Espa?a y Francia
Es posible que la difusi¨®n del mito de Don Juan, de estirpe hondamente espa?ola, no haya beneficiado excesivamente nuestras relaciones exteriores. Tirso de Molina -seud¨®nimo del mercedario fray Gabriel T¨¦llez, como nadie ignora- perfeccion¨® en mito la leyenda. ?El burlador de Sevilla? desaf¨ªa al mundo con sus desaguisados y transgresiones. Pendenciero, juerguista, desvergonzado seductor de mujeres, el moralizante religioso de la Merced tuvo que enviarlo a los infiernos para ejemplaridad frente a la contumacia en el escarnecimiento de la virtud. Pero el da?o -por as¨ª decirlo- va estaba hecho. Don Juan ha recorrido Europa, con su forma y su provocaci¨®n, entre los redobles y bajo las banderas de los vicios tercios, arrastrado por los flujos y vaivenes de las batallas. Por mesones y palacios, en aldeas y ciudades. Don Juan va dejando la estela de los resentimientos inconfesables, una vez diluidos los ecos de las risas, los besos, la p¨®lvora y las a?oranzas de la irrepetiblle ?querm¨¦s heroica?.Pero nadie atacar¨¢ de frente a Don Juan. Se procurar¨¢ sustraerlo o desvirtuarlo, cual hiciera ingeniosamente -con ingenio y malicia de pura ra¨ªz francesa- el genio dram¨¢tico e ir¨®nico de Moli¨¨re. El mito de Don Juan quedar¨¢ en el sustrato de las aguas turbias que agitan la zona oscura y fangosa de la conciencia europea. Un fantasma instalado en los limos de las animosidades y los rencores, esos l¨¦gamos donde logran f¨¢cil carta de naturaleza los gusanos del subconsciente. En cambio ser¨¢ muy sencillo erigirse en delator de la ?Espa?a negra?; de las tenebrosidades de un ¨¢mbito siniestro de inquisidores y verdugos, de golillas sombr¨ªos cortesanos inclementes.
Una vez elaborada esta falsilla de la Espa?a esperp¨¦tica, con toda suerte de exageraciones y deformidades, resultaba bastante llano aplicarla para explicar cualquier hecho o episodio, tr¨¢gico o risible, que tuviera que ver con lo espa?ol. La Espa?a caricaturizada hasta en sus dram¨¢ticos aconteceres, envuelta en nimbos de tinieblas y de orotescas distorsiones, se ofrec¨ªa mucho m¨¢s vulnerable. Se la pod¨ªan disparar impunemente insidias venenosas y despectivas, cortarle los caminos en nombre de s¨®rdidas interpretaciones y de ego¨ªstas tartufismos.
Para la Europa de los desdenes, h¨¢bil y fecundamente capitalizada por ?la dulce Francia? del ?esprit? y los ?affaires", Espa?a se tornaba en un c¨®modo desahogo de ofensas y susceptibilidades. Cual si estuviera vivo el peligroso esp¨ªritu del ?demonio del Mediod¨ªa?, no resultaba ocioso prevenir golpeando. Irijusta actitud, pues no s¨®lo no exist¨ªa enemigo que alancear, sino que Espa?a procuraba -sin ¨¢speros y celtib¨¦ricos desplarites- ponerse al hilo de los adelantos y estilos europeos, con especial atenci¨®n para los franceses. Hemos sido muchos los espa?oles cuyos aprendizajes y vocaciones han pasado por los meridianos de Francia, sin dejar de proclamar, en todo momento, las aportaciones galas a la v?da e historia del esp¨ªritu. Nuestra sinceridad admirativa so?aba con el tantas veces repetido ?Ya no hay Pirineos?, tramposa met¨¢fora de tantas ilusiones peninsulares.
Sin recurrir a argumentaciones hist¨®ricas, tan abiertas a la tergiversaci¨®n intencionada, estaba claro que la afirmaci¨®n intempestiva de que ?Europa concluye en los Pirineos? se hab¨ªa acu?ado con prop¨®sitos peyoraltivos. Se pronunciaba con la entonaci¨®n que se emplea, con sobra de mezquindades, por quienes buscan distanciarse de ciertos parientes pobres, inoportunos o que anduvieron en malos pasos. Era casi imposible que la dignidad espa?ola. admitiera sin rechazos estas manifestaciones, salidas especialmente de bocas francesas.
