Chateaubriand al fondo
?Se puede escribir la vida de Dios, la obra de Dios en forma de novela transcendente? El empe?o resulta desconcertante y confuso. Jean d'Ormesson, el profundo y delicado escritor franc¨¦s, lo ha intentado en su ¨²ltima obra. Una blograf¨ªa de lo infinito la ha llamado el autor. El tiempo es en realidad el gran protagonista de estas p¨¢ginas. ?Cuando este mundo acabe, cuando no haya ni espacio, ni tiempo, todo cuanto nace, pasa y muere, habr¨¢ cesado de existir. ?No quedar¨¢ entonces traza de cuanto ha sido? Todo caer¨¢ en la memoria de Dios, puesto que a los ojos del Eterno no hay pasado, ni porvenir, sino un inmutable presente, el de la eternidad del ser?. En una curiosa dicotom¨ªa entre el curso filos¨®fico del an¨¢lisis del tiempo como espacio pensante de la realizaci¨®n humana que Dios va permitiendo se perfila una biograf¨ªa a retazos elegida al azar entre los millones de personajes que han pululado en la historia escrita de los pueblos desde que la historia empez¨® a recordarse.El novelista ha buscado la figura de Fran?ois Ren¨¦ de Chateaubriand, el hombre que llev¨® al pin¨¢culo la tersa claridad de la lengua de su pa¨ªs como hilo conductor de la otra novela alternativa que Contiene el volumen. Desde Proust, la evocaci¨®n enso?ada, surgiendo de la memoria sentimental de las cosas, sirve de base constructiva a muchos retratos de las letras modernas. El vizconde rom¨¢ntico, amador en cadena ininterrumpida de mujeres; viajero infatigable; diplom¨¢tico en activo; pol¨ªtico inconsistente, se fue descubriendo a s¨ª mismo como escritor soberano a lo largo de su propia vida. Borges explicaba certeramente que el secreto de la escritura se halla en el encanto de la prosa, concepto sutil y complejo de explicar, pero universalmente sentido. A Chateaubriand se le llamaba en su tiempo el ?gran encantador? por la magia de su estilo. Tard¨® bastante en percatarse de esa suprema condici¨®n de su talento y porfiaba en acentuar, en cambio, y cargar de doctrina conservadora y cat¨®lica, las P¨¢ginas de sus libros. Un amigo suyo, Joubert, hombre de rara clarividencia cr¨ªtica, le hizo llegar a trav¨¦s de Paulina de Beaumont -uno de sus grandes amores- esta breve instrucci¨®n sobre el modo de escribir que le conven¨ªa: ?Decidle a Chateaubriand que al p¨²blico no le importan las citas de los dem¨¢s, sino los pensamientos suyos. Que lo que interesa es su genio m¨¢s que su sabidur¨ªa; que en su obra se buscar¨¢ la belleza, y no la verdad; que su talento, y no su doctrina, lograr¨¢ el triunfo de sus libros; que Chateaubriand har¨¢ que el lector ame al cristianismo, y no al rev¨¦s. Este es un escritor distinto de los dem¨¢s. Su oficio es encantar?.
?Se puede leer hoy a Chateaubriand? El propio D'Ormesson nos confiesa que gran parte de su obra es ilegible para el gusto moderno. El genio del cristianismo? nos suena como un recital de ¨®rgano barroco y reiterativo que llega de las esferas ang¨¦licas en arpegios de m¨²sica celestial. La fuerza explosiva de su ¨¦xito europeo se debi¨® a la oportunidad de su aparici¨®n. La Francia posrrevolucionaria necesitaba una conversi¨®n hacia la derecha religiosa y hacia el orden conservador despu¨¦s de los brutales excesos del terror. Fue ese libro, Le g¨¦nie du christianisme, el que puso de moda otra vez a Dios en los salones del Par¨ªs proconsular. Y un militar de fortuna, Bonaparte, ya primer c¨®nsul, el que en la solemne funci¨®n del 18 de abril de 1802, en Notre D?me, consagr¨® la paz del Estado con la Iglesia, rodeado para la ocasi¨®n de sus imp¨ªos mariscales y de los dos eminentes defroqu¨¦s, el obispo de Autun, Talleyrand, ministro de Relaciones Exteriores, y el sacerdote oratoriano Fouch¨¦, ministro de la Polic¨ªa. El legado del Papa y treinta obispos cantaron el Te Deum. Francia volv¨ªa, oficialmente, a ser una naci¨®n cat¨®lica. Napole¨®n -como se dijo- hab¨ªa llevado a la Rep¨²blica ¨¤ confesse.
