La invenci¨®n democr¨¢tica y el Rey
Durante las ¨²ltimas semanas, tras la escenificaci¨®n golpista del 23 al 24 de febrero, corren por ah¨ª informaciones, inasequibles a la mayor parte de los ciudadanos, en principio procedentes de la ultraderecha -y pronto aceptada, por la ultraizquierda tambi¨¦n, y de las que se van haciendo eco personas de ideas moderadas-, seg¨²n las cuales, por debajo de aquella mala representaci¨®n, y m¨¢s all¨¢, objetivamente, de la internalizaci¨®n del golpe que, en mayor o menor medida, y salvo Agust¨ªn Garc¨ªa Calvo, todos hemos padecido, habr¨ªa ocurrido un arreglo, un pacto y, con ¨¦l, un plazo -se habla, con supuesta precisi¨®n, de seis meses, como si resolver la crisis econ¨®mica y acabar con el terrorismo fuera cosa tan emplazable- concedido al Gobierno constitucional para enderezar, seg¨²n el criterio militar, los asuntos del pa¨ªs. Frente a tal ?estar en el secreto?, los ciudadanos no iniciados en ¨¦l, pero convencidos de que, en nuestro tiempo, la informaci¨®n es poder, y quien posee el m¨¢ximo de informaci¨®n es quien detenta el control de lo que va a ocurrir, parece que habr¨ªamos de tender a sentirnos disminuidos y casi tan confusos y aun perdidos como en aquellas horas del 23 al 24.Y s¨ª, es verdad, la informaci¨®n -lo que le falt¨® al Gobierno en las v¨ªsperas del d¨ªa 23- es poder; y a teriormente la nuda fuerza y la destreza eran poder: el jefe de los cazadores fue, se llamara as¨ª o no, el primer rey; el jefe de los guerreros, el segundo rey. Frente a estos sistemas primitivos y al ulterior del carisma religioso, discernido a un caudillo, o reconocido, tras el rito de la consagraci¨®n, al representante actual de toda una dinast¨ªa, el cual se ver¨ªa asistido, por ?gracia de Estado?, de la prerrogativa de conducir a sus s¨²bditos por la v¨ªa del bien com¨²n, la voluntad popular, esto es, la democracia, supuso un salto cualitativo en el proceso de humanizaci¨®n racional. Pero la democracia, de Atenas ac¨¢, va realiz¨¢ndose lentamente, al paso de la conquista de una ciudadan¨ªa no s¨®lo de derecho (derecho de voto, etc¨¦tera), sino tambi¨¦n de hecho: la mayor parte de los ciudadanos, en la realidad, no lo son; unos, porque no quieren -les es m¨¢s c¨®modo hacer dejaci¨®n de su personalidad-; otros, porque no pueden. La democracia es un largo y dif¨ªcil proceso de demo ratizaci¨®n, dentro del cual hoy habremos llegado, a lo sumo, al tr¨¢nsito del gobierno por ?los pocos?, al gobierno por ?los muchos?, estando lejos, todav¨ªa, del gobierno portodos.
O, dicho de otro modo: la democracia es un ?modelo ideal? y una invenci¨®n cultural. Que gobiernen los m¨¢s fuertes es lo natural. Que-gobiernen los ungidos es lo sobre-natural. Que los gobernantes sean los gobernados mismos es lo no-natural, esto es, lo racional y cultural, lo moral. Por eso es tan dif¨ªcil ser dem¨®crata.
La instituci¨®n mon¨¢rquica no pertenece al estadio de la democracia racional, sino al del carisma institucionalizado, transmitido por tradici¨®n. Es claro que no por eso carece de cierta racionalidad propia, de car¨¢cter instrumental. Para m¨ª, el m¨¢s poderoso argumento en pro de la monarqu¨ªa es el de Pascal: sustraer el poder supremo a las ambiciones encontradas de los poderosos. Aqu¨ª, como en los casos-l¨ªmite de la decimolog¨ªa, puede ocurrir que confiarse a la su,erte sea m¨¢s racional que decidir en favor de tal o cual candidato, el cual, encaramado en la suprema magistratura, puede entregarse a su ?voluntad de poder?, sucumbir a la tentaci¨®n de la ?soberbia de la vida?. Por el contrario, el nacido rey, y vitaliciamente tal, puede estar vacunado contra esa delirante enfermedad. Y adem¨¢s la monarqu¨ªa puede poseer una racionalidad circunstancial.
