El r¨ªo de la vida
Por lo ¨²nico que quisiera volver a ser ni?o es para viajar otra vez en un buque por el r¨ªo Magdalena. Quienes no lo hicieron en aquellos tiempos no pueden ni siquiera imaginarse c¨®mo era. Yo tuve que hacerlo dos veces al a?o -una vez de ida y otra de vuelta- durante los seis a?os del bachillerato y dos de la universidad, y cada vez aprend¨ª m¨¢s de la vida que en la escuela, y mejor que en la escuela. En la ¨¦poca en que era bueno el caudal de las aguas, el viaje de subida duraba cinco d¨ªas de Barrinquilla a Puerto Salgar, donde se tomaba el tren hasta Bogot¨¢. En tiempos de sequ¨ªa, que eran los m¨¢s y los m¨¢s divertidos para viajar, pod¨ªa durar hasta tres semanas.El tren de Puerto Salgar sub¨ªa como gateando por las cornisas de rocas durante un d¨ªa completo. En los tramos m¨¢s empinados se descolgaba para tomar impulso y volv¨ªa a intentar el ascenso resollando como un drag¨®n, y en ocasiones era necesario que los pasajeros se bajaran y subieran a pie hasta la cornisa siguiente, para aligerarlo de su peso. Los pueblos del camino eran helados y tristes, y las vendedoras de toda la vida ofrec¨ªan por la ventanilla del vag¨®n unas gallinas grandes y amarillas, cocinadas enteras, y unas papas nevadas que sab¨ªan a comida de hospital. A Bogot¨¢ se llegaba a las seis de la tarde, que desde entonces era la hora peor para vivir. La ciudad era l¨²gubre y glacial, con tranv¨ªas ruidosos que echaban chispas en las esquinas y una lluvia de agua revuelta con holl¨ªn que no escampaba jam¨¢s. Los hombres vestidos de negro, con sombreros negros, caminaban deprisa y tropezando como si anduvieran en diligencias urgentes, y no hab¨ªa una sola mujer en la calle. Pero all¨ª ten¨ªamos que quedarnos todo el a?o, haciendo como si estudi¨¢ramos, aunque en realidad s¨®lo esper¨¢bamos a que volv¨ªera a ser diciembre para viajar otra vez por el r¨ªo Magdalena.
Eran los tiempos de los barcos de tres pisos con dos chimeneas, que pasaban de noche como un pueblo iluminado, y dejaban un reguero de m¨²sicas v suefios quim¨¦ricos en los pueblos sedentarios de la ribera. A diferencia de los buques del Misisip¨ª, la rueda de impulso de los nuestros no estaba en la borda, sine en la popa, y en ninguna parte del mundo he vuelto a ver otros iguiles. Ten¨ªan nombres f¨¢ciles e inmediatos: Atl¨¢ntico, Medell¨ªn, Capit¨¢n de Caro, David Arango. Sus capitanes, como los de Conradn, eran autoritarios y de buen coraz¨®n, com¨ªan como b¨¢rbaros, y nunca durmieron solos en sus camarotes remotos. Los tripulantes se llamaban marineros por su extensi¨®n, como si fueran deI mar. Pero en las cantinas y burdeles de Barranquilla, a donde se llegaban revueltos con los marineros de mar, los distinguieron con un nombre inconfundible: vaporinos.
Los viajes eran lentos y sorprendentes durante el d¨ªa, los pasajeros nos sent¨¢bamos por la terraza a ver pasar la vida. Ve¨ªamos los caimanes que parec¨ªan troncos de ¨¢rboles en la orilla, con las fauces abiertas, esperando que algo les cayera adentro para comer. Se ve¨ªan las muchedumbres de garzas que alzaban el vuelo asustadas por la estela del buque, las bandadas de patos silvestres de las ci¨¦nagas interiores, los cartumenes interminables, los manat¨ªes que amamantaban a sus cr¨ªas y gritaban como si cantaran en los playones. A veces, una tufarada nauseabunda interrump¨ªa la siesta, y era el cad¨¢ver de una vaca ahogada, inmensa, que descend¨ªa casi inm¨®vil en el hilo de la corriente con un gallinazo solitario parado en el vientre. A lo largo de todo el viaje, uno despertada al amanecer, aturdido por el alboroto de los micos y el esc¨¢ndalo de las cotorras.
