El proyectil auton¨®mico
El desarrollo de este proceso que Conduce al ?Estado de las autonom¨ªas? nos est¨¢ confirmando que tal proyecto de Estado ni se ajusta a un plan te¨®rico seriamente pensado -o sea, que no es proyecto realmente-, ni responde a unas exigencias ciertas de la sociedad espa?ola. Dicho de otro modo, todo parece indicar que en este asunto la carreta ha sido puesta delante de los bueyes. Por si fuera insuficiente el an¨¢lisis de los datos objetivos disponibles y los que resultan de la fiebre anclaluza y los desquiciamientos all¨ª habidos desde la famosa pregunta ininteligible del refer¨¦ndum, los porcentajes recient¨ªsimos referidos a Galicia tambi¨¦n lo demuestran.Vayamos por partes. En Espa?a, las autonom¨ªas no parten, como en otros pa¨ªses, de la existencia de unas etnias diferenciadas y diferenciadoras, que es lo ¨²nico que puede ofrecer justificaci¨®n racional al hecho autonomista. Puesto que no se parte de esa ¨²nica raz¨®n y motivaci¨®n, quiere decir que se trata de un suceso artificial.
El Estado de las autonom¨ªas no existe en el magma social, ni corno aspiraci¨®n popular ni como fundamento de una doctrina, sino en virtud de la peregrina idea que algunos tuvieron de crearle, para arropar desde esa extra?a estrategia las dos ¨²nicas situaciones hist¨®ricas diferenciales que aqu¨ª exist¨ªan, y que eran Vasconia y Catalu?a.
Todo lo dem¨¢s, tanto al nivel de pueblo como al de eruditos de la historia e int¨¦rpretes de ¨¦sta, es puro artificio, al margen de la existencia de unos cuantos pol¨ªticos que han visto en la exaltaci¨®n de los sentimientos locales -que no nacionales- el escabel de sus personales pretensiones. En Andaluc¨ªa, por ejemplo, nadie, salvo los escasos seguidores de Blas Infante, m¨¢s ut¨®picos y l¨ªricos que ide¨®logos, reclam¨® autonom¨ªa hasta que desde Madrid -desde la Moncloa- les incitaron a hacerlo; para hacer de contrapeso a la demanda que bajaba del Norte.
En Valencia, en Extrernadura, en Arag¨®n, a nadie se le hab¨ªa ocurrido esa invenci¨®n de las nacionalidades y los estatutos auton¨®micos, con himnos, banderas y clamores de ?redenci¨®n?. En Galicia, donde el sentimiento autonomista tambi¨¦n naci¨® en ¨¦pocas recientes, al est¨ªmulo de vascos y catalanes, o sea no con la espontaneidad de lo que fuese una exigencia de la ra¨ªz y de los siglos, ya se ha visto y palpado que era un sentimiento exiguo, invocado por una minor¨ªa casi inapreciable, integrada exclusivamente por la clase pol¨ªtica, a la que ha apoyado un porcentaje m¨ªnimo de votantes a nivel popular, y cuya invitaci¨®n a pronunciarse sobre el tema ha sido desde?ada desde la abstenci¨®n por la inmensa mayor¨ªa del pueblo gallego. Todo esto no son apreciaciones subjetivas, sino datos ciertos e infalsificables.
?Es as¨ª, con tan notorio despego de los ciudadanos, como se persiste en continuar la construcci¨®n del ?Estado de las autonom¨ªas??... ?Sin que nadie lo reclame, sin que nadie lo proyecte, y con pocos seguidores entusiastas? ?Es as¨ª como se nos lleva a los espa?oles a una estructura federal o ?quasi federal?, como acaba de definir teratol¨®gica y misteriosamente, a ese ?Estado de las autonom¨ªas?, el ?quasi ministro? don Manuel Broseta, coincidiendo con Enrique Bar¨®n?
