Rosa Ortega o la conformidad
ma?ana -todav¨ªa de noche, a cis- me ha llamado a mi sofihabitaci¨®n de la Universidad adiana la voz de un hijo; con llegaba desde Madrid la triste -?a: Rosa Spottorno, viuda de -iaestro y amigo Ortega, acaba torir.in¨ªa noventa y seis a?os. Ha evivido a Ortega veinticinco menos unas semanas. ?Veinco a?os! Cada vez que he pen:> en la longevidad de Rosa imirable hasta hace tres, llena _icidez, equilibrio, elegancia, us bien visibles de una ¨¦ndida belleza- dos pensa-itos me asaltaban: uno, cu¨¢nto ba teniendo que esperar; el , que Ortega podr¨ªa estar, coella, vivo; vivo y, hasta hace poco tiempo, plenamente en -la. ?Cu¨¢nta vida de Ortega, ble, se ha perdido! Su muerte zi un cuarto de siglo, ?qu¨¦ a tempo parece pensando en su :>?a casa, en esta otra muerte acaba de suceder!
.ab¨ªa entrevisto a Rosa alguveces desde mis primeros -Pos de estudiante. La conoc¨ª 935, en C¨®rdoba, con ocasion zentenario de Maim¨®nides, la facultad de Filosof¨ªa y Lede Madrid celebr¨® en su ciunatal. Rosa era serena, apacicon una extraordinaria y fina -za, levemente marchita. La vi has veces, la trat¨¦ m¨¢s de cerca 945, en Lisboa, al final de la -a de emigraci¨®n de Ortega. Mi er y yo pasamos quince d¨ªas en ::iudad, sin hacer m¨¢s que hacon Ortega, de la ma?ana a la -ie. Algunas veces, durante la a y despu¨¦s, Rosa estaba pre.e. Habl¨¢bamos de cuestiones rosas y dif¨ªciles de filosof¨ªa.Ortega, con extremada afabilidad, con gran paciencia, explicaba algunas cosas obvias para nosotros, para que Rosa no se quedara fuera de la conversaci¨®n, para que pudiera seguirla entendiendo de qu¨¦ se trataba.
Despu¨¦s, ya en Madrid, Rosa era una presencia frecuente, siempre estable, siempre serena, con maneras impecables, con una educaci¨®n que ya no se usa -y que casi no se reconoce-, que pod¨ªa parecer frialdad y no lo era. Siempre estaba disponible. Hab¨ªa seguido a Ortega a todas partes, durante los duros a?os de la emigraci¨®n, llevando con ella una forma refinada de domesticidad, poniendo en varios pa¨ªses casas hospitalarias, acogedoras, llenas de decoro, en las que se pod¨ªa estar, pensar, escribir.
Sab¨ªa complacer a Ortega y llevarle el humor, sin presunci¨®n, sin beater¨ªa ni ojos en blanco. Sab¨ªa hasta tal punto que estaba casada con un hombre de genio, que no necesitaba decirlo, ni mostr¨¢rselo, ni probablemente pensar en ello. (Iba a escribir que estaba casada con un ?genio?, pero no era as¨ª, y supongo que nunca se le ocurri¨®; estaba casada con un hombre genial, que no es lo mismo,.no esa especie egol¨¢trica y un poco demencial, un poco teatral tambi¨¦n, que tanto se cultiva y sobre la cual se escriben biograf¨ªas).Rosa hablaba de su marido como ?Pepe?, y no ten¨ªa reparo en decir: ?Como Pepe no sirve para nada ... ?, entendiendo que no era capaz de ir a renovar los pasaportes. Y cuando, en Par¨ªs, Ortega, hombre de paladar exigente, dec¨ªa: ?Rosa, este arroz no es de Java?, Rosa respond¨ªa: ?Ser¨¢ de otra parte de Java ?.
?Cu¨¢nto de Rosa habla en la vida -y en la obra- de Ortega? No es f¨¢cil saberlo, pero sospecho que m¨¢s de lo que parec¨ªa, m¨¢s de lo que muchos pensaban. Las largas, frecuentes cartas, las llamadas casi diarias desde las ausencias alemanas, la ?instalaci¨®n? familiar que Ortega tuvo, y que era tan visible, todo ello sugiere lo que fue la serena claridad, el tranquilo esplendor femenino que Ortega tuvo tantos a?os al lado.
El rasgo capital de Rosa fue la conformidad. Es una palabra que ya casi no se usa; la ha desplazado la peyorativa ?conformismo?. En las acepciones que aqu¨ª interesan, el Diccionario de la Academia define ?conformidad? como ?adhesi¨®n ¨ªntima y total de una persona a otra?; y tambi¨¦n: ?tolerancia y sufrimiento en las adversidades?. No se puede definir mejor a Rosa Spottorno. La primera de estas acepciones vale para la relaci¨®n con Ortega; la segunda, para su actitud frente a las circunstancias de la vida.
All¨ª estaba siempre, disponible, tan grata de aspecto como de gesto, acogi¨¦ndolo todo con afabilidad, elegancia, resignaci¨®n y eficacia. Sab¨ªa quedarse un poco en la sombra, segura de que a su sombra habr¨ªa que volver. Y esa sombra la proyectaba sobre hijos, nietos, biznietos.CuaiYdo Ortega muri¨®, esa fue la gran prueba. Los que saben lo que Ortega era para ella pueden medir el golpe. Pero Rosa lo acept¨® como siempre aceptaba la realidad: con conformidad. No perdi¨® nunca la compostura, se rehizo, se qued¨® en' la casa de Monte Esquinza, 28, que permaneci¨® como antes, por la cual sin duda sent¨ªa pasear a Ortega, como sol¨ªa, buscando inspiraci¨®n o aguzando una idea por los pasillos. Cuando no lo sent¨ªa, cuando hac¨ªa demasiadas horas que no lo vela ni o¨ªa su voz, tal vez imaginaba que estaba absorto, trabajando, escribiendo en sus cuartillas anch¨ªsimas, con amplio margen izquierda que en su momento se llenar¨ªa de adiciones.Siempre que ve¨ªa a Rosa la encontraba inmaculadamente vestida, peinada, cuidada hasta el ¨²ltimo detalle; le gustaba que le dijera un elogio afectuoso. Si Ortega andaba por la casa, ?c¨®mo no iba a cuidar su belleza? Y si lo estaba esperando, o esperando la llamada -tal vez sin prisa-, ?c¨®mo no estar dispuesta, con pleno decoro, como siempre hab¨ªa vivido?La llamada ha llegado ahora; ha esperado un cuarto de siglo, procurando gozar en la medida de lo posible, como uno se acomoda en la sala de espera de una estaci¨®n hasta que llega el tren. En los ¨²ltimos dos o tres a?os, empezaban a o¨ªrse sus silbidos, tal vez el traqueteo de su inminente llegada. Tal vez Rosa empezara a sentir impaciencia. Quiero imaginar el nuevo encuentro, en ese ?nacimiento mayor? de que hablaba Maragall. Quiero decirle adi¨®s a una mujeradmirable, a una de las figuras m¨¢s nobles que he conocido?.
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