Notas sobre el terrorismo / y 3
El terrorismo se aplica siempre a Causas de m¨¢xima dificultad, pero no porque lo m¨¢s dif¨ªcil pida procedimientos extremosos; tal proporcionalidad ser¨ªa, al menos, aparentemente racional si de obst¨¢culos materiales se tratase, pero la acci¨®n terrorista ni es m¨ªnimamente id¨®nea a tal clase de obst¨¢culos ni se dirige en absoluto a ellos. Lo que esa acci¨®n trata de vencer no es realidad alguna, sino la irrealidad de la Causa. No es preciso que la dificultad sea de orden natural, basta que sea social o institucional, para que la consiguiente falta de cr¨¦dito p¨²blico que recibe la Causa la envuelva en un sentimiento de irrealidad. Es fundamentalmente este sentimiento lo que la acci¨®n terrorista trata de superar, y antes que en nadie en sus propios autores; la irrealidad de la Causa es sometida aun tratamiento de sangre,. y el matador es el primer paciente de esta terap¨¦utica. (Toda Causa es, por su car¨¢cter de idea, naturalmente irreal. No s¨¦ si depende unas veces de la debilidad de la idea y otras de la de quienes la sustentan el que los hombres se acobarden de la ?irrealidad de su Causa frente al poder de lo dado y busquen la evasi¨®n del activismo y de la sangre. No s¨¦ si unas veces las Causas piden sangre por la propia condici¨®n primariamente m¨ªtica de las ideas que las soportan, y otras porque, aun siendo originariamente racionales, recaen hacia lo m¨ªtico y se igualan a ello merced a la irracionalidad de la adhesi¨®n que han promovido.) La funci¨®n de la sangre es la de provocar una ¨ªntima y p¨²blica convicci¨®n de realidad: ?Mirad c¨®mo esto m¨ªo no es ning¨²n juego de ni?os, ninguna fantas¨ªa novelesca, puesto que me lleva hasta a matar. ?Acaso matan las fantasmagor¨ªas?? Claro est¨¢ que aun concediendo que la sangre demuestre alguna cosa, nada demostrar¨¢ cuando ese mismo poder demostrativo entre en juego como un ingrediente calculado de antemano.El compromiso de sangre encadena f¨ªsica y ps¨ªquicamente el sujeto a la Causa, por la acusaci¨®n y la amenaza irremisibles que carga. sobre ¨¦l. El carisma, verdaderamente sacramental, de la sangre releva al sujeto del esfuerzo de mantenerse en lo irreal de la idea, cosificando su relaci¨®n con la Causa y permiti¨¦ndole delegar en las fuerzas exteriores as¨ª constituidas. De esta manera la acci¨®n terrorista produce en sus autores una forma de convicci¨®n equivalente a la de los juramentados. Resoluci¨®n y certidumbre quedan en ellos realmente blindadas contra cualquier vacilaci¨®n, mediante extirpaci¨®n sangrienta del propio ¨®rgano capaz de suscitarla.
Al parecer, s¨®lo cuando sus nombres se escriban con letras de sangre, los n¨²menes demostrar¨¢n ser verdaderos. Por eso cuanto m¨¢s fant¨¢stico aparezca el numen de una Causa, en el sentido de su realizaci¨®n, tanto mayor ser¨¢ la tentaci¨®n de allegar a su nombre hechos de sangre. El terrorista no es s¨®lo el ¨²nico que firma muertes, sino tambi¨¦n el ¨²nico que las inventa, las proyecta y las fabrica ?de industria ?, de suerte que pueden, con mayor propiedad que otras cualesquiera, llamarse ?muertes artificiales?. Claro est¨¢ que la realidad que le aportan a la Causa esas muertes producidas como de encargo para ella no puede ser su realidad, la propia de tal Causa, sino un perfecto suced¨¢neo. Las muertes artificiales no demuestran la realidad de la Causa sino que la crean, o mejor dicho le crean otra de ¨ªndole ortop¨¦dica, una realidad marioneta a la que artificiosamente se le cuelgan los ropajes de la Causa y se le adjudican las credenciales jur¨ªdicas inherentes a la asunci¨®n de una autor¨ªa, como quien mete un pasaporte falso en el bolsillo de un