Medio siglo despu¨¦s de que
fueran pronunciadas, debieran
servirnos para la meditaci¨®n
ciertas palabras de Ortega, en sus reflexiones sobre ?descentralizaci¨®n autonomista? y ?federaci¨®n?: ?Un Estado unitario que se federaliza es un organismo hacia su dispersi¨®n?, dijo. Observemos que para la mayor¨ªa de los dirigentes pol¨ªticos actuales no parece haber distinci¨®n entre los conceptos auton¨®mico y federativo: los consideran sin¨®nimos. Sin embargo, para Ortega, ?el autonomismo reconoce la soberan¨ªa del Estado y reclama poderes secundarios para descentralizar lo m¨¢s posible funciones pol¨ªticas y administrativas. En cambio, el federalismo no supone el Estado, sino que a veces aspira a crear un nuevo Estado con otros Estados preexistentes?.
Todo est¨¢ ya dicho en nuestro pa¨ªs, aunque muchas cosas se hayan olvidado peligrosamente. De ah¨ª la gran preocupaci¨®n que hoy nos atormenta. Se est¨¢ despejando que lo primero, o sea las autonom¨ªas, son un concepto equ¨ªvoco, inaut¨¦ntico, artificial, sin raigambre popular, aunque algunos traten de justificarlo desde Carlos I o Felipe II. Y ya algunos piensan que el remedio para el disparate sea un disparate mayor: la federalidad. ?Habr¨¢ que dar un repaso a los textos y ponerlos al alcance de la mano de nuestra clase pol¨ªtica dirigente?
El derecho auton¨®mico de la Confederaci¨®n Helv¨¦tica es complejo, como tambi¨¦n lo es el de Estados Unidos de Am¨¦rica. No se apoya solamente en lo que concierne a las celdillas que integran el panel, sino a la articulaci¨®n de aqu¨¦llas en una ensambladura formal que fisonomiza a ¨¦ste. En ambos casos -que siempre se citan como ejemplo por los panegiristas de las autonom¨ªas y del federalismo, y que nada tienen que ver con nuestro caso-, primero estuvieron los Estados y de ellos naci¨® el prop¨®sito de ensamblarse y articularse en una entidad superior. Quiere decir que all¨ª se lleg¨® a la articulaci¨®n auton¨®mica o federalista precisamente en virtud de un sentido de acercamiento, de aproximaci¨®n, de fortalecimiento, que es todo lo contrario a la disgregaci¨®n.
Lo de Espa?a es diferente. Aqu¨ª se quiere empezar por la disgregaci¨®n de lo que ya est¨¢ art¨ªculado. Se pretende que Madrid se convierta en el simple eje de un abanico; pero abanico del cual hemos de empezar por construir las varillas. Hemos de desunir para crear Estados y luego hemos de federar a esos Estados para buscar un sistema de unidad. El ?Estado de las autonom¨ªas? as¨ª entendido -que es como est¨¢ saliendo- no se le hab¨ªa ocurrido a nadie, porque es un puro disparate; pero quiz¨¢ ocurra que sale as¨ª porque no se le ocurri¨® a nadie nada. ?Qu¨¦ podr¨ªa salir? Es como si del caos, de la locura, de la insensatez y del vac¨ªo de ideas pudiera esperarse que naciera un orden matem¨¢tico, una l¨®gica y una coherencia.
Pero hay m¨¢s. Algunas veces se ha sostenido que el sentimiento centralista era algo as¨ª como un patrimonio del pensamiento conservador, mientras que la descentralizaci¨®n era idea monopolizada por la izquierda. Tambi¨¦n es un sofisma y conviene advertirlo. ?El juego imprudente a las nacionalidades es siempre peligroso en un pa¨ªs como Espa?a, perennemente socavado por la anarqu¨ªa racial, y pudiera muy bien conducirnos a otra atomizaci¨®n cantonalista como la de 1873, que destruy¨® la primera Rep¨²blica?. Quien dijo estas palabras fue Luis Araquistain, dirigente marxista, cuyas objeciones al autonomismo y al federalismo eran, seg¨²n Salvador de Madariaga, de tres ¨®rdenes: una, porque ve¨ªa a Espa?a como naci¨®n viva encarnada en un Estado; otra, porque trataba ?el imperio de oligarqu¨ªas plutocr¨¢ticas y teocr¨¢ticas?, y tercera, por el peligro de atomizaci¨®n, ya que la taifa ha sido siempre la gran tentac¨ª¨®n del espa?ol en mal de constituci¨®n.