La riqueza de la prosa de Chateaubriand consiste en la cadencia perfecta de los vocablos que se hallan unidos por el ritmo del pensamiento. En las literaturas nacionales hay esos instantes de alta tensi¨®n que llegan a la cima, de la mano y de la pluma de un autor como estrellas fugaces que rasgan con su luz deslumbrante la noche del est¨ªo. Las Memorias de ultratumba son el fruto de una larga y reiterada evocaci¨®n personal destilada en el alambique del recuerdo. La memoria de la vida se iba trocando poco a poco en sus p¨¢ginas en obra de arte. Baroja escribi¨® una vez que la prosa de Chateaubriand era ?el vino de Lacrima-christi agriado por el curso de los a?os?. Pero el hombre que quiso hacer compatible la Monarqu¨ªa con la libertad y la Constituci¨®n, y que analiz¨® como nadie los errores de la restauraci¨®n de Luis XVIII y de Carlos X, a los que sirvi¨® con esc¨¦ptica fidelidad, no escribi¨® un libro de recuerdos amargos, sino una cr¨®nica de clarividente introspecci¨®n. Lo de menos son sus inevitables justificaciones personales. Lo que sobresale es el br¨ªo incontenible de un lenguaje que se impone sobre todos los dem¨¢s de su tiempo, y que llega en su influencia a trav¨¦s de V¨ªctor Hugo y de Proust hasta el idioma franc¨¦s de nuestros d¨ªas.
Chateaubriand hizo de su propia existencia un escenario que iba recreando y describiendo a lo largo de los a?os, en una tarea qu¨¦ culmin¨® al retirarse de la pol¨ªtica, con la llegada de la Monarqu¨ªa de julio. M¨¢s que un relato de la historia de Francia y Europa son las Memorias del m¨¢s all¨¢, una colosal introspecci¨®n an¨ªmica, una recherche de la vida perdida, ganada por el arte del narrador. D'Ormesson, con t¨¦cnica cinematogr¨¢fica, ilumina de tiempo en tiempo los episodios que concatenan la trayectoria del gran amoroso, de quien dice que lleg¨® a la pol¨ªtica al caer Napole¨®n, cargado ya de gloria literaria, pero, sobre todo, cubierto de mujeres que iban entrando y saliendo sin cesar en su vida de escritor cat¨®lico y legitimista. Paulina de Beaumont, que muri¨® en sus brazos en su villa romana del Pincio, fue quiz¨¢ la que m¨¢s le quiso, pues ten¨ªa, como tuberculosa, la desesperada sensualidad de los seres amenazados. Pero de toda la numerosa serie, acaso no am¨® el de veras, sino a Julieta Recamier, que encarn¨® la belleza rom¨¢ntica y serena que revelan sus conocidos retratos y el di¨¢logo epistolar interminable que trenzaba a lo largo de los a?os un tejido de intimidad com¨²n. Julieta iba a acompa?arle hasta el fin. Aquel prodigio de belleza arrogante, v¨ªctima del gran debelador, el tiempo, se hab¨ªa consumido fisicamente hasta convertirse en una ancianita casi ciega que buscaba, seg¨²n relata V¨ªctor Hugo, a tientas las manos del escritor retirado y enfermo para entrelazarlas en un ¨²ltimo mensaje. D'Ormesson relata c¨®mo muere Chateaubriand asistido y sacra mentado en su piso de la rue du Bac, una tarde del verano parisiense de 1848. Yace su cuerpo sobre una cama de hierro, mientras que del jard¨ªn del patio interior suben el calor y la luz de julio a trav¨¦s de las persianas entorna das. Al pie del lecho hay una gran caja de madera, abierta, que contiene el manuscrito completo de las Memorias de ultratumba. En un reclinatorio, una sombra menuda bisbisea unas oraciones. Era Julieta.
Casi pasa inadvertido el suceso. La revoluci¨®n de ese mismo a?o hab¨ªa no s¨®lo acabado con la monarqu¨ªa orleanista, sino agrietado los cimientos de la reacci¨®n conservadora europea instrumentada en el congreso de Verona en 1823, por Chateaubriand, Metternich y Canning. La dial¨¦ctica defensiva del altar y el trono hab¨ªa retrasado el proceso revolucionario del viejo mundo durante treinta a?os. Despu¨¦s del terremoto pol¨ªtico y social del manifiesto comunista, la historia del siglo iba a ser diferente. La gente no se acordaba ya en 1848 de Chateaubriand, ni de Carlos X, ni de la legitimidad de los Capetos. Se trataba ahora de saber si en Francia la burgues¨ªa dominante pod¨ªa hacer frente a la insurrecci¨®n social con f¨®rmulas eficaces de autoritarismo y de libertad. Detr¨¢s de la espada de Cavaignac, asomaba ya la perilla de Luis Napole¨®n.
