Seg¨²n el hijo de las v¨ªctimas,"para la polic¨ªa es un desaf¨ªo esta incomprensible barbaridad"
Juan de la Sierra y Urquijo, hijo de los marqueses asesinados hace casi un mes, y sexto marqu¨¦s de Urquijo, ha respondido en una larga conversaci¨®n a cuantas preguntas le fueron planteadas por un redactor de EL PAIS, por crudos que fuesen los temas a tratar. En alg¨²n momento, la rabia y las l¨¢grimas se asomaron a la voz y a los ojos de Juan de la Sierra, pero fueron contenidas con entereza. Tanto sus manifestaciones como las del mayordomo de los marqueses, Vicente D¨ªaz Romero, tienden a clarificar el desarrollo del doble asesinato y las personalidades de las v¨ªctimas, as¨ª como de las personas m¨¢s afectadas por el caso.
El c¨ªrculo de posibilidades sobre qui¨¦nes fueron los autores y cu¨¢l fue el m¨®vil del asesinato de los marqueses de Urquijo, cometido el pasado d¨ªa 1 de agosto, parece estar bastante apretado en estos momentos. No obstante, una cosa es llegar a orientar una investigaci¨®n con presumible acierto, y otra, conseguir completarla. ?Unos asuntos salen, y, otros, no?, recordaba recientemente el jefe de la Brigada Policial Judicial de Madrid, a prop¨®sito de este caso.Con el fin de facilitar una informaci¨®n de ¨²ltima hora, ajustada lo m¨¢s posible al exacto desarrollo de los acontecimientos, EL PAIS ha contrastado una amplia serie de datos acumulados en las ¨²ltimas semanas. El informe que hoy iniciamos recoge, entre otras fuentes, unas declaraciones de Juan de la Sierra y Urquiio, hijo de los fallecidos, en las que p¨²blicamente se expresa sobre los puntos que le es permitido tratar fuera del secreto sumarial. Ning¨²n dato, ninguna hip¨®tesis, ninguna pregunta capital fue dejada fuera de la conversaci¨®n, por crudos que resultasen. Juan de la Sierra, con una gran entereza y con contenidas l¨¢grimas, a punto de estallarle en los ojos en un par de ocasiones, encaj¨® todo cuanto le fue expuesto.
Su deseo de que la verdad sea establecida, no s¨®lo en relaci¨®n a los hechos, sino en cuanto a la personalidad de sus padres, le anim¨® a sostener la conversaci¨®n, de dos horas y media de duraci¨®n, que necesariamente result¨® dura.
Poca luz en Somosaguas
En la zona residencial de Somosaguas, donde los marqueses de Urquijo fueron muertos en sus dormitorios a balazos del calibre 22, algunos vigilantes armados, de la empresa Transportes Blindados, SA, que habitualmente realizan rondas de vigilancia en esa urbanizaci¨®n, pasan la noche en el interior de varios chal¨¦s, alquilados especialmente para tal misi¨®n, a ra¨ªz del doble crimen.
Los due?os de estas viviendas son tambi¨¦n miembros de la familia Urquijo. En estos dos o tres chal¨¦s ha cundido un cierto temor, en base a la hip¨®tesis lanzada sobre el asesinato, como fruto de la acci¨®n de una banda delictiva organizada y posiblemente integrada por extranjeros. Tal hip¨®tesis, por a?adidura, insin¨²a el m¨®vil del crimen como inserto en oscuros asuntos de negocios.
Sin embargo, y sin llegar a descartar las motivaciones econ¨®micas, tal hip¨®tesis no fue nunca tomada muy en serio en la investigaci¨®n ni en otras familias de la tribu de los Urquijo, como familiarmente denominaba al ¨¢rbol geneal¨®gico, en la dedicatoria de su libro Cuando empu?amos las armas, Alvaro de Urquijo, el t¨ªo carnal m¨¢s joven de la marquesa asesinada.
Ni sectores pr¨®ximos a los Urquijo ni las pesquisas de la polic¨ªa en esa direcci¨®n han se?alado nada que apunte a turbias actuaciones financieras.
El asunto, al parecer, va por otro lado.