Las recientes declaraciones del presidente Giscard, intentando entorpecer el proceso de integraci¨®n espa?ola en la Comunidad Econ¨®mica Europea, es un ejemplo desolador del pensamiento de la Francia oficial. La posible explicaci¨®n de tal postura agrava m¨¢s todav¨ªa la entristecedora impresi¨®n. Se ha dicho que, ante la proximidad electoral, la caza del voto campesino obligaba a esta toma de postura, concordante con el vuelco de camiones, cargados de frutas y hortalizas espa?olas, en cuanto comienzan a rodar por los caminos franceses.
La historia no es nueva, pero no por ello menos sintom¨¢tica. Descargar sobre nuestras espaldas los da?os y temores de acumulados fallos y p¨¦rdidas de rumbos representa algo parecido al env¨ªo filisteo de chivos expiatorios. Espa?a se equivoc¨® en bastantes oportunidades, pero la historia de Europa -y con ella la de Francia- ha galopado sobre los delirios del error una vez tras otra. Y, si no, ?por qu¨¦ la ca¨ªda vertical de sus ensue?os hegerri¨®nicos, volatilizados por la acci¨®n de chovinismos implacables, de los que Francia ha sido m¨¢ximo exponente?
Europa -la vertiente europea de la que el orgullo franc¨¦s busca ser portavoz- encarna, a lo largo del presente siglo, una poco edificante cadena de malos ejemplos. M¨¢s vale no sacarlos, una vez m¨¢s, a la plaza de las ignominias, contando con que, adem¨¢s, gravitan en la memoria de todos, con sus deshonores y sus desafueros. Baste con apuntar hasta qu¨¦ punto constituyen el plomo derretido y quemante de una conciencia que a¨²n clama en carne viva.
Es curioso descubrir, con vistas al an¨¢lisis de la psicolog¨ªa nacional, los extra?os fantasmas que han opacado la visi¨®n de Espa?a a la mayor¨ªa de los franceses. Mientras nosotros rend¨ªamos el natural tributo a las excelencias de Francia, se hace casi imposible el hallazgo de una correspondencia leal. De cuando en cuando, y no sin la natural sorpresa, tropezamos con alg¨²n franc¨¦s ilustre, dispuesto al tr¨¢rnite equitativo de los reconocimientos espa?oles. Pero una golondrina no hace verano.
Con determinaci¨®n sintom¨¢tica resumamos lo acaecido con los estupendos escritores del romanticismo franc¨¦s. Sabido es de todos que la inspiraci¨®n rom¨¢ntica iba a excitar la moda de los temas espa?oles. Desde el exotismo a la tragedia van a servir para poner a punto la olla rom¨¢ntica. Es raro el creador franc¨¦s del pasado siglo al que, de un modo u otro, le falte en su labor la referencia espa?ola. Algunos incluso saltaron la barrera pirer¨ªaica y recorrieron nuestras tierras, dej¨¢ndonos la cr¨®nica de sus correr¨ªas e interpretaciones. El balance de todo ello no podr¨ªa calificarse de positivo. A¨²n en las plumas m¨¢s generosas -?qu¨¦ tristeza tener que recurrir a la invocaci¨®n de la generosidad!- se advierte un trasfondo de reserva, una ¨²ltima contenci¨®n, algo as¨ª corno el cumplimiento de una consigna hist¨®rica de regateos y cicater¨ªas, cuya m¨¢xima concesi¨®n alcanzara a los convencionales testimonios de la Espa?a de pandereta.
Resulta muy complicado, lantear unas relaciones limpias, una diplomacia leal y provechosa, si nuestros vecinos no son capaces de sacudirse la carga de unos prejuicios at¨¢vicos, tan poco concordes con la sensibilidad de un pueblo tantas veces halagado por las brisas del esp¨ªritu y de la grandeza. Borremos los viejos fantasmas. El de Don Juan hace ya tiempo que dej¨® de recorrer los campos y las ciudades de Europa. Apenas se le ve trepar, de cutando en cuando y en olor de reli,quia, sobre los tablados de la escena. Nosotros, los espa?oles, hace muchos a?os que dejamos de creer que Tartufo pod¨ªa ser el mito delator de la psicolog¨ªa de un pueblo.
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