El romanticismo impregna la obra y la vida de Chateaubriand y envuelve en un trasfondo teatral y artificioso sus escenarios y sus juicios. En esa gran fantasmagor¨ªa de sus p¨¢ginas late el decisivo componente de Am¨¦rica, la Am¨¦rica india de los or¨ªgenes, la caribe?a y la n¨®rdica, como motivo de inspiraci¨®n. Chateaubriand era enemigo de Robespierre, pero admirador de Rousseau. Su hombre natural no adulterado por la civilizaci¨®n lo encontr¨® el novelista en los habitantes primitivos del Nuevo Continente, de esa Am¨¦rica que tambi¨¦n har¨ªa so?ar a Napole¨®n a trav¨¦s de los relatos de Josefina la criolla. D'Ormesson nos cuenta que el padre de Chateaubriand era, a pesar de su rancio linaje, un capit¨¢n de nav¨ªo que se dedicaba al corso y al tr¨¢fico de esclavos negros. De ah¨ª deduce una divertida y compleja historia que acaba en el negro Portarlier, el primer terrorista modemo europeo, cuya misteriosa personalidad bajo el imperio trata de esclarecer.
Espa?a es -con Roma y Oriente- el otro gran tema del romanticismo itinerante del vizconde bret¨®n. La Andaluc¨ªa ¨¢rabe, el secreto de Granada, las intrigas abencerrajes, los castellanos altivos, los grandes m¨ªsticos, el Versalles de las estepas -que es como llama a El Escorial-, todo entra en el condumio hisp¨¢nico. La gran operaci¨®n diplom¨¢tica de su mandato como ministro de Exteriores franc¨¦s fue la invasi¨®n de Espa?a por los 100.000 soldados del duque de,Angulema, en 1823. ?El gran acontecimiento de mi carrera pol¨ªtica fue la guerra de Espa?a?, escribe Chateau briand. ?Fue para m¨ª lo que el genio del cristianismo represent¨® en mi carrera literaria. Mi destino fue emprender aquella poderosa aventura que bajo la restauraci¨®n hubiera podido regularizar la marcha del mundo hacia el porvenir?. Cre¨ªa que la intervenci¨®n militar para liquidar el sistema constitucional de las Cortes liberales era no s¨®lo una consecuencia obligada de los acuerdos entre las grandes potencias de Europa para imponer una homogeneidad ideol¨®gica en el continente, sino una especie de contrapartida obligada a la invasi¨®n napole¨®nica. ?Entonces quisimos imponer a Espa?a una dinast¨ªa revolucionaria ex¨®tica. Hoy trata mos de salvar al rey leg¨ªtimo de sus secuestradores revolucionarios?. Cuando las tropas france sas restablecieron en el trono de Madrid a Femando VII como rey absoluto, comprendieron muy pronto el siniestro y repulsivo ca mino que iniciaba la d¨¦cada ominosa y se retiraron r¨¢pidamente. Pero ya Chateaubriand, autor de la aventura, hab¨ªa dimitido a ra¨ªz de un esc¨¢ndalo parlamentario relacionado con esa guerra. Carlos X ten¨ªa celos de la brillantez literaria de Chateau briand, que, sin embargo, encar naba la lealtad din¨¢stica. ?Llevo sobre mis espaldas la casaca del heraldo de la legitimidad?, escrib¨ªa. Luis XVIII, monarca gotoso, d¨¦bil y aburrido, dec¨ªa a su hermano: ?Cuida de no admi tirjam¨¢s a un poeta en los asuntos p¨²blico: lo estropear¨¢ todo. Los poetas no sirven para nada?.
Hasta su tumba, por cierto innominada, en el islote de Saint-B¨¦, en la bah¨ªa de Saint-Malo, es un monumento al romanticismo, como si estuviera ya sumergido en la eternidad del tiempo antes de la consunci¨®n de la historia humana. Tanta vanidad y tan intensa vida despiertan todav¨ªa rencores y envidias. Simone de Beauvoir cuenta que Sartre visit¨® el lugar y orin¨® deliberadamente sobre ¨¦l. Fue, por lo visto, un manifiesto existencialista de origen nefr¨ªtico. La ciudad de Saint-Malo es el C¨¢diz de la Breta?a, la ciudad amurallada que avanza sobre las aguas y vive por y para el mar. Hab¨ªa una colonia gaditana en Saint-Malo y un n¨²cleo de marineros malvinos en C¨¢diz. ?Quiero reposar junto a esta mar que tanto he amado?, escribe Chateaubriand en su testamento. Plinio, que califica con tanta precisi¨®n los parajes y los paisajes, llama a la Breta?a ?la pen¨ªnsula espectadora del oc¨¦ano?.
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