El chal¨¦ donde viv¨ªan Mar¨ªa Lourdes de Urquijo y Moren¨¦s y su esposo, Manuel de la Sierra y Urquijo, es ahora, por la noche, una gran masa oscura apenas perceptible entre la negrura que lo rodea. S¨®lo una d¨¦bil farola enclavada en el camino, entre las dos puertas met¨¢licas del cerramiento exterior, frente a las puertas principal y la de servicio del edificio, alumbra tenuemente la entrada a la propiedad de los quintos marqueses de Urquijo en ese punto del Camino Viejo de H¨²mera, n¨²mero 27.
Ni una sola bombilla encendida se advierte alrededor de la fachada del chal¨¦, rodeado de espeso y rapado c¨¦sped, protegido por el alto muro de ladrillo y alambrada cubierta de ca?izo y aislado del resto de la urbanizaci¨®n, en un rect¨¢ngulo formado por el Camino Viejo, la calle de las Ariz¨®nicas y la calle del Cerro.
Ya el marqu¨¦s asesinado sol¨ªa tener reducida a un punto o dos de luz ¨²nicamente la iluminaci¨®n del per¨ªmetro edificado, por razones de ahorro energ¨¦tico.
?No se ha dado al servicio orden expresa de apagar las luces?, explica Juan de la Sierra, ?aunque realmente no es necesario encenderlas?. ?Tampoco hemos contratado ning¨²n vigilante?, contin¨²a en este sentido, ?porque me parece exagerado y porque es muy costoso?. ?Tengo entendido?, precisa, ?que cuesta unas 350.000 o 400.000 pesetas al mes el contrato de uno de estos hombres, y eso es mucho dinero para nuestro presupuesto. Por motivos de precauci¨®n hemos tomado unas ciertas medidas de seguridad, que, en realidad, se limitan a no estar muchos d¨ªas en la misma casa, as¨ª es que cada dos o tres d¨ªas cambiamos, bien a domicilios familiares o de amigos?.
Las patrullas de vigilantes privados mantienen sus habituales rondas alrededor de las residencias de personalidades relacionadas con la banca o las finanzas, as¨ª como los guardas jurados de la urbanizaci¨®n realizan las suyas. Tambi¨¦n cubren la zona, de forma m¨¢s reservada, algunos veh¨ªculos policiales sin identificaci¨®n de tales. En ocasiones, los agentes privados de seguridad se han tropezado con coches sospechosos que resultaron ser coches de la polic¨ªa.
Hace unas noches, los vigilantes de Transportes Blindados, SA, recibieron aviso sobre un coche que daba vueltas alrededor de la casa de los marqueses. Los vigilantes, tras una batida, s¨®lo encontraron un veh¨ªculo ocupado por los dos hijos de los marqueses, Juan y M¨ªriam, quienes tambi¨¦n trataban de localizar al sospechoso merodeador.
Un cierto temor
El viernes pasado, d¨ªa 22, las tres ¨²nicas personas ocupantes del chal¨¦ ten¨ªan miedo. En el rostro humildemente tranquilo de la cocinera negra, Susana, y en el p¨¢lido y delgado de Sagrario, la doncella, esposa de Vicente D¨ªaz, el mayordomo, se notaban sus miradas fijas, asomadas por una ventana hacia la verja donde nos recibi¨® ¨¦ste.
Una puerta de la casa se cerr¨® ruidosamente de pronto, y las mujeres acusaron un sobresalto, notable desde los veinte pasos que nos separaban.
-?Est¨¢n asustadas? -preguntamos al mayordomo.
-S¨ª. No se atreven a salir de las dependencias del servicio, no son capaces ni de ir a cerrar las persianas del sal¨®n -dijo Vicente D¨ªaz
Yo tambi¨¦n estoy algo asustado. Me impresiona cada vez que tengo que cerrar las cristaleras de la piscina: no me gusta que se me haga de noche antes de repasar esa zona de la casa.
-Tambi¨¦n cree usted en que los bandidos extranjeros van a venir por cualquiera de ustedes?
-Yo no creo en ninguna banda. extranjera, pero si alguien se acerca por la noche, sea quien sea, pongo en marcha las sirenas, por muy conocida que me resulte su cara.
