Pr¨¢cticas americanas
En realidad, casi siempre que se han formulado teor¨ªas acerca de los mecanismos que rigen -o deben regir- el caminar de la historia, lo que suele acontecer es que, sin apenas hacerse perceptible en un primer instante, se van deslizando los ejes de marcha de la visi¨®n conjunta de los acaecimientos y situaciones que el historiador nos quiere relatar. El fil¨®sofo de la historia acostumbra creer, poco menos que con fe ciega, en aquella cl¨¢sica enunciaci¨®n en la que se afirmaba que ?la historia es la maestra de la vida?.Concordes con esa aseveraci¨®n, la mayor¨ªa de los fil¨®sofos de la historia -por muy distintos que sean su instrumental y el campo cient¨ªfico y sociol¨®gico de donde proceden- concluyen por derivar a las funciones, poco menos que sacras, de augures o profetas. La secularizaci¨®n de las ciencias y las sociedades les aleja de las inspiraciones ultraterrenas y de la auscultaci¨®n del vuelo y las entra?as de las aves. Pero aunque manejen otros elementos y materiales, no por ello han perdido sus instintos y vocaciones de ar¨²spices, con todo el cortejo de clarividencias y misticismos que tales actitudes arrastran.
Se acierte o no con los pron¨®sticos, cualquier tipo de profetismos suele suscitar iluminadas estelas de seguidores. Dejando a un lago a los grandes profetas aparecidos tras los ¨²ltimos fulgores rom¨¢nticos -como, por ejemplo, Marx y Spengler, salvando distancias y opuestas posiciones-, la mayor¨ªa de los actuales especuladores con el destino de la humanidad, por mucho que afirmen estar atentos a otros fen¨®menos y lugares, nunca dejan de tener clavado por lo menos un ojo en las ocurrencias y perspectivas americanas.
Todav¨ªa por alg¨²n tiempo -aunque no sea m¨¢s que por lo que a¨²n queda por desollar del rabo de este siglo-, el porvernir de los hombres va a estar en m¨¢xima medida determinado por los pulsos de poder entre USA y la URSS. Verdad de Perogrullo, podr¨¢n pensar bastantes lectores ante esta afirmaci¨®n. Pero ella, t¨¦ngase en cuenta, no ha sido formulada sino a modo de punto de partida. Algo as¨ª como si para iniciar un estudio. acerca de la pasada centuria manifest¨¢ramos que se abre con la pugna sin cuartel entre Napole¨®n y la Gran Breta?a.
Otra aseveraci¨®n no menos patente es la de registrar el deterioro padecido por ambos colosos, sobre todo en la zona correspondiente a su fisonom¨ªa y proyecci¨®n morales. Pienso que apenas se precisa una nueva aportaci¨®n de pruebas para apuntalar lo apreciable a simple vista. No basta con invocar que un Estado naci¨® al impulso y servicio de los m¨¢s nobles prop¨®sitos e idealizaciones. Las realidades del poder, especialmente cuando es preparado para el dominio universal -sean cuales fueren sus formas o pretextos-, engendran la inevitable corrupci¨®n, secuela de las acumulaciones de autoridad e influjo.
Pero las lecciones de los reveses y desgastes hist¨®ricos no suelen aprenderse ni cuando se sufren en carne propia. Cual si nunca hubieran acontecido, con su acompa?amiento de desastres e inverecundias, se retorna a los viejos y viciados m¨¦todos y procederes. As¨ª, a la invasi¨®n rusa de Afganist¨¢n -los apetitos hegem¨®nicos se mantienen iguales en la era, sovi¨¦tica que en la zarista-, parece corresponder en USA un renacimiento de nostalgias por la que se domin¨® la pol¨ªtica del ?gran palo?. Y no echemos de ello las culpas a los contubernios y maniobras de los pol¨ªticos. Bien cercana tenemos la prueba de las
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recientes elecciones norteamericanas. Sin adelantarnos ahora a enjuiciar la posible pol¨ªtica del nuevo presidente, resulta instructiva la constataci¨®n de que una de las promesas que iba a acarrear copiosas votaciones en favor del candidato Reagan ser¨ªa la de devolver a USA el perdido prestigio de su en¨¦rgica actitud -con la acci¨®n consiguiente- frente a los problemas del mundo. O sea -traducido a lenguaje pragm¨¢tico y electoralista-, el retorno a las pr¨¢cticas de un cierto intervencionismo, con desembarcos de marines y todo, si las urgenc¨ªas de la estrategia global lo hac¨ªan necesario.
