El invernadero
Cuarenta y cinco minutos son suficientes para saber lo que vale el peine de la libertad perdida. Sobre todo cuando se reflexiona boca abajo, con las piernas y los brazos extendidos sobre la moqueta de un pasillo cualquiera del palacio de las Cortes, con varios fusiles autom¨¢ticos; apuntando en diversas direcciones a pocos palmos. Esa libertad que algunos sectores dem¨®cratas de este pa¨ªs han minimizado, a menudo ridiculizado y con frecuencia subestimado. Esa libertad que tanto cost¨® arrancar y que, sin embargo, parecemos incapaces de conservar e, incluso, de utilizar. Los ¨²ltimos d¨ªas de la historia de este pa¨ªs dan, sin duda, materia sobrada para una meditaci¨®n en profundidad de las fuerzas pol¨ªticas, sectores sociales y ciudadanos en general, especialmente de las primeras, si es que se quiere, de una vez para siempre, dejar de convivir entre esos fantasmas que peri¨®dicamente se corporizan haci¨¦ndonos sentir el v¨¦rtigo de ese infierno civil que es un sistema pol¨ªtico sin libertades.No nos enga?emos, no se trata de que sobre nuestra joven e imperfecta democracia hayan ca¨ªdo en los ¨²ltimos tiempos toda una serie de plagas ajenas a ella y como llovidas del cielo (asesinato de Ryan, torturas a Arregui, secuestros de Su?er y de tres c¨®nsules, intento de golpe de Estado y desprecio por los representantes del pueblo, entre otros hechos), sino que, de alguna manera, est¨¢n saliendo al exterior, como un sarpullido, se?ales inequ¨ªvocas de una enfermedad con la que el nuevo r¨¦gimen no ha querido, no ha sabido o no ha podido enfrentarse: la regeneraci¨®n moral de un cuerpo social debilitado por varios lustros de dejaci¨®n de sus responsabilidades, tanto ciudadanas como de ¨ªndole ¨¦tico moral. Traspasar en su integridad la culpa de esta aut¨¦ntica degeneraci¨®n c¨ªvica a las insuficiencias e incapacidades de la clase pol¨ªtica, especialmente a la que ha gobernado, es minimizar el problema y, de alguna manera, desentenderse de ¨¦l. Aqu¨ª se ha jugado, hemos jugado todos, a algo tan grave como la, por otra parte evidente, mala gobernaci¨®n del pa¨ªs: el desprestigio de la libertad y de las instituciones, por supuesto que insatisfactorias, en las que se asienta.
La democracia espa?ola se ha criado en un invernadero y con abundancia de material alambicado y con muchos, much¨ªsimos, retales de la dictadura que, conviene recordarlo, fue bastante m¨¢s que un r¨¦gimen personal ejercido con dureza por el general Franco. Estratos sociales muy importantes (no s¨®lo el Ej¨¦rcito, no s¨®lo la Iglesia, no s¨®lo la oligarqu¨ªa) se identificaron con ¨¦l a lo largo de esos cuarenta a?os en que el secuestro de las libertades no preocup¨® demasiado la atenci¨®n de mucha gente que, m¨¢s tarde, se encontr¨® con ellas y las utiliz¨®, sin referencias ¨¦ticas y sin medida, para profundizar, no en la democracia, sino en sus carencias, no en desarrollar las posibilidades que su ejercicio comportaba, sino en el desencanto. El ?no es esto, no es esto? apareci¨® apenas a los tres meses de que este pa¨ªs tuviese sus primeras elecciones libres y, desde luego, antes de la Constituci¨®n, elaborada por un consenso que romp¨ªa los h¨¢bitos hist¨®ricos de un pa¨ªs m¨¢s propicio a la confrontaci¨®n que al acuerdo, que fue inmediatamente estigmatizado y, todo hay que decurlo, aprovechado por los pol¨ªticos para hacer constantes ejercicios nialabares de prestidioltaci¨®n y de ocultismo ante la opini¨®n p¨²blica. La historia de la transici¨®n tiene m¨²ltiples lecturas, no cabe duda. Sus aspectos negativos y, los m¨¢s abundantes, positivos. Pero, con la estrecha colaboraci¨®n del terrorismo (uno de los fen¨®menos m¨¢s reaccionarios objetivamente considerados de la moderna historia de Espa?a), una crisis econ¨®mica que nunca dio sensaci¨®n de estar conducida y una notable tendencia a la trivializaci¨®n y a la frivolidad en buena parte de la clase pol¨ªtica, y de sus aleda?os en los medios de comunicaci¨®n, se decidi¨®
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tirar por la calle de en medio del masoquismo nacional y el ?esto es una mierda; los pol¨ªticos, unos necios, y el pa¨ªs no tiene remedio? cobraron carta de naturaleza, sin pararnos a pensar que la autodestrucci¨®n es siempre m¨¢s segura para desaparecer del mapa que el hacer cara al enemigo. De hecho, en el mundo moderno muere m¨¢s. gente por suicidios y por imprudencia en la conducci¨®n del propio veh¨ªculo que por guerras o por accidentes.