-Quiz¨¢ ser¨ªa conveniente que mantuvieran m¨¢s iluminado todo el jard¨ªn, si es que temen algo.
-El servicio cumple ¨®rdenes, se?or. Los marqueses nunca tuvieron la casa muy iluminada, nunca tuvieron un miedo especial, fuera de como est¨¢n las cosas hoy d¨ªa, ya sabe, con tanto atraco y esas cosas, y, adem¨¢s, eran muy ahorrativos en cuanto no fueran cosas necesarias.
A trav¨¦s del teleporta, el mayordomo nos hab¨ªa preguntado si ten¨ªamos cita previa con Mirian. Le contestamos que s¨ª, aunque no concertada en concreto para ese instante. Hubo que demostrarle al mayordomo que ya hab¨ªamos hablado con ella anteriormente y remitirle a la informaci¨®n publicada por EL PAIS los pasados d¨ªas 10 y 12. Al cabo de unos minutos, que el mayordomo emple¨® en comprobar nuestras palabras, sali¨® de la casa y se acerc¨® a la verja.
Juan y Mirian de la Sierra se hab¨ªan ausentado de Madrid ese mismo d¨ªa. Juan acudi¨® al chal¨¦ familiar de Sotogrande (C¨¢diz), hasta donde se desplaz¨® en el Mercedes deportivo que anteriormente utilizaba su padre y de donde regres¨® a Madrid el lunes pasado, Mirian, con el Seat 131, generalmente usado por su madre, sali¨® hacia ?la finca de una amiga?, seg¨²n nos inform¨® su hermano, de donde regresar¨¢ este pr¨®ximo fin de semana. A Mirian, al parecer, la acompa?aban Nick, su socio en negocios de alta bisuter¨ªa, y Elena, la secretaria de la oficina comercial que mantienen en la calle de Vel¨¢zquez. ?No puedo concretar m¨¢s sobre d¨®nde se halla Mirian, por medidas de seguridad. As¨ª lo tenemos establecido?, se excus¨® Juan de la Sierra, en el curso de nuestra conversaci¨®n, el martes pasado, y ni siquiera afirm¨® o neg¨® nuestra idea de que, para la polic¨ªa, Mirian pod¨ªa hallarse en Alicante.
Ning¨²n otro veh¨ªculo sali¨® del garaje de la casa de los Urquijo en Somosaguas, donde quedaron el Triumph y otros coches de menor cilindrada, as¨ª como la motocicleta BMW, R-1000, valorada en cerca de un mill¨®n de pesetas, que recientemente hab¨ªa regalado el marqu¨¦s a su hijo.
El mayordomo se encerr¨® en su temor y dijo: ?Ya he contado a la polic¨ªa y al juez de Navalcarnero todo lo que ten¨ªa que decir. Y la polic¨ªa me ha preguntado mucho, incluso como si fuera sospechoso, porque, en todas las pel¨ªculas, el mayordomo es el malo, seg¨²n me dec¨ªan, pero yo he asegurado que el malo de esta pel¨ªcula no es el mayordomo?.
-?Y cu¨¢l en su idea, entonces?
-?Jes¨²s! Si yo tengo una idea, como puede tenerla toda Espa?a, no la voy a decir, porque no soy qui¨¦n. Cada cu¨¢l piensa lo que quiere, pero no todo lo que se piensa se puede decir en voz alta. Yo s¨®lo he declarado las cuestiones que conozco de la casa, pero es la polic¨ªa quien tiene que sacar la verdad.
Vicente D¨ªaz es un hombre alto, moreno, fuerte, un poco calvo, de 37 a?os de edad, muy r¨¢pido al hablar, con un tono de voz considerablemente atiplado, pero con una expresividad, enf¨¢ticamente
Seg¨²n el hijo de las v¨ªctimas, "para la polic¨ªa es un desaf¨ªo esta incomprensible barbaridad"
masculina. Un hombre de aspecto equ¨ªvoco, pero con fama de inclinarse por el gusto hacia las mujeres.Algunos rumores -la misma polic¨ªa no despreci¨® tal hilo- han pretendido establecer en Vicente una especie de nexo conductor con el m¨®vil del doble crimen. Parece que la polic¨ªa tiene actualmente descartada por completo esta hip¨®tesis. Igualmente, Juan de la Sierra asegura que es absurdo sospechar de cualquier complicidad por parte del mayordomo.
