El fil¨®sofo que siempre vuelve
Lo interesante, lo fascinante, casi lo intrigante en Ortega es que siempre vuelve. Su obra pertenece a un per¨ªodo definido en la historia del pensamiento filos¨®fico y en una determinada circunstancia geogr¨¢fica -y as¨ª la quer¨ªa ¨¦l; bajo especie terrenal e hist¨®rica, no sub specie aeternitatis-. Pero hay en esa obra insinuaciones y p¨¢lpitos, encrucijadas y recovecos, destellos y atisbos con que nos encontramos de repente a la vuelta de un camino, cuando parec¨ªa ya lejana, tranquila en su espacio y en su tiempo, a modo de una larga y sinuosa cordillera de pensamientos, intuiciones y reflexiones armando una mole respetable y, por supuesto, memorable y conmemorable. Pero no: esa cordillera no estaba, por lo visto, inm¨®vil, sino que viajaba con nosotros, como la silueta de los montes a lo lejos vistos desde la ventanilla de nuestro tren, y lo ¨²nico que ocurr¨ªa es que no siempre repar¨¢bamos en ella porque su vista se hallaba obstruida, al asomarnos a la ventanilla, por alg¨²n otro pasaje circunstante: un bosque tupido, una cascada sonora, los tejados de un pueblo. Y he aqu¨ª que, de s¨²bito, reaparece.No reaparece porque se la recuerde por un motivo preciso -como ahora, a los veinte a?os de la muerte de su autor-, sino porque en nuestro camino filos¨®fico nos encontramos con esa obra, a veces cuando menos lo esper¨¢bamos y siempre en algunos momentos decisivos. Como a otros miembros de mi generaci¨®n, Ortega hab¨ªa seducido por su brillantez, por sus im¨¢genes, por sus met¨¢foras, por las cortinas que de continuo corr¨ªa ante las cosas m¨¢s nuevas de las gentes m¨¢s nuevas: nova novorum. Luego, una vez deshecho el encanto, o satisfecha la curiosidad, prosegu¨ªamos nuestra ruta, y aquella brillantez que nos hab¨ªa deslumbrado se nos convert¨ªa a veces en una luz demasiado juguetona, inclusive -para ?mezclar met¨¢foras?- demasiado florida. Se nos antojaba entonces que Ortega quedaba detr¨¢s, prisionero de sus propios retozos, y lo que quer¨ªamos era un camino directo, una ruta limpia y despejada. Entre la jungla y el desierto, estir¨¢bamos el cuello hacia el ¨²ltimo.
Est¨¢bamos equivocados -en todo caso, yo lo estaba-. El propio Ortega lo hab¨ªa previsto con sus frecuentes quejas de que el lector tiende a ?resbalar sobre lo negro?, adhiri¨¦ndose a la caligraf¨ªa y prestando escasa atenci¨®n a las ideas bajo las cuales, con premeditaci¨®n pero sin alevos¨ªa, el autor se ocultaba.
No se trata, por supuesto, de que pueda ocurr¨ªrsele a uno algo que resulta similar a lo que alguna vez hab¨ªa escrito Ortega. Al fin y a la postre, a uno pueden ocurr¨ªrsele necedades y no ser¨ªa justo descargar la conciencia carg¨¢ndoselas a otro. Y si no son necedades, sino ideas sugestivas similares a las que hab¨ªa forjado Ortega, puede muy bien suceder que uno haya seguido discurriendo, a pesar de todo, bajo su influencia. De lo que se trata es de algo m¨¢s sustancioso: de que, sea cualquiera la ruta que se haya emprendido, hay vueltas importantes en ella donde uno vuelve a encontrarse con el pensamiento de Ortega. Con lo que se encuentra uno es, pues, con un pensamiento vivo, que parece haber continuado su marcha, como milagrosamente, en el decurso de los a?os, pero es s¨®lo porque se trata de un pensamiento que llevaba consigo una enorme potencia, y que ha madurado, por as¨ª decirlo, por s¨ª mismo, sin necesidad de tener que practicar sobre ¨¦l ninguna clase de respiraci¨®n artificial. Un pensamiento vivo: esto es, algo que no tenemos que resucitar por medio de ex¨¦gesis minuciosas, rememoraciones nost¨¢lgicas o gravosas monograf¨ªas.