Muy due?os son los ciudadanos de cada pa¨ªs de so?ar sus a?oranzas como les apetezca. Pero sin olvidar que, en pol¨ªtica, sue?os y nostalgias suelen ser portillos hacia la adversidad y la frustraci¨®n. Hubo tiempos -y nada remotos- en los que las referencias de sost¨¦n a las actuaciones norteamericanas pasaban casi inevitablemente, por la invocaci¨®n de la unidad continental. Con ese esp¨ªritu fue impulsada la creaci¨®n de la OEA (Organizaci¨®n de Estados Americanos), nacida, tras la dram¨¢tica ordal¨ªa de la Conferencia Interamericana de Bogot¨¢, sobre la sangre y los incendios del ?bogotazo?.
El mapa de equilibrios y ascendientes entonces imaginados apenas cubre hoy unas precarias apariencias de validez. Como curiosa an¨¦cdota premonitaria, resulta interesante recordar que en el avi¨®n cubano -que, a semejanza de otros Gobiernos, enviara el de La Habana a Bogot¨¢, para evacuar a su delegaci¨®n en el caso de que no cediera la tormenta revolucionaria- fue puesta a salvo una tropilla de agitadores, de la que se dijo que formaba parte el joven Fidel Castro.
Cierto o no el rumor, lo destacable es que comenzaba la leyenda castrista antinorteamericana, uno de cuyos arrebatados precedentes lo constituyera la aventura de Sandino en Nicaragua. Poco a poco, la Cuba comunista, con el largo brazo sovi¨¦tico operando en el coraz¨®n del Caribe, ha concluido por descomponer seriamente el dispositivo continental acordado por los estrategas de Washington.
El castrismo, no lo olvidemos, constituy¨® -sobre todo en sus inicios, hace m¨¢s de dos d¨¦cadas- un fen¨®meno sumamente complejo, cuya honda comprensi¨®n se vio dificultada por el simplismo de considerarlo un movimiento marxista m¨¢s. Es posible que ahora vaya quedando reducido a eso; pero en los preludios, ah¨ª est¨¢ la realidad, signific¨® una aut¨¦ntica ilusi¨®n para el confuso y tumultuoso mundo iberoamericano. El denominador com¨²n de esa esperanza -no hay por qu¨¦ disimularlo- lo establec¨ªa la resentida emanaci¨®n del antinorteamericanismo, con la adici¨®n de otro ingrediente de gran importancia, al que me he referido en varias ocasiones: la ansiedad por ofrecer alguna f¨®rmula imaginativa de car¨¢cter pol¨ªtico a la altura de los tiempos.
La historia es simple. En verdad, el mosaico emancipado del antiguo tronco espa?ol supo aprovecharse, con ambiciosa conciencia de personificaci¨®n hist¨®rica, del Impulso conjuntado de las revoluciones liberal y nacional -la m¨¢s genuina expresi¨®n del romanticismo pol¨ªtico-, merced a las cuales alcanzar¨ªa a caracterizar diversos pueblos independientes y abiertos al futuro. Pero siglo y medio es un extenso lapso, m¨¢xime si dentro de ¨¦l se han producido hechos tan determinantes como el desarrollo imperial de los Estados Unidos. Frente a semejante acontecimiento -ya pronosticado por Alexis de Tocqueville-, el resto del Continente vino a pade cer una especie de retracci¨®n. El gigante del Norte era demasiado poderoso para no influir, incluso por la propia inercia de la magnitud, hasta en la misma dependencia de sus vecinos. Fue un tiempo en el que cada pa¨ªs iberoamericano pudo so?arse un David en potencia.
Pero al lado de esos ensue?os y ambiciones crec¨ªa la conciencia de que era preciso salir al paso de la ¨¦poca con nuevos hallazgos creativos, tanto en lo social y pol¨ªtico como en lo moral. Ya no es posible regresi¨®n alguna, en t¨¦rminos generales. Cuando las fuerzas morales asoman la cabeza con cierta energ¨ªa suele ser muy dif¨ªcil su decapitaci¨®n. De ah¨ª que el ciudadano estadounidense tenga que medir con discreta mesura el arco de sus nostalgias. Nadie le va a negar el derecho a embriagarse con grandezas pasadas. Pero siempre que no imagine que puede recuperarse lo perdido con los antiguos procedimientos. El recurso al ?gran palo? es probable que s¨®lo consiguiera, en las circunstancias vigentes, una desmanteladora aceleraci¨®n de la cat¨¢strofe.
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