El mito de la envidia
Me produce sonrojo mencionar ciertas vulgaridades, pero me aguantar¨¦. Ese t¨®pico tan difundido y cargante de que la envidia es el vicio o pecado nacional no es s¨®lo barato sino tambi¨¦n completamente falso. Sin embargo, la gran cantidad de veces que, para castigo de mis pobres o¨ªdos, he tenido que o¨ªrlo, me da idea del elevado n¨²mero de espa?oles que rechazar¨¢ esta refutaci¨®n tan taxativa. Su experiencia estar¨¢ tan sincera y convencidamente llena de casos evidentes que tal vez atribuyan mi ins¨®lita opini¨®n a ganas de incordiar. Pero yo no voy a indicar m¨¢s que una cosa: el multitudinario coro de los que se dispondr¨ªan a rebatirme, asegurando que hay envidiosos sin fin, est¨¢ exclusivamente compuesto de puros envidiados; no hay un s¨®lo envidioso ni por casualidad. La alegaci¨®n de que eso es porque los envidiosos callan por verg¨¹enza no puedo, naturalmente, destruirla, pero s¨ª puedo objetar que si el silencio no es prueba cierta de que no los haya, tampoco la verg¨¹enza puede serlo, a su vez, de que 'los haya. Juzgue, pues, cada cual por su experiencia; en la m¨ªa yo no hallo, en verdad, m¨¢s que envidiados; a docenas, a cientos, en cada esquina, en cada matorral, lo mismo que conejos, pero juro que ni un solo envidioso. Y si acaso alguna vez he podido llegar ocasionalmente a sospechar en alguien un sentimiento de envidia hacia un tercero, el dato es desde luego infinitamente insuficiente para justificar la inmensa pl¨¦yade de envidiados que sin callar un solo instante entona el indecente salmo de sus lamentaciones. Y solamente a partir del indirecto testimonio de los envidiados y enteramente en contra de los datos directos de mi propia experiencia personal ?ser¨ªa prudente, en m¨ª, o siquiera honrado, convalidar el t¨®pico, por lo dem¨¢s tan idiota y sonrojante, de que la envidia es el pecado nacional? Pues no, sino que lo niego, y adem¨¢s s¨¦ lo que pasa de verdad: los envidiosos de Espa?a no son m¨¢s que un mito, una fantas¨ªa de los envidiados; de modo que la envidia no es en absoluto el pecado nacional. O, mejor dicho, en cierta manera puede decirse que sigue si¨¦ndolo, porque si hay envidiados, aun no habiendo envidiosos, es forzoso admitir que de alg¨²n modo sigue habiendo envidia: la que ellos padecen como v¨ªctimas o reciben como destinatarios; no envidia emitida sino recibida, no envidia como acci¨®n de un envidiante, sino envidia como pasi¨®n de un envidiado. Un envidiado carente de envidioso y no necesitado de ¨¦l, un envidiado aut¨®ctono, autosuficiente, solipsista, onanista,, masturbatorio, partenogen¨¦tico. En una palabra, parece ser que el envidiado mismo,el paciente de la envidia, sin necesldad de agente, de envidioso, consigue aut¨¢rquicamente producirla, como en econom¨ªa, de consumo, por tanto ya en la forma pasiva, receptiva, en que ¨¦l mismo como destinatario, como paciente de la envidia, precisa recibirla y consumirla. El envidioso no es, as¨ª pues, sino un proyecci¨®n virtual, un contrapunto imaginario, secundariamente inducido, por efecto de resonancia meton¨ªmica del propio mecanismo. A Di¨®genes el c¨ªnico, cuentan que le dijeron una vez: ?Oh Di¨®genes, te escarnecen?, y que ¨¦l contest¨®: ?Pero yo no soy escarnecido?. Los chistes traducidos son igual que mecheros que no chiscan, y aqu¨ª el secreto est¨¢ en que el griego parece que tiene una verdadera voz pasiva, esto es, una f¨®rmula verbal que hace o¨ªr verdaderamente la pasi¨®n, y no como la presunta pasiva castellana ?soy escarnecido?, que en realidad sigue haciendo o¨ªr la acci¨®n salvo que referida al paciente. Pero por una vez imaginemos que o¨ªmos o si es posible tratemos de escuchar ?soy envidiado? al modo en que los griegos deb¨ªan de escuchar y o¨ªr su voz pasiva, y apliquemos a nuestro caso el mismo esquema del chiste sobre Di¨®genes, salvo que del rev¨¦s: ?Nadie te envidia, oh Di¨®genes?, a lo que este improvisado Di¨®genes espa?ol contestar¨ªa: ?Pero yo soy envidiado?. Esto creo que puede dar una idea de la verdadera situaci¨®n de este presunto pecado nacional. As¨ª pues, algo que podr¨ªa llamarse con toda propiedad ?paranoia de envidia? y m¨¢s aguda quiz¨¢ precisamente en los menos envidiables; de manera que a todo el que me diga: ??Pero te juro que est¨¢s equivocado, que los envidiosos, no son ninguna fantas¨ªa nuestra, sino seres completamente reales?, le contestar¨¦ con la implacable desautorizaci¨®n subjetiva del psicoanalista: ?S¨ª, querido; ver envidiosos por todas partes: en eso, justamente, consiste tu enfermedad?.En este punto ten¨ªa yo abandonado este art¨ªculo desde hace una quincena, cuando he aqu¨ª que el domingo, 8 de junio, me encuentro en estas mismas p¨¢ginas una aut¨¦ntica joya de Domingo Garc¨ªa-Sabell, que