La verdad es que si todo eso le pasara simplemente a ?uno?, no tendr¨ªa mayor importancia. ?Uno? no es, al fin y al cabo, el ¨²nico representante posible, o plausible, de la filosof¨ªa: ? uno ? es s¨®lo un rizo en un vasto mar constituido por muchos fil¨®sofos, incluyendo los que, por desgracia, no han conocido, o no se han enterado, o -lo que tambi¨¦n sucede- no quieren enterarse, de la obra de Ortega. Lo importante es que la filosof¨ªa de Ortega aparece y reaparece, viviente y desafiante, para todo el pensamiento contempor¨¢neo, independientemente de si quienes lo elaboran vean o no esa cordillera que con ellos constantemente se desplaza.
Lo que estoy escribiendo es un art¨ªculo period¨ªstico o, a lo sumo, un mu?¨®n de ensayo; no es ni siquiera un ensayo o, como Ortega dec¨ªa, ?la ciencia sin la prueba expl¨ªcita?. Si as¨ª se toma, se comprender¨¢ que puedo proceder s¨®lo por muy remotas alusiones, y hasta por una sola, muy remota, alusi¨®n.
En los ¨²ltimos veinticinco a?os han pasado muchas cosas en filosof¨ªa. Entre ellas, una may¨²scula: el que algunos fil¨®sofos han comenzado a reparar en el car¨¢cter b¨¢sicamente problem¨¢tico, y nada ?fundamentador?, de la filosofia misma. Si esto fuera ¨²nicamente la jaleada ?muerte de la filosof¨ªa?, no habr¨ªa m¨¢s que hablar, porque, a despecho del jaleo, la filosof¨ªa sigue coleando. De lo que se trata es de algo m¨¢s interesante: de que el propio ?pensamiento?, filos¨®fico o no, resulta problem¨¢tico. De ah¨ª las tentativas m¨²ltiples de encontrar caminos nuevos, de soltar las riendas de la filosof¨ªa y agarrarse a otras cosas: a la ciencia, a la actividad pol¨ªtica, al arte. Pero con esto no se hace sino tratar de sustituir la filosof¨ªa por alguna otra cosa igualmente ?fundamentante?. ?No habr¨¢ llegado el momento de reconocer que todo intento de esta ¨ªndole es vano, que no hay ?fundamentos? ni ?pensamientos fundamentales?, que hay que vivir, como Ortega proclamaba a menudo, ?a la interriperie?? Los penetrantes an¨¢lisis que llev¨® a cabo Ortega de lo que llam¨® ?la teurgia y la demurgia? del pensamiento ponen los puntos sobre las ¨ªes. Lo que Ortega dijo al respecto es exactamente lo que estamos experimentando. Es la situaci¨®n que Ortega describi¨®, analiz¨®, pronostic¨® y profetiz¨® en tantos de sus escritos. Lo hizo con los conceptos de que se dispon¨ªa en su ¨¦poca, y de acuerdo con ciertas propensiones filos¨®ficas. Pero de lo que hablaba es de lo mismo de que hablan hoy los fil¨®sofos que viven, para seguir usando expresiones orteguianas, ?a la altura de los tiempos?. Las v¨ªas del presente no existir¨ªan sin las del pasado, pero las primeras no son meramente una reiteraci¨®n de las segundas. Como dec¨ªa Ortega tan a menudo, y tan pertinentemente, no tenemos m¨¢s remedio que ?inventar?.
En esta vuelta hist¨®rica de nuestro camino han ido desapareciendo muchas cosas que se interpon¨ªan entre nosotros y la visi¨®n de esa cordillera que la obra de Ortega representa y que segu¨ªa discurriendo a lo largo de la ruta. Podemos ahora divisarla m¨¢s claramente y reconocerla como lo que es: una compleja masa de pensamientos que nos orienta sin que necesitemos por ello seguirla. Es ella la que, viva, alerta y latiente, nos sigue.
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