mu?eco encapuchado y rociado de sangre, para prestarle una ilusi¨®n de vida no menos fantasmag¨®rica que el leve, ficticio y pasajero rubor que cualquier truculenta historia de vampiros haga surgir sobre el rostro de un cad¨¢ver. La realidad alcanzada por la Causa resulta, pues, de arrimar a su nombre, por fuera y desde fuera, un cuerpo de hechos, que ser¨¢n hechos de sangre, no, por ninguna circunstancia espec¨ªfica, sino tan s¨®lo por su extrema resistencia a toda impugnaci¨®n, un cuerpo tan pesado, tan efectivo e indiscutible como la irresta?able realidad de la sangre y de la muerte, pero que no por eso deja de ser respecto de la Causa un cuerpo totalmente ficticio y superpuesto, como un miembro postizo; una masa de hechos tan sangrientamente comprometedores y reales, como totalmente inventados, totalmente fabricados ad hoc para el dios de la Causa y arbitrariamente puestos a su nombre, como obra de su voluntad y de sus manos, a fin de hacer o demostrar, o simult¨¢nea y confundidamente demostrar y hacer, real la Causa y verdadero ¨¦l dios. Para dar realidad a la Causa y hacer verdadero su dios, nada mejor que una buena carga de hechos, y de entre los hechos, nada mejor que una buena carga de muertes. Tal es el principio. Y ciertamente mucho ha matado Euskadi para que pueda dudarse ya de su existencia! Puede que anta?o fuera fantas¨ªa, pero el caudal de sangre acumulado a su nombre nos fuerza a reconocerla entre las realidades, aunque sea, la suya, la execrable realidad de un m¨ªtico fetiche sanguinario.
Amenaza perpetua
Si todas las instituciones humanas tienden, por su propia configuraci¨®n ?ontol¨®gica?, a convertirse en fines en s¨ª mismas, a perpetuarse al margen de los fines para los que, al menos presuntamente, han sido creadas, a subordinar, adaptar o condicionar esos fines al inter¨¦s dominante de la mera pervivencia, e incluso contradecirlos, a convertirse, en suma, ellas mismas en raz¨®n suficiente de su propia existencia, ya se puede suponer en qu¨¦ multiplicado grado ocurrir¨¢ en aquellas que, como las del terrorismo, se hallan ligadas y trabadas por v¨ªnculos tan tremendamente poderosos como los compromisos de muerte y las complicidades de sangre. Es la propia amenaza de muerte que la instituci¨®n lanza hacia fuera y atrae sobre s¨ª misma lo que levanta el temor suficiente para sustentar y asegurar el tab¨² que la hace intangible. La poderosa amenaza con que la violencia perpetrada y la sangre vertida protegen la absoluta verdad de la Causa, hurt¨¢ndola al alcance de toda discusi¨®n, constituye asimismo el caudal de terror en cuya inercia la instituci¨®n se perpet¨²a, escapando por entero al control de los sujetos. A estos factores de perpetuaci¨®n negativos para los individuos se a?aden los alicientes positivos, tales como la ya repetida ¨ªndole digamos ?deportiva? de las representaciones terroristas, que capacita a los actos singulares para constituirse en cumplimientos totales y autosuficientes y, por tanto, en satisfacciones acabadas, la complacencia autoafirmativa que en toda voluntaria prescripci¨®n encuentran los proscritos, y en fin la propia gratificaci¨®n cat¨¢rtica que, en una civilizaci¨®n dominada por la mentalidad expiatoria, aportan a las almas el sufrimiento y la persecuci¨®n. Y cuando a ello se agrega el prestigio de una sigla con, larga ejecutoria, con vitola de antigua, ind¨®mita, mort¨ªfera e implacable golpeadora, que multiplica tanto el incentivo de aportar nuevas acciones a su sangriento palmar¨¦s como la autoridad y la convicci¨®n que las respaldan, ya puede imaginarse lo imperioso de la inercia que empecina a una tal instituci¨®n en continuar rodando por s¨ª misma.
