Cuento de horror para la Nochevieja
Llegamos a Arezzo un poco antes del mediod¨ªa, y perdimos m¨¢s de dos horas buscando el castillo medieval que el escritor Miguel Otero Silva hab¨ªa comprado en aquel recodo id¨ªlico de la campi?a toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era f¨¢cil encontrar a alguien que supiera algo en las calles invadidas por los turistas. Al cabo de muchas tentativas in¨²tiles volvimos al autom¨®vil, abandonamos la ciudad por un sendero sin indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos nos indic¨® con precisi¨®n d¨®nde estaba el castillo. Antes de despedirse nos pregunt¨® si pens¨¢bamos dormir all¨ª, y le contestamos -como lo ten¨ªamos previsto- que s¨®lo ¨ªbamos a almorzar. ?Menos mal?, dijo ella, ?porque esa casa est¨¢ llena de espantos?. Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos a pleno sol, nos burlamos de su. credulidad. Pero los ni?os se pusieron dichosos con la idea de conocer un fantasma de cuerpo presente.Miguel Otero Silva, que adem¨¢s de buen escritor es un anfitri¨®n espl¨¦ndido y un comedor riguroso, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos hab¨ªa hecho tarde, no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no ten¨ªa nada de pavoroso, y cualquier inquietud se mitigaba con la visi¨®n completa de la ciudad desde la terraza de verano donde est¨¢bamos almorzando. Era dif¨ªcil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cab¨ªan 90.000 personas, hubieran nacido tantas de genio perdurable, como Guido de Arezzo, que invent¨® una escritura para cantar, o el espl¨¦ndido Vasari y el deslenguado Aretino, o Julio II y el propio Cayo Clinio Mecenas, los dos grandes padrinos de las artes y las letras de su tiempo. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su sentido del humor habitual que tan altas cifras hist¨®ricas no eran las m¨¢s insignes de Arezzo. ?El m¨¢s importante ?, nos dijo, ?fue Ludovico?. As¨ª, sin apellidos: Ludovico, el gran se?or de las artes y de la guerra que hab¨ªa construido aquel castillo de su desgracia.
Miguel Otero Silva nos habl¨® de Ludovico durante todo el almuerzo. Nos habl¨® de su poder sin medida, de su amor desgraciado y de su muerte espantosa. Nos cont¨® c¨®mo fue que en un instante de locura del coraz¨®n, hab¨ªa apu?alado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuz¨® contra s¨ª mismo a sus feroces perros de guerra, que lo despedazaron a dentelladas. Nos asegur¨®, muy serio, que a partir de la medianoche el espectro de Ludovico deambulaba por su castillo de tinieblas, tratando de conseguir un instante de sosiego para su purgatorio de amor. Sin embargo, a pleno d¨ªa, con el est¨®mago lleno y el coraz¨®n contento, aquello no pod¨ªa parecer sino una broma como tantas otras de Miguel Otero Silva para entretener a sus invitados.
El castillo, en realidad, era inmenso y sombr¨ªo, como pudimos comprobarlo despu¨¦s de la siesta. Sus dos pisos superiores y sus 82 cuartos hab¨ªan padecido toda clase de mudanzas de sus due?os sucesivos. Miguel Otero Silva hab¨ªa restaurado por completo la planta baja y se hab¨ªa hecho construir un dormitorio moderno con suelos de m¨¢rmol e instalaciones para sauna y cultura f¨ªsica, y la terraza de flores intensas donde hab¨ªamos almorzado. ?Son cosas de Caracas para despistar a Ludovico?, nos dijo. Yo hab¨ªa o¨ªdo decir, en efecto, que lo ¨²nico que confunde a los fantasmas son los laberintos del tiempo.
La segunda planta estaba sin tocar. Hab¨ªa sido la m¨¢s usada en el curso de los siglos, pero ahora era una sucesi¨®n de cuartos sin ning¨²n car¨¢cter, con muebles abandonados de diferentes ¨¦pocas. La planta superior era la m¨¢s abandonada de todas, pero se conservaba en ella una habitaci¨®n intacta, por donde el tiempo se hab¨ªa olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico. Fue un instante m¨¢gico. All¨ª estaba la cama de marquesina, con cortinas bordadas en hilos de oro y el sobrecamas de prodigios de pasamaner¨ªa todav¨ªa salpicado con la sangre de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el ¨²ltimo le?o convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas y el retrato al ¨®leo del caballero pensativo, pintado por algunos de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que m¨¢s me impresion¨® fue el olor a fresas recientes que permanec¨ªa, sin explicaci¨®n posible, en el ¨¢mbito de la habitaci¨®n.
Los d¨ªas del verano son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Despu¨¦s de mostrarnos el interior del castillo, Miguel Otero Silva nos llev¨® a ver los frescos de Piero della Francesca, en la iglesia de San Francisco; luego nos tomamos un caf¨¦ bien conservado bajo las p¨¦rgolas de la plaza embellecidas por los primeros aires de la noche, y cuando volvimos al castillo para recoger las maletas encontramos la cena servida, De modo que nos quedamos a comer. Mientras lo hac¨ªamos, los ni?os prendieron unas antorchas en la cocina y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos de arriba. Desde la mesa o¨ªamos sus pasos de caballos cerreros por las escaleras, el crujido l¨²gubre de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos abandonados. Fue a ellos a quienes se les ocurri¨® la mala idea de que nos qued¨¢ramos a dormir. Miguel Otero Silva los apoy¨® encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.Al contrario de lo que yo tem¨ªa, dormimos muy bien; mi esposa y yo, en un dormitorio de la planta baja, y mis hijos, en el cuarto contiguo. Mientras trataba de conseguir el sue?o cont¨¦ los doce toques insomnes del reloj de p¨¦ndulo de la sala, y por un instante me acord¨¦ de la pastora de gansos. Pero est¨¢bamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sue?o denso y continuo, y despert¨¦, despu¨¦s de las siete, con un sol espl¨¦ndido. A mi lado, Mercedes navegaba en el mar apacible de los inocentes. ?Qu¨¦ tonter¨ªa?, me dije, ?que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos?. S¨®lo entonces ca¨ª en la cuenta -con un zarpazo de horror- que no est¨¢bamos en el cuarto donde nos hab¨ªamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, acostados en su cama de sangre. Alguien nos hab¨ªa cambiado de cuarto durante el sue?o.
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