bajo el t¨ªtulo de Las dos envidias, -ven¨ªa a mis manos como la mejor pieza de convicci¨®n que jamas habr¨ªa podido yo so?ar para corroborar lo arriba dicho. En efecto, los rasgos paranoicos que presenta el art¨ªculo de Garc¨ªa-Sabell son absolutamente de manual caracter¨ªstico del paranoico es defender su convicci¨®n contra la evidencia sensible que la contradice, caracter¨ªstoco es alegar siempre el proceder encubierto, oculto, sigiloso, de su perseguidor. Y as¨ª Garc¨ªa-Sabell dice que ?la envidia es una enfermedad casi siempre oculta, silenciosa, enrevesada y de m¨²ltiples disfraces? y que ?el que ejercita la env¨ªdia puede parecer el hombre m¨¢s inocuo del mundo, el ser m¨¢s ingenuo, el eterno despistado o, lo que es peor, el gran idealista?. Pero m¨¢s todav¨ªa; no contento con justificar con el encubrimiento la simple falta de pruebas, el art¨ªculo -como queriendo constituirse en el historial cl¨ªnico paradigm¨¢tico e insustituible en cualquier estudio o teor¨ªa sobre la paranoia- riza el rizo de la argumentaci¨®n, inventando un subterfugio para convertir en evidencia a favor, no ya la falta de pruebas a favor, sino la propia presencia de pruebas en contra. Se trata del mism¨ªsimo procedimiento por el cual la cl¨¢sica paranoia del celoso convierte las m¨¢s nobles y seguras pruebas de amor y de amistad por parte de la amada y el amigo en indicios incontestables de infidelidad y de traici¨®n. Y as¨ª Garc¨ªa-Sabell recurre a la pintoresca invenci¨®n de una envidia no ya simplemente encubierta, sino disfrazada de lo contrario: ?la envidia laudatoria?, como ¨¦l la llama. As¨ª ya s¨ª que no hay escapatoria para que les pille el toro: si miran con desaprobaci¨®n, no es objetividad, sino una envidia tan fuerte que no pueden disimularla; si miran con indiferencia, no es neutralidad, sino una envidia tan sucia, que ellos mismos se averg¨¹enzan y se sienten movidos a ocultarla; si miran con entusiasmo, no es admiraci¨®n, sino una envidia tan traicionera, que se disfraza de lo contrario para mejor saltar sobre la v¨ªctima y aniquilarla. La verdad, demasiado exclusiva y absolutamente consagrados a la envidia y a los envidiados, como si no tuviesen otra cosa que hacer ni en qu¨¦ pensar, aparecen aqu¨ª los envidiosos, como para no sospechar que esto no sea m¨¢s que una para fantas¨ªa debida al desaforado egocentrismo, a la desmedulada vanidad, del presunto envidiado!
No menos sorprendentes -y tal vez igualmente referibles al egocentrismo y a la paranoia son los efectos que Garcia-Sabell atribuye a la envidia sobre el envidiados, efectos realmente terribles esteriliza cuanto toca,destruye aquello a lo que se arrima, cuando nos percatamos ya tenemos sobre nuestras espaldas el cuchillo de la traici¨®n. Si logramos esquivarlo y salimos indemnes de la aventura, una nueva distorsi¨®n agobiar¨¢ nuestra alma: el des¨¢nimo. Y con ¨¦l, la negaci¨®n de todos los valores. Ya nada vale la pena. El escepticismo hace presa en nosotros. Y ahora somos nosotros, nosotros mismos, los que nos retiramos. Los que buscamos la soledad. Los que nos alejamos del trato humano. / Espa?a est¨¢ llena de seres enquistados a los que la envidia maltrat¨® y que ya no quieren saber nada de cosa alguna. Espa?a es un gran desierto de anacoretas baldados por las tundas de los envidiosos. De los envidiosos larvados, actores y falsario, de s¨ª mismos. Seguiremos inhibi¨¦ndonos. Seguiremos participando en la irrealidad colectiva. Seguiremos haciendo de actores de una "funci¨®n" que a nadie interesa, porque todo el mundo ha sido m¨¢s o menos apaleado y no quiere ni oir hablar de los matutes disfrazados de altruismo. Porque todo el mundo tira a quedarse en casa, circunscrito por el ambiente familiar, los libros, la m¨²sica, y la defensa de las propias Faredes. La envidia, la envidia laudatoria, continuar¨¢ comi¨¦ndonos las entra?as espirituales y las entendederas intelectuales.
El cuadro no podr¨ªa ser m¨¢s pat¨¦tico e incluso aterrador, salvo que, afortunadamente es de principio a fin absolutamente falso, o sea un puro delirio paranoico desde la cruz hasta la fecha, como el entero art¨ªculo de Garc¨ªa-Sabell. Pero aun suponiendo que existiesen la envidia y los envidiosos tal como se supone, uno se pregunta por qu¨¦ habr¨ªan de producir tan delet¨¦reos efectos de des¨¢nimo, de inhibici¨®n, de abandono, de amargura, en los envidiados, y nuevamente no cabe atribuirlo sino a una concepci¨®n y a una motivaci¨®n enteramente eg¨®ticas y egocentristas de la propia actividad. ?Psicolog¨ªa por ¨²ltima vez?, dec¨ªa. Kafka; ?por ¨²ltima vez -remedo yo- esta psicolog¨ªa barata, sonrojante y absolutamente falsa de la envidia como pecado nacional!
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