Cuidado con la concupiscencia
Buena la hicieron nuestros primeros padres: con un pecado primigenio pusieron en circulaci¨®n esa vor¨¢gine llamada concupiscencia. Los diccionarios m¨¢s avanzados sostienen que el pecado original., al romper la armon¨ªa entre las tendencias sensibles y racionales, ha introducido en el hombre un desequilibrio fundamental, y los bienes sensibles le atraen poderosamente. Esta atracci¨®n es la famosa concupiscencia, que, a juzgar por lo sinuoso de sus manejos, debe ser representada bajo la forma de serpiente.San Juan Evangelista nos habla de la concupiscencia de la vida, la concupiscencia de los ojos y la concupiscencia de la carne, en un alarde de expresividad po¨¦tica. La primera vendr¨ªa a ser la envoltura dentro de la cual se halla la concupiscencia de los ojos, a trav¨¦s de la que penetramos, a modo de ¨¦mbolo, en el pecado conocido como concupiscencia de la carne.
Bien es cierto que los cristianos han seguido concupisciendo y reproduci¨¦ndose a lo largo de la historia, al margen de los teoremas, de alguna manera amparados por el espejo lum¨ªnico de san Agust¨ªn, que propuso el matrimonio como remedio de la concupiscencia.
El tema no deja de ser sugestivo, ya que permiti¨® a te¨®logos, fil¨®sofos y doctrinarlos de la t¨²nica practicar la elegancia social de la especulaci¨®n, construir mundos can¨®nicos y elevarse a unas alturas mentales de las que no entiendo c¨®mo pod¨ªan bajar a la hora de acoplarse en el lecho con la leg¨ªtima esposa. A pesar de tanta tradici¨®n, Descartes se muestra muy reticente con respecto a la concupiscencia, hasta el punto de excluirla de su complet¨ªsima tabla de pasiones del alma. Tal postura racionalista supuso un aut¨¦ntico descr¨¦dito para nuestro dichoso apetito concupiscente, que no hizo sino ir perdiendo posiciones con el paso del tiempo. En la ¨¦poca actual, dominada por Freud, el sexo como liberaci¨®n y otras hierbas medicinales, hay que reconocer que se encontraba en el m¨¢s absoluto de los olvidos. Sobre su tumba crec¨ªan ya los matojos inservibles.
Y de repente, en este oto?o de 1980, la concupiscencia resucita gracias a un joven Papa que, al decir de los corresponsales de Prensa, est¨¢ dando una gran importancia al problema del sexo, ya que en sus dos primeros a?os de pontificado, durante todas las audiencias, no ha hablado pr¨¢cticamente de otra cosa.
En el marco, pues, de esta inquietud, el Vaticano, obviando a san Agust¨ªn, a Descartes y a Freud, entre otros, se despacha con un discurso titulado Interpretaci¨®n psicol¨®gica y teol¨®gica del concepto de concuviscencia. La palabra, as¨ª, resurge cual ave f¨¦nix. ?Y con qu¨¦ vuelo majestuoso, arm¨®nico, amenazante! Los que han hablado de revoluci¨®n a este respecto no andan descaminados, pues la nueva teor¨ªa es de una importancia social acaso comparable a la de la relatividad. S¨®lo que aqu¨ª las cosas no son relativas, sino absolutas: ?El adulterio del coraz¨®n el hombre lo puede cometer con su propia mujer si la trata s¨®lo como objeto de satisfacci¨®n del instinto?.
Retumban las columnas de ciertos templos.
(Una primera observaci¨®n,
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acaso incidental. Siempre que se habla de concupiscencia se est¨¢ condenando al hombre. ?Por ventura la esposa no podr¨ªa cometer tambi¨¦n este pecado? ?La mujer no tendr¨¢, digo, las mismas posibilidades de condenarse que el hombre? Alguien deber¨ªa re?vindicar este derecho).
Pero vayamos al centro del problema. Hasta ahora, el hombre se casaba por razones diversas: porque la mujer ten¨ªa dinero, por librarse de la soledad, por encontrar una sirvienta a bajo precio, por amor hacia una mujer, por solucionar la acuciante llamada del sexo, etc¨¦tera. Durante siglos, el cristiano ha ido funcionando mal que bien en la cama, atra¨ªdo por los encantos figurados o reales de su mujer, sin preguntarse excesivamente, cuando apagaba la luz y jugaba a m¨¦dicos con ella, si la estaba amando espiritualmente o no.