- De qu¨¦ tiene miedo?-preguntamos al mayordomo.
-Mire usted: la ¨²nica persona que estaba aqu¨ª aquella noche fue la cocinera, ya lo saben. Nada vio que pudiera poner en la pista de los asesinos. Nada puede decir, por tanto. Lo que pasa es, que todo esto tarda en aclararse, y ya nos ha llegado el rumor, ?sabe usted?, de que alguno del servicio podr¨ªa ser c¨®mplice, y es como si se quisiera hacernos cargar con las culpas o como si alguien tuviera miedo a lo que nosotros pudi¨¦ramos contar. S¨®lo faltaba que encontraran la pistola en el jard¨ªn.
Por supuesto, la polic¨ªa, en sus investigaciones, se ha remontado a cuantas personas ha logrado encontrar, de las que prestaron servicio a los marqueses. Tampoco parece servir esta direcci¨®n. El rotundo desmentido de Juan de la Sierra a una informaci¨®n publicada sobre la doble v¨ªa de un criado despedido y falsamente presentado como homosexual (v¨¦ase EL PAIS del pasado d¨ªa 26), en relaci¨®n con una burda amenaza telef¨®nica an¨®nima hecha a casa de los marqueses, hace un a?o, se ci?e a la misma opini¨®n que al respecto tiene la polic¨ªa, seg¨²n las declaraciones del hijo de los marqueses asesinados.
Vicente, el mayordomo, no obstante las oscuridades que pesan sobre la casa de Somosaguas, quiere seguir en ella.
-?Hasta cu¨¢ndo?
-Estoy dispuesto a no marcharme de aqu¨ª hasta que se diga qui¨¦n mat¨® a los se?ores. Y conste que no hay cuerpo humano que quiera quedarse en la casa, que nadie quiere estar aqu¨ª por la noche. Pero. yo s¨ª, con mi cuerpo entero de hombre. Y no lo hago con gusto, no se vaya a creer, porque soy humano. Y cuando todo esto termine me ir¨¦ a otra casa, porque a mi no me va a faltar trabajo en lo m¨ªo. No estoy esperando una colocaci¨®n. Me la han ofrecido. Me han dicho que podr¨ªan colocarme en un banco. Pero s¨®lo quiero que se sepa la verdad y seguir mi vida y mi profesi¨®n. No pertenezco a la clase de sirvientes que se pliegan a cualquier cosa. Soy un mayordomo y mozo de comedor, y no admito otras funciones. Si en una casa como esta, con poco personal para el trabajo que hay en ella, se precisa un mayor esfuerzo, se negocia, como yo lo negoci¨¦ con el se?or marqu¨¦s, y se acab¨®: pero esa es mi profesi¨®n.
La personalidad del marqu¨¦s
-?C¨®mo era el marqu¨¦s para usted?
No voy a decirle nada que no pueda decirle. ?Lo entiende? Hablo con usted porque ya lo ha hecho con la se?orita Mirian, aunque, en realidad, no s¨¦ por qu¨¦ le digo nada.
Y Vicente D¨ªaz suelta un taco. Se hab¨ªa tranquilizado, despu¨¦s de su desahogo profesional, ¨²nico momento en que alter¨® su voz, y ahora pasaba a justificar las palabrotas con que frecuentemente adorna sus ademanes y expresiones. ?No le molestar¨¢, ?verdad??, se excus¨®.
?Puede parecerle que sea algo brusco, pero es que soy muy llano hablando. El se?or marqu¨¦s lo pasaba por alto porque entendi¨® perfectamente que lo principal era mi funci¨®n, y estaba satisfecho con mi trabajo, y eso que yo tambi¨¦n le dec¨ªa las cosas claras, ?pues s¨ª, se?or!, si no compart¨ªa su opini¨®n. Y, al principio, en dos o tres asuntos, discut¨ª con ¨¦l hasta que vio que hab¨ªa que hacerlo como yo dec¨ªa y que yo conozco las cosas de la casa. Mire usted: con mi mujer pasa lo mismo. Ella es la doncella, ?no?; pues yo tengo que tratarla, ?c¨®mo se dice?, sin privilegios, porque cada uno tiene su cometido?.