Sin darnos cuenta, hemos desarmado a la democracia. Los dem¨®cratas, para m¨¢s inri y sin enterarnos muy bien d¨®nde esta iba, y est¨¢, el verdadero enemigo que, por su lado, se rearmaba febrilmente con los argumentos que le serv¨ªamos en bandeja. Un juego muy peligroso y una prueba de insensatez que se arropaba en los gratificantes cantos de sirena de una progres¨ªa de andar por casa que, en lugar de aprovechar hasta el ¨²ltimo resquicio de libertad, se dedic¨® a hacer de pla?idera de la utop¨ªa y de compa?ero de viaje de una decepci¨®n que, obviamente, no ten¨ªa para todos los mismos fundamentos. Porque una cosa es criticar la democracia para que ¨¦sta avance y se desarrolle y otra muy distinta aprovechar los fallos, reales, para decir que ¨¦sta no sirve. De modo que nos hemos pasado un tiempo precioso en discutir el sexo de los ¨¢ngeles (y ah¨ª est¨¢n muchas p¨¢gi nas del diario de sesiones del Parlamento y otras tantas de peri¨®dicos para comprobarlo) y en despellejarnos los unos a los otros, en cuestiones de tr¨¢mite, o en cualquier caso de importancia secundaria, mientras los enemigos reales de la democracia ganaban terreno y campaban por sus respetos. Y esto, por supuesto, sin desconocer la indudable culpa de un poder no ejercido con la contundencia y ejemplaridad precisas y la culpabilidad que dimana de intolerables omisiones para hechos que fueron enfocados con ?la vista gorda? y con la t¨¢ctica del avestruz y no con el rigor que exige todo Gobierno responsable.
Nadie va a olvidar aquellas r¨¢fagas de metralleta sobre el Parlamento. Por suerte, no hubo invitados de excepci¨®n: lo pudo ver al d¨ªa siguiente todo el pa¨ªs por las c¨¢maras de televisi¨®n y en directo por las emisoras de radio. Chapeau, compa?eros. A lo mejor es un aviso que nos llega a su debido tiempo. Cuando un amigo, a mi lado, se enjugaba las l¨¢grimas que todos ten¨ªamos en nuestros ojos, una vez que tuvimos la certidumbre de que se trataba de un golpe de Estado, tendidos como tantos otros en el suelo, supimos que esas balas hab¨ªan roto para siempre los cristales de nuestro invernadero. Que nuestra libertad era muy fr¨¢gil y hab¨ªamos jugado con ella como si fuera de acero. Que nuestros enemigos estaban armados y nosotros s¨®lo ¨¦ramos dem¨®cratas. La ¨²nica salida, y la lecci¨®n, es que hay que hacer del invernadero una fortaleza. Y eso no se consigue tirando piedras sobre nuestro propio tejado. Hay que sentirse tan humillados como nos sentimos todos los que est¨¢bamos all¨ª dentro, en aquella posici¨®n vejatoria, para sentir el aprecio, que s¨®lo confiere la libertad, por poder seguir viviendo de pie.
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