Para Madariaga, que tampoco puede incluirse en una lista de ?reaccionarios?, la cuesti¨®n estaba todav¨ªa m¨¢s clara: cuando dos pueblos se dan cuenta de que tienen un destino com¨²n, se unen, como Inglaterra y Escocia, y for-
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man la Gran Breta?a; cuando dos pueblos se dan cuenta de que sus destinos divergen, se separan, como Suecia y Noruega. ?Quien quiera que tenga de Espa?a un conocimiento suficiente?, dice, ?tiene que llegar a la convicci¨®n de que los pueblos peninsulares tienen un destino com¨²n; y s¨®lo pueden aferrarse a la conclusi¨®n contraria el perjuicio m¨¢s obcecado. Los hombres preclaros lo han visto siempre as¨ª, porque es evidente. Y la decadencia de Espa?a se debe mucho menos a la centralizaci¨®n austriaca (que es un mito), o borb¨®nica (que es una tradici¨®n francesa), que a la falta de solidaridad entre sus pueblos?. En Espa?a, el federalismo de Pi y Margall fue una abstracci¨®n doctrinaria, te¨®rica, una especulaci¨®n intelectual. Fructific¨® (aunque luego fracasara al desembocar de hecho en el cantonalismo) porque la doctrinase puso al servicio de otro prop¨®sito: el de instaurar la Rep¨²blica, a la que pretendi¨® dar el contenido que ¨¦sta, por s¨ª sola, no parec¨ªa tener. Los federalistas de 1869 no eran sino los republicanos; entraron en el juego no por una convicci¨®n visceral, emocional o racional, sino por una estrategia que les conduc¨ªa a la implantaci¨®n de la Rep¨²blica. Esto es y ya conviene decirlo: los federalistas de anta?o lo fueron por antimon¨¢rquicos. El pacto federal de 1869 fue la convulsi¨®n de los pactos estrat¨¦gicos de acci¨®n republicana que antes se hab¨ªan firmado en Tortosa, en C¨®rdoba, en Valladolid, en Eibar, en La Coru?a. Pero fueron pactos para derribar por esa v¨ªa el r¨¦gimen mon¨¢rquico. A la Rep¨²blica por el federalismo.
Ahora no sabemos -creo que no lo sabe ni siquiera quien parece conducir el proceso- a d¨®nde vamos; que por lo que concierne al espa?ol com¨²n, es a d¨®nde nos llevan. Los electores que votaron al partido gobernante, por ser ¨¦ste el sostenedor de un Gobierno que propugna el ?Estado de las autonom¨ªas?, tienen derecho a sentirse desconcertados. Nadie les dijo que poner en las urnas la papeleta del voto a favor de determinada candidatura significa, adem¨¢s, adherirse a una concepci¨®n de Espa?a de estructura ?quasi federalista?, por usar la denominaci¨®n que ha utilizado el se?or Broseta.
?No ser¨ªa m¨¢s racional y tambi¨¦n m¨¢s democr¨¢tico aclarar esta cuesti¨®n de las autonom¨ªas y los quasi federalismos, su extensi¨®n, sus l¨ªmites, su concepto preciso, antes de seguir y de llegar a extremos irreversibles? Si estamos a tiempo de gobernar el -veh¨ªculo -cosa que tampoco se sabe-, det¨¦ngase esta marcha alocada. ?O es que el veh¨ªculo se ha convertido ya en un proyectil que seguir¨¢ su curso independientemente de la voluntad y del instrumento que le dispar¨®? Si es as¨ª, ya no hay remedio. Yo no conozco ning¨²n proyectil que no est¨¦ destinado a hacer da?o al final. Apliquemos la moraleja al infortunado e indetenible proyectil auton¨®mico, porque ¨¦ste est¨¢ destinado a romper Espa?a en pedazos.
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