El caso es que ahora, cuando el cristiano se ve acosado por tantos agobios, como su puesto de trabajo en precario, la p¨¦rdida del poder adquisitivo de su salario, la letra vergonzante que acecha, la contaminaci¨®n en el barrio, la inestabilidad de su equipo de f¨²tbol, el descarr¨ªo del hijo mayor, etc¨¦tera, viene el Vaticano y le aprieta un agujero m¨¢s al cintur¨®n al decirle: ?Ojo con tu ojo?. Ya no le basta controlar el ojo cuando se le va en pos de la vecina del quinto. Ahora resulta que no debe mirar a su esposa con concupiscencia si esta mirada no va acompa?ada de amor espiritual.
Lo cual plantea una serie de interrogantes, no s¨¦ si de orden teol¨®gico, cuya importancia no cabe ignorar.
1. Cu¨¢nto amor espiritual necesita el marido para poder amar con concupiscencia a su mujer.
2. Cuando hace el amor con su esposa sin amor espiritual, cu¨¢nto grado de control debe tener sobre su deseo para que ¨¦ste no sea concupiscente.
3. Si no amando espiritualmente a su esposa, y rechazando como buen fiel la concupiscencia, le sobreviene un gatillazo, ?qui¨¦n paga los platos rotos?
4. Si la esposa no es un objeto, como da a entender el precepto, y desea ser amada concupiscentemente, ?qui¨¦n ser¨¢ responsable de la frustraci¨®n femenina ante la negativa marital?
5. Si por renuncia a la concupiscencia se renuncia tambi¨¦n al acto amoroso y se producen frustraciones en cadena que provocan la ruptura de la pareja, ?cu¨¢l de los dos c¨®nyuges es culpable?
6. Si por seguir la continencia concupiscente ;e ven abocados al divorcio y el Vaticano les cierra asimismo esa puerta, ?qu¨¦ pueden hacer esto; infelices para librarse del pecado que tan insistentemente les cerca?
7. En conclusi¨®n: si no pueden hacer el amor, ni divorciarse, ni suicidarse -porque tambi¨¦n es pecado-, ?no deber¨ªan las i¨®venes parejas meditar profundamente antes de acceder al sacramento matrimonial?
Mucho me temo que los autores del revoluzionario invento concupiscente no han tenido en cuenta ninguno de estos supuestos, lo cual no deja de ser lamentable.
Por otro lado, como han se?alado los panegiristas de turno, el precepto vaticano es profundo y delicado. Dice que gracias a ¨¦l ?se coloca a la mujer en la plenitud de su dignidad, ya que una mujer deseada s¨®lo fisiol¨®gicamente no s¨®lo deja de ser esposa, sino que se convierte en una prostituta?. ?Caramba con los panegiristas, con qu¨¦ crudeza hablan del sexo de los ¨¢ngeles! Y a todo esto, ?qu¨¦ pasa con la mujer? Algo tendr¨¢ que decir cuando so bre ella se vuelcan miradas con cupiscentes de se?ores ajenos que adem¨¢s se permiten hasta llamarlas prostitutas.
Puestas as¨ª las cosas, habr¨ªa quiz¨¢ una soluci¨®n: que el hom bre deje de m.irar con concupiscencia a su esposa gracias a un antifaz y, para que el amor material funcione, sea la propia mujer la que mire al marido concupiscentemente. ?Podr¨ªa llegarse a una transacci¨®n de este tipo?
Parece entonces que la clave est¨¢ en el deseo desordenado. (?Toda concupiscencia es desordenada o hay una que no lo es?) El deseo en s¨ª no es malo, s¨®lo resulta pecaminoso cuando se acepta con desarreglo. En cualquier caso, despu¨¦s de tanta matizaci¨®n, queda clara una cosa: usted puede desear a su mujer. con orden; es decir, su mirada no debe echar chiribitas sobre ciertas zonas er¨®genas de su esposa; las manos no se le han de convertir en tent¨¢culos pulposos. Act¨²e simplemente con dos manos tranquilas y dos ojos serenos, sin regodeo. ?Ah!, y la boca no debe babearle en esas ¨ªntimas tesituras. Siendo as¨ª, usted est¨¢ dentro de un orden bendito.
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