Despu¨¦s de un silencio, Vicente D¨ªaz vuelve a la pregunta que le hab¨ªamos hecho, y su respuesta viene a coincidir con la imagen que del marqu¨¦s consorte ten¨ªan las personas que le eran m¨¢s pr¨®ximas. Sobrio, religioso de escuetos gastos, casi nunca sal¨ªa de casa y siempre acompa?ado de su esposa.
Juan de la Sierra fue m¨¢s lejos en su descripci¨®n: ?Esta casa era su vida. Fue un padre amable y cari?oso. Por darnos una educaci¨®n estricta era incluso demasiado severo en facilitarnos dinero. As¨ª, nosotros no ¨¦ramos muchachos, ni mi hermana ni yo, como otros que se supone que, por una alta posici¨®n social, disponen de todo cuanto se les antoja y manejan dinero en grandes cantidades. Pero nos hac¨ªa muchos regalos y nos pagaba cuanto necesit¨¢ramos. La dudosa imagen que en alguna Prensa se ha pretendido dar, tanto de ¨¦l como de mi madre, resulta inicua. Mi padre fue un esposo fiel, aunque parezca rid¨ªculo decir esto, y le gustaban las mujeres como a los dem¨¢s, como a usted o como a m¨ª. Y miente quien pretenda se?alar de forma equ¨ªvoca lo contrario. La gente se enga?a con frecuencia por las apariencias. Como se han enga?ado con alg¨²n miembro del servicio que haya pasado por esta casa. Mi padre era un hombre cort¨¦s. Perm¨ªtame que me r¨ªa de esa cifra de doscientos trajes en su armario. Su vestuario de invierno y de verano no sobrepasar¨ªa los treinta trajes y otros tantos zapatos, aunque los utilizaba m¨¢s para asistir a actos sociales que para uso diario. Y lo mismo cabe decir de mi madre. Mi padre tampoco era un hombre con capacidad ejecutiva en la empresa a que pertenec¨ªa. Mucho se ha desvirtuado en todo esto?.
Un hombre gris. As¨ª define al marqu¨¦s el resultado del contraste entre las fuentes m¨¢s solventes consultadas.
Juan de la Sierra a?ade: ?La polic¨ªa ha reconstruido la vida de mi padre, paso a paso, minuto a minuto. Ustedes no se imaginan c¨®mo est¨¢n trabajando. Usted puede suponer las ganas que yo tengo de saber qui¨¦n mat¨® a mis padres. Pero para la polic¨ªa es un desaf¨ªo. Esta barbaridad ha dado la vuelta al mundo, y, a pesar de que no hay quien la comprenda, yo creo que quienes la investigan no est¨¢n dejando ninguna posibilidad al descuido?.
No manten¨ªan, pues, los marqueses fallecidos otros lujos externos que los estrictamente indispensables a su alto estado social. Fuera de los avituallamientos dom¨¦sticos, de primera calidad, los gastos se reduc¨ªan al m¨ªnimo, no s¨®lo para ellos, sino para sus hijos.
Es dif¨ªcilmente cre¨ªble, para quienes lo conoc¨ªan bien, que este hombre, por lo dem¨¢s, y al igual que su esposa, f¨¦rreamente religioso, hubiera contravenido sus normas y sacrificado su dinero en actos que desencadenaran un crimen pasional.
Pese a todo, la palabra homosexual lleg¨® a cundir entre los pasillos de la casa de Somosaguas ya antes de que alguna noticia publicada estableciera presuntas acotaciones sobre estas particularidades en alg¨²n criado. Y a una de las mujeres del servicio tuvo que explicarle el mayordomo, ?con delicadeza?, lo que significaba.
