Un cementerio para perros, en la finca Valpara¨ªso, de Sevilla, desde principios de siglo
La hacienda Valpara¨ªso, a setecientos metros al sur de la poblaci¨®n sevillana de San Juan de Aznalfarache, es famosa porque en ella sit¨²a la tradici¨®n la escena del sof¨¢ entre do?a In¨¦s y don Juan Tenorio imaginada por Zorrilla en su drama inmortal. Pero, ya en el siglo XX, su popularidad se ha multiplicado por causas bien distintas: all¨ª se encuentra el ¨²nico cementerio para perros conocido por estas tierras.En 1850, Pascual Madoz describ¨ªa as¨ª esta singular finca de recreo: ?El edificio, de bastante altura, est¨¢ magn¨ªficamente adornado, sus jardines con saltadores, un estanque con peces de colores, formando una galer¨ªa con macetas de flores, las m¨¢s exquisitas; limoneros en su huerta, naranjos y otros frutales: desde las habitaciones altas se divisa el Guadalquivir, Tablada, Sevilla y huertos contiguos al r¨ªo, que hacen una hermosa perspectiva. En esta hacienda se halla la ¨²nica fuente del t¨¦rmino de este pueblo, cuyas finas y abundantes aguas sirven para los usos del vecindario, y su oratorio p¨²blico, con una efigie de Cristo crucificado, muy venerada de los pueblos inmediatos?.
A pesar de que Valpara¨ªso ha visto mermada su extensi¨®n por la fiebre urbanizadora de los ¨²ltimos a?os, y a pesar de que el cuidado que se le ofrece ha disminuido desde la muerte de su ¨²ltimo due?o, Alfonso Palomino, el retrato de Madoz es exacto. Palmeras, adelfas, lotos, naranjos, magnolios, ca?averales siguen componiendo su perfil, en cien tonalidades de un verde que parece inveros¨ªmil en el mes de julio. Y son verdad los estanques con peces de colores de la casa-palacio, los escudos nobiliarios de sus puertas y la mina de agua cayendo, incesante, desde las grutas.
Vergel es la palabra que aproxima a este jard¨ªn superviviente, casi incre¨ªble, a un tiro de vista del asfalto gran-urbano, en la loma que baja hasta el Guadalquivir (?En esta apartada orilla?, requebraba don Juan). La tradici¨®n, recogida por el estudioso Pineda Novo, se divide en dos interpretaciones sobre su origen: o lo edific¨® un rico indiano que hizo su fortuna en Valpara¨ªso (Chile), o, por el contrario, la ciudad chilena toma su nombre de esta finca que una familia de conquistadores pose¨ªa en San Juan de Aznalfarache.
Entre otros lazos, Valpara¨ªso ha estado tradicionalmente vinculada a San Juan de Aznalfarache por la devoci¨®n popular al Cristo que se conserva en la capilla de la hacienda (a¨²n se dice misa en ella cada domingo durante las estancias de la viuda de Alfonso Palomino, actual propietaria), con el que se rganiza un v¨ªa crucis entre flores y ¨¢rboles cada Viernes de Dolores. Otros v¨ªnculos eran mucho m¨¢s materiales. Hace veinticinco a?os, los chavales del pueblo se dec¨ªan: ?El que no ha ido a robar naranjas a Valpara¨ªso, o es tonto, o es maric¨®n?.
"Meditaci¨®n canina"
La gran sorpresa se la lleva el visitante despistado, cuando, subiendo el cerro por veredas flanqueadas de ¨¢rboles y atravesando rotondas y rincones rom¨¢nticos, se encuentra, a la derecha de la vivienda, con la efigie de un perro esculpida sobre un pedestal, en el que se ha grabado esta meditaci¨®n canina: ?Felices los que aqu¨ª estamos / en torno a este pedestal / que, viviendo bien o mal, / al morir aqu¨ª quedamos. / Mas los hombres, nuestros amos, / con incierto porvenir / en su segundo existir, / viven con la muerte atenta... / pues les ?ajustan las cuentas? / al momento de morir?.El pensamiento en cuesti¨®n aparece rodeado de cipreses, chumberas y zarzas y abrazado por un banco de azulejos trianeros, como una glorieta f¨²nebre y melanc¨®lica. Porque la escultura preside una treintena de tumbas de otros tantos perros, a los que el cari?o y el poder de sus amos no quisieron abandonar en la cuneta o el barranco. La m¨¢s antigua que pudimos encontrar data de 1914, mientras que todas las recientes, m¨¢s modestas, contienen restos de los perros que se les han ido muriendo en los ¨²ltimos a?os a la familia que cuida la finca.
De modo que se ha perdido por completo la segura tradici¨®n de que las amistades m¨¢s allegadas a los due?os de Valpara¨ªso (los marqueses de Montana, en el momento en que se hizo este cementerio) diesen sepultura aqu¨ª a sus perros muertos. Pero han dejado su huella en forma de epitafios en prosa o en verso. Algunos, los menos, se limitan a reflejar el nombre del animal.
Otros incluyen dedicatoria, con el relato sintetizado de sus gestas: ?Gitana. Mat¨® doscientas liebres el a?o 1924. En la Copa de La Ina qued¨® de los tres ¨²ltimos (sic)?; ?Tromba. En la Copa de La Ina, en 1917, qued¨® en tercer lugar. Medalla de oro en la Exposici¨®n Internacional Canina de Madrid. 1918?. O recordando sus virtudes: ?Brandy. Fue todo un caballero?; ?Coquita. Gracias por tu bondad, inteligencia, fidelidad y cari?o?.
Ha habido quien ha querido inmortalizar el parentesco del difunto can (?Ada, hija de B¨®lido y hermana de Regata?), y quien ha se?alado con el dedo al verdugo de los tiempos modernos (?Nancy. Fue muerta por un Packard?), subrayando, con nombres y apellidos, que su perro fue una v¨ªctima m¨¢s de la carretera. Y aun quien protest¨® visceralmente escribiendo como epitafio la terrible frase de lord Byron: ?Cuanto m¨¢s conozco a los hombres, m¨¢s quiero a los perros?. La misma filosof¨ªa del pesimismo que expresaba el ¨²ltimo propietario de Valpara¨ªso, cuando le visitaban, en multitud, sus parientes: ? ?No tienen ganas ni nada de que yo me muera!?.
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