Creencias mundanas, ideas acad¨¦micas
Suelen creer ciertos detractores de Ortega, desde Marrero para ac¨¢, que el de ?mundano? es adjetivo filos¨®ficamente descalificativo, y con esa intenci¨®n torpemente peyorativa se lo aplican no pocas veces. Fue Ortega, sin duda, un fil¨®sofo mundano -incluso mondain-, y hasta me atrever¨ªa a decir que esa es, precisamente, una de las m¨¢s valiosas constantes de su pensamiento. Naturalmente, escribo ?mundano? sin el menor rastro de connotaciones reductoras, con vieja gracia filos¨®fica y desde la vigorosa distinci¨®n que Kant estableci¨® entre la filosof¨ªa mundana y la acad¨¦mica, dial¨¦ctica que por lo visto sigue viva, coleando y cabreando en este pa¨ªs. Para Kant, como se sabe, el fil¨®sofo mundano es el legislador de la raz¨®n -por oposici¨®n al acad¨¦mico, que ser¨ªa el artista de la raz¨®n-, es decir, aquel que intenta territorializar la raz¨®n en las coordenadas temporoespaciales del hombre, el relaciones p¨²blicas entre las muy abstractas artes de la Academia y las concretas realidades hist¨®bricas, sociales, vitales o cotidianas del mundo; el imprescindible conectivo entre las ideas de laboratorio y las creencias populares. El fil¨®sofo como agente doble.Pero no s¨®lo fue Ortega fil¨®sofo mundano, como se repite, porque prefiri¨® utilizar las columnas de la Prensa a la tarima universitaria en la exposici¨®n y difusi¨®n de su pensamiento filos¨®fico, ni tan siquiera por su continuo esfuerzo de traducir la jerga del gremio al lenguaje period¨ªstico -lo que, sin duda, todav¨ªa es m¨¦rito grande y ex¨®tico por estos pagos-; lo fue, sobre todo, por su decidida y continuada voluntad de superar el cl¨¢sico enfrentamiento a muerte entre el plano del conocimiento y el plano de la realidad. Siempre intent¨® Ortega a lo largo de su vida trascender el tradicional duelo territorial entre el ?ser? y el ?conocer?; antinomia, por cierto, cuya biograf¨ªa dilatada se confunde con la de la mism¨ªsima historia de la filosof¨ªa y a la quehemos visto travestida de muy diversos ropajes: fe popular y voz de Dios, en el pensamiento medieval; m¨ªstica y teolog¨ªa durante la reforma; poes¨ªa y ciencia en la Ilustraci¨®n; ser social y conciencia del hombre en la vulgata del marxismo, etc¨¦tera. Es en el ensayo
Ideas y creencias (1940) donde Ortega plantea expl¨ªcita, original y apasionadamente el antiguo dilema a partir de la distinci¨®n que establece entre el plano de las creencias y el plano de las ideas.
Las creencias del hombre son para Ortega la tierra firme sobre las que se mueve la vida y conforman eso que hemos dado en llamar ?realidad? con escasa fortuna. Para decirlo con el caracter¨ªstico lenguaje orteguiano: en las creencias se est¨¢ y contamos con ellas, pero las ideas se tienen de manera consciente y las construimos precisamente porque no creemos en ellas. Lo cual quiere decir que esas creencias por las que vivimos, nos movemos, somos y morimos articulan el discurso mundano de la filosof¨ªa. son el escenario en el que representamos con verosimilitud primaria la siempre confusa ceremonia de lo real; mientras que las ideas, o lo que es lo mismo los pensamientos que tenemos sobre las cosas y que surgen cuando las creencias vacilan y se desmoronan, constituyen la llamada vida intelectual o acad¨¦mica, que, seg¨²n Ortega, ?es secundaria a nuestra vida real o aut¨¦ntica y representa en ¨¦sta s¨®lo una dimensi¨®n virtual o imaginaria?.
Dejando a un lado la pertinencia actual de la dualidad orteguiana, lo cierto es que la misma reproduce con precisi¨®n geom¨¦trica los avatares de la famosa oposici¨®n de Kant. Son las creencias las que para Ortega legislan la raz¨®n del mundo, y deber¨¢n ser los fil¨®sofos acad¨¦micos, los creadores y manipuladores de esas ortop¨¦dicas ideas que surgen de las crisis los que representen el show de la raz¨®n. Y eso, al margen de que buena parte de esos mundanos saberes en los que estamos inmersos -ensimismados, repite Ortegaprocedan de los laboratorios de la Academia, y despu¨¦s, al cabo de los tiempos, hayan sido asumidos y vividos como arraigadas creencias.
Hace Ortega algo m¨¢s que plantear una nueva versi¨®n subtitulada de la dualidad cl¨¢sica a partir de la distinci¨®n que plantea entre pensar una cosa y contar con ella; toma tambi¨¦n partido en el duelo y apuesta abiertamente por las creencias, por la visi¨®n e implantaci¨®n mundana de la filosof¨ªa. Pero lo hace desde el arte de las ideas, lo cual evidencia por paradoja el entramado fuertemente dial¨¦ctico del asunto, que aunque Ortega venga a decirnos que no son las ideas de los hombres las que determinan su vida, sino las creencias de la vida las que determinan las ideas -para utilizar una ret¨®rica t¨ªpicamente marxiana-, es notorio que la conclusi¨®n mundana del ensayista madrile?o procede directamente de la Academia, o sea, es un producto m¨¢s de lo que ¨¦l llama ?fantasmagor¨ªa de la vida intelectual?. No se le escapa a Ortega la contradicci¨®n, y en el citado texto intenta resolverla asegurando que, a pesar de todo, a pesar de las esencias y de las urgencias mundanas, tambi¨¦n en este juego el fil¨®sofo acad¨¦mico tiene una misi¨®n: la de la ridiculez. Porque ?hay ciertas ridiculeces que deben ser dichas ?, y est¨¢ visto que s¨®lo los artistas de la raz¨®n poseen ese peculiar y redentor hero¨ªsmo.
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