La monarqu¨ªa es, pues, compatible, si no con el ideal de la democracia, s¨ª con el proceso real de una progresiva democratizaci¨®n. La monarqu¨ªa democr¨¢tica, como, seg¨²n hemos dicho ya, la democracia misma, es una invenci¨®n racional, cultural, moral. Y, sin embargo, el monarca es un ser humano, tan d¨¦bil -o tan fuerte- como cualquier otro, tan expuesto a las tentaciones, ternores y flaquezas de los dem¨¢s. ?C¨®mo, entonces, garantizar la democracia de su gesti¨®n?
Una posibilidad, la de cada d¨ªa, la normal, consiste en su sometimiento a lo prescrito en la Constituci¨®n y, consiguientemente, la pura formalizaci¨®n de su gesti¨®n: el rey tiene que hacer todo y s¨®lo lo prescrito en la Constituci¨®n. O, dicho de otro modo: el rey reina, pero no gobierna.
Y, sin embargo, hay ocasiones en las cuales no es, como pensaron Carl Schmitt y Donoso Cort¨¦s, que la Constituci¨®n deba ser teleol¨®gicam ente suspendida, sino en las que, de hecho, como ocurri¨® en la jornada del 23 al 24, es violentamente atropellada. Se trata entonces de una situaci¨®n l¨ªmite. ?C¨®mo encararla? La mayor parte de los comentaristas del ?incidente?, como con seudotranquilizador eufemismo se le denomin¨® oficialmente durante las primeras horas, consideran la cuesti¨®n desde un punto de vista psicologista, panegirista y, sin confes¨¢rselo, soteriol¨®gico: el Rey, con su entereza y su capacidad de inmediata decisi¨®n, salv¨® la democracia, y es, pues, una persona en la que el pa¨ªs puede y debe confiar. O bien, como se atreven a insinuar los amigos de los golpistas, se habr¨ªa vuelto atr¨¢s de un acuerdo, m¨¢s o menos t¨¢cito, con ellos. O, en fin, seg¨²n los rumores a que al principio se refer¨ªa, que mim¨¦ticamente se han extendido m¨¢s y m¨¢s, el acuerdo, el arreglo, el pacto se habr¨ªa producido, ya que no, o s¨®lo indecisamente, antes. s¨ª despu¨¦s y, por tanto, la espada del Ej¨¦rcito-Damocles estar¨ªa pendiente sobre la democracia.
Una concepci¨®n no soterlol¨®olca, sino verdaderamente democr¨¢tica de la monarqu¨ªa, sin poner en cuesti¨®n las calidades psicomorales del rey, ha de considerar la cuesti¨®n desde un punto de vista sociol¨®gico o psicosociol¨®gico y, por supuesto, pol¨ªtico. El Rey ha asumido un rol, un papel, el de Rey dem¨®crata. No lo tuvo desde el principio. Al comienzo desempe?¨® el ,le Pr¨ªncipe de Espa?a. Luego antes que Rey fue capit¨¢n general. En seguida Rey para la transici¨®n a la democracia. Finalmente, Rey constitucional. Dec¨ªa yo antes que la dem cracia es una invenci¨®n. Tambi¨¦n el Rey, el papel de Rey dem¨®crata o constitucional es una invenci¨®n pol¨ªtico-cultural. Y por eso, m¨¢s que escudri?ar en la psicolog¨ªa de Juan Carlos, en su voluntad o en sus conversaciones privadas, lo que importa es la asistencia democr¨¢tica a su rol, a su papel. Cada uno de nosotros somos operativamente -no entro aqu¨ª en cuestiones metaf¨ªsicas- el papel que representamos. Ese papel no lo elegimos arbitraria ni solitariamente, sino que vie e condicionado si no dado, por los dem¨¢s y por el espejo que ellos nos tienden para que nos miremos en ¨¦l. El Rey, actor en el escenario nacional, no act¨²a, como Franco, a teatro vac¨ªo, sino ante el p¨²blico-pueblo del pa¨ªs entero. Lo que ¨¦l haga, como lo que, con menos trascendencia, hacemos todos, depende de lo que se espere de nosotros. Si un pobre sosias pudo actuar como aut¨¦ntico y heroico general della Rovere al ser tomado por tal, ?c¨®mo un rey no va a poder actuar siempre como tal rey? La apuesta por el Rey, no debe tener, pues, en r¨¦gimen democr¨¢tico, nada de soteriol¨®gico. Ha de ser, por el contrar¨ªo, y a la vez, un acto de exigencia y un voto de confianza nacional. Lo dem¨¢s son mesianismos, o psicologismos, o c¨¢balas de ?enterados?.
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