Vicente D¨ªaz, quiz¨¢ por la incipiente oscuridad que se aproximaba, llevaba unos minutos inquieto, oteando por entre los cedros achatados en forma de cilindro o mirando a lo lejos por el descampado lindante a la punta m¨¢s lejana de la verja. ?A m¨ª no me van a colgar nada de esto. Yo creo que en pocas casas los se?ores han llevado una vida tan correcta como aqu¨ª. Pero, desde luego, yo no he sostenido ning¨²n candil?, espet¨® tajante y con desparpajo.
Boli, el caniche de pelo negro, se acerc¨® a nosotros y empez¨® a ponerme nervioso.
La debilidad de 'Boli"
Tres veces ha reconstruido la polic¨ªa el asesinato de los marqueses de Urquijo. Desde que el asesino -si se admite definitivamente, como parece, la ejecuci¨®n de los disparos por una sola persona-, o los asesinos -si se tiene en cuenta la posibilidad de alguna complicidad-, atraves¨® la puerta met¨¢lica de la valla hasta que lleg¨® a los dormitorios de la planta superior de la casa.
Las balas del 22 han vuelto a sonar en la casa de Somosaguas, disparadas por manos policiales, y Boli, el perro ?medio tonto?, seg¨²n manifest¨® Mirian de la Sierra a este peri¨®dico, ladr¨® al o¨ªr los estampidos de la reconstrucci¨®n.
Que Boli sea un perro peculiar, desde luego, no explica por s¨ª solo que aquella noche no se enterara de los disparos. Pero Boli tiene una debilidad. Su tal¨®n de Aquiles est¨¢ en su tripa.
El caniche se meti¨® entre mis pies y le roc¨¦ el vientre con el zapato para apartarlo. Al poco, el perro repiti¨® la operaci¨®n, y yo la m¨ªa. Incordiaba el chucho. El mayordomo volv¨ªa a esquivar el di¨¢logo. Dos vigilantes de la patrulla del barrio residencial se hab¨ªan parado con nosotros un momento y se sumaron a los comentarios, aunque m¨¢s bien para hacer las rituales averiguaciones: ?Estas cosas suelen quedarse siempre enterradas, as¨ª es la vida. ?De qu¨¦ peri¨®dico es usted?, es s¨®lo por rutina?. Y el perro volv¨ªa incesante a enredarse apretado a mis piernas, tumbado en el suelo.
De pronto, dijo el mayordorno: ?Tiene que darle una patada un poco fuerte si quiere que lo deje en paz. En cuanto le tocas la barriga se queda contigo y no te suelta, y, si se la sobas un poco, se queda ya a gusto, espatarrado?.
Hasta el momento, parece que los an¨¢lisis de los peritos policiales practicados sobre Boli no indican que el perro hubiera sido drogado aquella noche de los disparos, de la rotura de una cristalera de acceso a la piscina de la vivienda y de quemadura de una puerta de madera interior, pese a lo cual el perro no emiti¨® ning¨²n ladrido.
Le di una patada a Boli y se alej¨®. En ese momento son¨® el tel¨¦fono en la casa, y el perro se puso a ladrar con unos ladridos agudos y estridentes, que no parec¨ªan salir de aquel cuerpo peque?ajo y flaco, se acerc¨® al mayordomo y, le ladr¨® a los pies con insistencia, como orden¨¢ndole que acudiera a responderal aparato. ?Manda tanto como los se?ores?, coment¨® el mayordomo. El tel¨¦fono dej¨® de sonar y el perro se call¨®.
?Cree usted que el asesino, que parec¨ªa conocer bien la. casa y sus costumbres, tambi¨¦n sab¨ªa c¨®mo manejar al perro?
-?Qu¨¦ dice! ?Por favor! -contest¨® escurridizo Vicente D¨ªaz. Yo no voy a decirle ninguna suposici¨®n m¨ªa, por favor. ?Quiere que tenga un disgusto, que me metan al tubo? Usted me pregunta cosas que me est¨¢n prohibidas de hablar.
-?Prohibidas por las autoridades o por la familia de los marqueses?
-Por la polic¨ªa, naturalmente. La familia no me puede prohibir hablar. Puede no gustarles que diga alguna cosa, pero, si yo creo que debo decir algo, lo digo con claridad.
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