Los que, como alardeando de honradez y valent¨ªa, dicen ?yo Hamo a las cosas por su nombre? no aluden a una mayor precisi¨®n cualitativa sino a la pretensi¨®n de darle a la cosa en cuesti¨®n su merecido; entienden la palabra, no ya como una herramienta para definir, sino como un zurriago para castigar. As¨ª algunos de los que llaman guerra al proceso terrorista. Pero a¨²n hay otros que parecen ser de los que con s¨®lo decirse ?estamos en guerra? se dir¨ªa que ya sienten el rostro como refrescado por el latigazo de una brisa vivificante y purificadora. Aceptan de buen grado el. demasiado ben¨¦volo dicterio de ?catastrofistas?, pero cometen la ingenuidad de creer que no se distinguen los que lo son llenos de consternaci¨®n, de responsabilidad y de temor, y que querr¨ªan contener los males como haci¨¦ndolos retirarse para atr¨¢s, de los que lo son pasiva, euf¨®rica y abandonadamente, extra?os pesimistas jubilosos, que cabalgan el catastrofismo como un caballo favorito, entregados al hado y a la ola de los tiempos, y que all¨¢ van, como a la vez arreando las malas noticias y arreados por ellas, en una especie de jocundo e impaciente hale-hale, que es el propio jadear y jalear de su esperanza.
Mal podr¨ªa imaginarse una suposici¨®n que fuese, en rigor, m¨¢s absolutamente infamante para la ETA, desde cualquier punto de vista, y sobre todo desde el abertzale, que la que asegura, que la intenci¨®n pr¨®xima del terrorismo etarra es provocar una intervenci¨®n militar. Pues, en efecto, si para el punto de vista abertzale una tal intervenci¨®n quedar¨ªa equiparada a una ocupaci¨®n extranjera, la iniquidad del presunto prop¨®sito atribuido a la ETA ser¨ªa equivalente a la que se dar¨ªa si la intervenci¨®n sovi¨¦tica en Afganist¨¢n no hubiese sido demandada por los afganos procomunistas, si no provocada por los anticomunistas, que de tal suerte habr¨ªan atra¨ªdo y echado encima de su propio pueblo la violencia de unas armas extranjeras, no ya para conservar sobre ese pueblo un poder que estiman justo -cosa que a¨²n pasar¨ªa por disculpable-, sino para arrastrarlo a la insurrecci¨®n contra un poder que estiman opre sivo, mediante el procedimiento de llevar hasta lo intolerable la pre s¨ª¨®n y el agravio de ese mismo po der. Pues bien, he aqu¨ª que, en contra de lo que a primera vista esperar¨ªamos, los m¨¢s se?eros por tavoces de la Ramada ultraderecha, habitualmente tan celosos en no ahorrarle a la ETA ni aun la m¨¢s hipot¨¦tica de las incriminaciones, renuncian, no obstante, a esta que a mi entender ser¨ªa, como ya digo, la m¨¢s absolutamente infamante para ella, y no s¨®lo pas¨¢ndola en silencio, sino neg¨¢ndola de modo expl¨ªcito, como al menos por dos veces Ismael Medina, la ¨²ltima en ?Bajo el signo de la capitulaci¨®n?, El Alc¨¢zar, 25 de marzo de 1980. Medina ha dado ya indicios sufi cientes para que no excluyamos la sospecha de que su renuncia a una incriminaci¨®n tan demoledora para la ETA obedece tal vez al deseo de no a?adir a los motivos que puedan excluir la opci¨®n de una intervenci¨®n armada el resquemor de que ¨¦sta podr¨ªa significar satisfacer precisamente las pre tensiones de la ETA.
Inutilidad de la intervenci¨®n armada
Y de pronto Tarradellas profetiza la intervenci¨®n armada. ?Ya estamos todos! ?Ser¨ªa una soluci¨®n violenta y terrible?, dice. Hay quienes pintan el diablo en la pared para atraerlo y quienes para ahuyentarlo; no se puede excluir que el honorable est¨¦ entre los segundos, pero entonces no deber¨ªa ignorar que la bondad de su intenci¨®n no impide a la contrari a aprovecharse del ag¨¹ero. Quien vaticina cosas que dependen, al menos idealmente -o seg¨²n la ilusi¨®n que no querr¨ªamos dejar de hacemos-, del arbitrio humano tampoco pue de ignorar el poder condicionante del ag¨¹ero y, por tanto, cu¨¢n irresponsable es poner sobre el horizonte de la patria una tal enormidad. Pero hay m¨¢s todav¨ªa: nuestro atrevido augur, dando con su ?ya es tarde? por concluido anticipa damente el plazo de actuaci¨®n del albedr¨ªo, viene a salvar de antemano cualquier posible responsabilidad de una hipot¨¦tica intervenci¨®n armada, cuyo autor noser¨ªa ya m¨¢s que autom¨¢tico instrumento de los inexorables decretos del destin¨®; y he aqu¨ª precisamente, y servida en bandeja, la coartada moral que ni pintada so?ar¨ªa encontrar quien se sienta inclinado a propugnar la ?violenta y terrible soluci¨®n?. Es un juego-trenzado de historia y meteorolog¨ªa, de astrolog¨ªa y cinismo, que permite a un insano albedr¨ªo excusar su obra tras la eximente de la fatalidad y a una da?ada y da?ina voluntad recomendarse como limpia y neutra ejecutora de un destino escrito. Pero a quien as¨ª se adelanta a hacer pasar por irrevocable designio de los hados lo que sigue siendo o debiendo ser acci¨®n humana y voluntad humana, a quien con su ?ya es tarde? pretende descargar anticipadamente la responsabilidad correspondiente, escud¨¢ndola tras la miserable ideolog¨ªa de la ?irreversibilidad de los procesos hist¨®ricos ? (que no es sino vileza de alma y esclavitud de esp¨ªritu), es necesario pintarle sin ambages el verdadero aspecto de la acci¨®n queno se sabe si profetiza o preconiza, para volver a cargar con todo el inmenso peso que le corresponde la responsabilidad tan fraudulentamente exonerada.
