio de afrentar al poder que representa. (Por supuesto que lo malo no ser¨ªa que hubiese algo personal en contra del matado, lo malo es que no haya nada impersonal a su favor.) Para algunos, la moralidad del terrorismo depende de la bondad o maldad del poder insultado con las muertes: con Franco, justo; despu¨¦s de Franco, injusto Quien se asusta de este relativismo y accede a volver a valorar por s¨ª misma esa sangre instrumentalmente ignorada, trata a veces de reacomodar la coartada implicando a la v¨ªctima en la responsabilidad del poder que representa. Es como si un muchacho de veinticinco a?os vestido de uniforme, ya por no haber tenido la innata clarividencia de recelar de la autoridad que ha respirado desde la cuna, por no haber prestado a su mundo mas que la mism¨ªsima, id¨¦ntica fe que se le habr¨ªa pedido en el r¨¦gimen siguiente, hubiese inventado la autocracia o el franquismo. No hay nadie ¨¦ticamente m¨¢s abyecto que el que induce su propia bondad o la de sus acciones de la maldad de sus v¨ªctimas o enemigos, ni nadie m¨¢s bellaco que el que declara malo a aquel de cuyo da?o necesita o desea desentenderse. (Nadie piense que todo esto signifique la m¨¢s m¨ªnima renuncia a opinar incluso lo peor de la instituci¨®n, polic¨ªaca como tal invenci¨®n o excrecencia de las sociedades modernas.) Otra forma de la misma, interesada, vileza es la de quienes cuelgan la coartada moral de sus bestialidades, ya no de la pol¨ªtica, sino de la sociolog¨ªa, diciendo que el que es guardia es porque en el fondo le gusta pegar a la gente; la salida tiene exactamente el mism¨ªsimo grado de indignidad que esa coletilla con que los peri¨®dicos suelen rematar la noticia de la muerte por la polic¨ªa de alguien que se ha saltado un control de carretera, esa coletilla destinada a suscitar un suspiro de alivio (?todo est¨¢ en regla?) en la conciencia moment¨¢neamente turbada del lector: ?La v¨ªctima result¨® ser un delincuente habitual. ?
Yo no s¨¦ valorar seg¨²n el derecho el que en las amnist¨ªas se haya tomado el criterio de la finalidad declarada, distinguiendo entre delincuentes pol¨ªticos y delincuentes comunes, y entre terrorismo con Franco y terrorismo sin Franco. Moralmente, lo extra?o; y me parece que en el sentir m¨¢s com¨²n, el criterio m¨¢s fuerte es el de los sentimientos que hace falta violentar o reprimir para cada maldad. La sublevaci¨®n de las c¨¢rceles de Espa?a surgi¨® sin duda del inmenso esc¨¢ndalo, de la sincer¨ªsima desmoralizaci¨®n de los ladrones que vieron amnistiar, en nombre de unos pretendidos y sedicentes fines, a reos de culpas tan especialmente inicuas y sanguinarias como el asesinato de Bult¨®. ?Hay quien pueda pensar que hay la m¨¢s m¨ªnima sombra de duda o de hipocres¨ªa en el preso que, con el coraz¨®n en la mano, se siente infinitamente m¨¢s bueno, infinitamente m¨¢s inocente? Despu¨¦s de este inmenso desconcierto, de esta defraudaci¨®n incomprensible, de este terrible golpe asestado a la conciencia de los delincuentes comunes, ?qui¨¦n osar¨ªa extra?ar se de una mutaci¨®n social de su comportamiento? Comprendo que desde el m¨¢s sincero sentimiento de la propia culpa la medida les haya resultado absolutamente aplastante y desmoralizadora, como a cualquiera que rechace la suprema humildad de retorcer, en nombre de la superior instancia de los designios divinos, lo mejor y lo peor de su conciencia hasta dejarla hecha un gui?apo irreconocible. Pero si se han de aceptar los designios del Alt¨ªsimo -o la Necesidad Hist¨®rica, como los llaman hoy-, conviene renunciar a compren derlos, para evitar criterios tan impresentables como la distinci¨®n entre fines generosos y fines ego¨ªstas. Pues a ver qui¨¦n se atre ve a discutirme que el criterio del ego¨ªsmo ser¨ªa, no digo m¨¢s, pero s¨ª al menos igual de leg¨ªtimo, si se aplicase de esta otra manera: los fines del terrorista son mucho m¨¢s ego¨ªstas que los del ladr¨®n que reh¨²sa el homicidio, porque el primero pone esos fines nada menos que incluso por encima de la propia vida de sus v¨ªctimas.
4. La unidad, concretamente referida a los hombres, es decir, la que une a los hombres como hombres, ha de estar caracterizada por la condici¨®n de ¨¦stos; cuando le falta esa caracterizaci¨®n permanece abstracta respecto de ellos, y es una referencia puramente mec¨¢nica; cuando tiene esa caracterizaci¨®n, se llama ?amistad?. Unidad sin amistad es algo exterior y mec¨¢nico respecto de los hombres, lo que quiere decir que no los une como hombres, sino como cosas; no es m¨¢s que una arbitrariedad reificadora, una abstracci¨®n forzada y deprimente. El exacerbamiento de la idea, provocado por su remoci¨®n, puede incoar un desquiciarniento abstractivo que lleve a algunos defensores de la unidad de Espa?a a adoptar, de modo tan insensato como pintoresco, el mismo lema que los defensores a ultranza de la unidad del matrimonio: ?Antes matarse que separarse.? Frente al delirio autenticista de la identidad vern¨¢cula, frente a la virulenta regresi¨®n m¨ªtica de la autoafirmaci¨®n ¨¦tnica, no ser¨ªa extra?o ver suscitarse el contrapunto de un muerasansonismo, no menos ciego y loco, que se mostrase proclive al sinsentido de sacrificar incluso Espa?a misma a su propia unidad.
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