El lector Juan Carlos Onetti
Hacia el n¨²mero 1.497, la calle de Gonzalo Ram¨ªrez era triste y oscura aquella noche. El ascensor, desvalido y quejoso, me llev¨® lentamente hasta el departamento. Muy poco antes yo hab¨ªa llegado al aeropuerto de Montevideo. Iba por fin a conocer a Onetti. Pronto va a hacer diez a?os y todav¨ªa, siempre que voy a visitarlo, sigo sintiendo esa alegr¨ªa respetuosa que me dice que en el fondo le hablo de usted. Llam¨¦ a la puerta y me abri¨® Dolly. En diversas paredes de aquella casa pobre Onetti hab¨ªa pinchado aproximadamente un centenar de fotos recortadas de diarios o revistas. Sobre la cabecera de su cama (casi siempre recibe y charla medio incorporado en su cama, con una obstinaci¨®n de insomne cr¨®nico) vi una foto de una muchacha muy hermosa, como de veinte a?os: era hija suya y de una mujer de quien ya estaba separado hac¨ªa tiempo. Entre los muchos rostros de artistas que calentaban sus paredes recuerdo los de Faulkner, Dostoiewsky, Charlie Parker, Cort¨¢zar. Estos dos ¨²ltimos y la muchacha protagonizan esta p¨¢gina.Recordad El perseguidor. En ese relato memorable hay un instante aterrador, resuelto en unas cuantas l¨ªneas, cuya sencillez es una forma de respeto por la desdicha, como cuando damos el p¨¦same de todo coraz¨®n. Johnny -es decir, Charlie Parker- ha venido agujereando, incendiando y estremeciendo las p¨¢ginas de esta peque?a gran novela con su m¨²sica s¨²bita, sus excitaciones drogadas, sus candorosas c¨®leras, su autocastigo, su frenes¨ª y su genio. Hemos sabido ya que Johnny es un esclavo rebelde de la vida y la m¨²sica, que persigue a las sombras hasta derretirlas en forma de sonidos, que es un genio y un insensato que est¨¢ perdido para siempre, que ha nacido para ser superior y desgraciado y que cuando nos d¨¦ todas sus heridas se romper¨¢ como un cacharro. Tal vez piensa eso Bruno, el cr¨ªtico de jazz, el distante amigo cotidiano de Johnny, mientras toma su copa en un rinc¨®n del caf¨¦ Flore, mirando a Johnny que acaba de perder a su hija a manos de la muerte y que all¨¢ al fondo charla con alguien, toma algo, ?hasta que de repente, sin nada que anuncie lo que va a suceder, veremos levantarse lentamente a Johnny, mirarnos y reconocernos, venir hacia nosotros, y al llegar a la mesa se doblar¨¢ un poco con toda naturalidad, como quien va a tomar una papa frita del plato, y lo veremos arrodillarse frente a m¨ª, con toda naturalidad se pondr¨¢ de rodillas, y me mirar¨¢ en los ojos y yo ver¨¦ que est¨¢ llorando, y sabr¨¦ sin palabras que Johnny est¨¢ llorando por la peque?a Bee?.
Tras esa escena y hasta que concluye el relato a¨²n quedan quince p¨¢ginas. Onetti nunca las ley¨®. No pudo, o no necesit¨®, leer una sola l¨ªnea m¨¢s. De esa historia, Onetti s¨®lo ley¨® cuarenta p¨¢ginas, hasta llegar a la escena del arrodillamiento, del llanto mudo y el desaferado silencio, de la mirada insoportable y pordiosera d¨¦ un Johnny que parece encamar un verso de Sabines: ?Voy a pedir perd¨®n al primero que encuentre?. Me han contado que Onetti, al llegar a ese instante del magistral relato de Cort¨¢zar, cerr¨® el libro, bebi¨® parsimoniosa y testarudamente, se levant¨®, se dirigi¨® al cuarto de ba?o, se mir¨® largamente en el espejo, todo ello despacioso, implacable, como la cara que tiene el destino cuando toma una decisi¨®n.
No nos importa aqu¨ª, ni es l¨ªcito, conjeturar sobre la historia de Onetti como padre. Basta saber que su hija vive y que Onetti la adora. Quiz¨¢ conviene imaginar que su amor es tan b¨¢rbaro que el solo hecho de leer en un libro que a Johnny se le ha muerto su hija es algo que a Juan Carlos Onetti puede enloquecerlo de miedo. Y conviene tambi¨¦n deducir que si El perseguidor no estuviese tan poderosamente escrito, los terrores no habr¨ªan podido revolverse en el coraz¨®n de Juan Carlos Onetti como despiadadas culebras. Tal vez ve esas culebras al fondo del espejo de su cuarto de ba?o, junto a su rostro desvaido por donde acaso se asoma Charlie Parker. Onetti mira atentamente el rostro de ese genio de la m¨²sica, el rostro de ese genio de la literatura (sin esfuerzo podremos imaginar que en el suelo de ese cuarto de ba?o aparece despacio, desde Par¨ªs, la presencia imposible de Cort¨¢zar, que Julio est¨¢ sentado en ese suelo, y que lo mira a Onetti, y que tiene cubierto de l¨¢grimas el rostro). Onetti contin¨²a mirando en el espejo su cara, la de Parker, la cara de la literatura, la cara de la vida total. Sin pronunciar una palabra da un insensato pu?etazo al cristal, y su rostro, y el horror a la muerte de Bee, la hija de Johnny, y de todas las hijas de los hombres, y la violenta admiraci¨®n a un relato maestro, todo, todo cae hecho a?icos en medio de una m¨²sica pavorosa de cristales quebrados. Mientras, la aparici¨®n est¨¢ llorando de gratitud y de ternura, y un saxof¨®n sin nadie suena en la oscuridad de la calle de Gonzalo Ram¨ªrez.
All¨ª viv¨ªa el admirable y admirador Onetti hace diez a?os, cuando lo conoc¨ª. Un ascensor muy viejo me aproxim¨® despacio hasta su apartamento. He interrogado a mi memoria para saber si guarda conocimiento de un escritor que alguna vez haya dado una prueba tan sanguinaria y ten tempestuosa de amor a la literatura. La memoria me responde que no, mientras recuerda que el dedo coraz¨®n de la mano derecha de Juan Carlos Onetti est¨¢ ligeramente deformado, para siempre, en homenaje a un libro, y al horror, y al amor. Con amor y aprendiz llam¨¦ a la puerta de su casa. Abri¨® Dolly. Abrac¨¦ por vez primera a mi maestro. Vi un centenar de fotos en las paredes del apartamento. Entre ellas hab¨ªa una de Cort¨¢zar, otra de Charlie Parker, otra de una muchacha muy hermosa.
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