As¨ª pues, para deshacer de una vez por todas cualquier malentendido, digamos sin m¨¢s que quienquiera que pueda preconizar la intervenci¨®n armada (o el remedio de las cosas que no tienen remedio, como con huero y deshonesto retru¨¦cano aur¨ªsecular gusta de mentarla Ismael Medina, su m¨¢s ardiente portavoz) sabe perfectamente que las armas pueden servir para sujetar un territorio, pero jam¨¢s para volver a ganar los ¨¢nimos desviados de una poblaci¨®n -y tanto menos si el contenido del desv¨ªo es un impulso de diferenciaci¨®n patri¨®tica, que, por pueril e irritante que sea, se alimenta precisamente de la hostilizaci¨®n que pueda recibir, y se apaga sin ella-; sabe perfectamente que una fuerza de intervenci¨®n, lejos de atraer a una posible mayor¨ªa no independentista, la lanzar¨ªa justamente al otro lado; sabe perfectamente que una fuerza de intervenci¨®n no podr¨ªa dejar de convertirse en una guamici¨®n perpetua, de imposible retirada, a menos de dar lugar a la total e inmediata secesi¨®n; sabe perfectamente que una intervenci¨®n armada ser¨ªa incluso contraproducente con la acci¨®n terrorista, aun aceptando hostigar y hostilizar a mil inocentes por cada culpable; sabe perfectamente que una intervenci¨®n armada significar¨ªa la destrucci¨®n para siemprejam¨¢s de cualquier forma humana de unidad de Espa?a, que, como humana, conservase alguna forma de amistad; sabe perfectamente, en fin, que lo ¨²nico que podr¨ªa hacer un Ej¨¦rcito en el Pa¨ªs Vasco jam¨¢s ser¨ªa restaurar ninguna clase de unidad, sino tan s¨®lo vengarla, y vengarla a costa de agravar hasta el extremo aquello mismo de lo que se venga, o sea, de dilatar y ahondar al infinito la separaci¨®n y aniquilar para siempre todo posible cimiento futuro de amistad, de consagrarla aversi¨®n y perpetuarla. S¨®lo quien no pretenda otra cosa que retener un territorio aun a despecho ¨¢e sus habitantes y vengar una unidad que ya da por totalmente perdida para siempre siga, pues, propugnando la intervenci¨®n armada.
Ay, Se?or, los amantes de Espa?a son como amantes de tango, siempre de mostrador en mostrador, pregonando, cantando, llorando sus amores, encareci¨¦ndolos imp¨²dicamente como un m¨¦rito supremo que los hiciese acreedores a la veneraci¨®n y el agradecimiento de todos los dem¨¢s, siempre mirando en derredor con ce?o de amenaza, a ver qui¨¦n pone cara de poder llegar a pensar en atreverse a poner m¨ªnimamente en entredicho a la amada, al amante o al amor. Amantes apaches, amantes de los de la mat¨¦ porque era m¨ªa, dispuestos a cada instante a estrangularla, a pasarla a sangre y fuego, en el momento en que a su juicio consideren que les ha sido infiel.
Los dos primeros cap¨ªtulos de esta serie, fueron publicados el pasado 11 de marzo y ayer, 9 de abril.
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