Ahora es raro que uno conozca a alguien en los aviones. En los buques del r¨ªo Magdalena, los pasajeros termin¨¢bamos por parecer una sola familia, pues nos pon¨ªamos de acuerdo todos los a?os para coincidir en el viaje. Los Eljach se embarcaban en Calamar, los Pena y los Del Toro -paisanos del hombre caim¨¢n- se embarcaban en Plato; los Estorninos y los Vinas, en Magangue; los Villafanes, en el Banco. A medida que el viaje avanzaba, la fiesta se hac¨ªa m¨¢s grande. Nuestra vida se vinculaba de un modo ef¨ªmero, pero inolvidable, a la de los pueblos de las escalas, y muchos se enredaron para siempre con su destino. Vicente Escudero, que era estudiante de Medicina, se meti¨® sin ser invitado en un baile de bodas en Gamarra, baill¨® sin permiso con la mujer m¨¢s bonita del pueblo, y el marido lo mat¨® de un tiro. En cambio. Pedro Pablo Guill¨¦n se cas¨® en una borrachera hom¨¦rica con la primera muchacha que le gust¨® en Barranca bermeja, y todav¨ªa es feliz con ella y con sus nueve hijos. El irrecuperable Jos¨¦ Palencia, que era un m¨²sico cong¨¦nito, se meti¨® en un concurso de tamboreros en Tenerife, y se gan¨® una vaca que all¨ª mismo vendi¨® por cincuenta pesos: una fortuna de la ¨¦poca. A veces el buque encallaba hasta quince d¨ªas en un banco de arena. Nadie se preocupaba, pues la fiesta segu¨ªa, y una carta del capit¨¢n sellada con el escudo de su amigo serv¨ªa como justificaci¨®n para llegar tarde al colegio.
Una noche, en mi ¨²ltimo viaje de 1948, nos despert¨® un lamento desgarrador que llegaba a la ribera. El capit¨¢n Climaco Conde Abello, que era uno de los grandes, dio orden de buscar con reflectores el origen de semejante desgarramiento. Era una hembra de manat¨ª que se hab¨ªa enredado en las ramas de un ¨¢rbol ca¨ªdo. Los vaporinos se echaron al agua, le amarraron con un cabestrante, y lograron desencallarla. Era un animal fant¨¢stico y enternecedor, de casi cuatro metros de largo, y su piel era p¨¢lida y tersa, y su torso era de mujer, con grandes tetas de madre amant¨ªsima, y de sus ojos enormes y tristes brotaban l¨¢grimas humanas. Fue al mismo capit¨¢n Conde Abello a quien le o¨ª decir por primera vez que el mundo se iba a acabar si segu¨ªan matando a los animales del r¨ªo, y prohibi¨® disparar desde su barco. ?El que quiera matar a alguien, que vaya a matarlo en su casa?, grit¨®. ?No en mi barco?. Pero nadie le hizo caso. Trece a?os despu¨¦s -el 19 de enero de 1961-, un amigo me llam¨® por tel¨¦fono en M¨¦xico para contarme que el vapor David Arango se hab¨ªa incendiado y convertido en cenizas en el puerto de Magangue. Yo colgu¨¦ el tel¨¦fono con la impresi¨®n horrible de que aquel d¨ªa se hab¨ªa acabado mi juventud, y que todo lo ¨²ltimo que quedaba de nuestro, r¨ªo de nostalgias se hab¨ªa ido al carajo.
Se hab¨ªa ido, en efecto. El r¨ªo Magdalena est¨¢ muerto, con sus aguas envenenadas y sus animales exterminados. Los trabajos de recuperaci¨®n de que ha empezado a hablar el Gobierno desde que ¨²n grupo de per¨ªodistas concentrados pusieron de moda el problema, es una farsa de distracci¨®n. La rehabilitaci¨®n del Magdalena s¨®lo ser¨¢ posible con el esfuerzo continuado e intenso de por lo menos cuatro generaciones conscientes: un siglo entero.
Se habla con demasiada facilidad de la reforestaci¨®n. Esto significa, en realidad, la siembra t¨¦cnica di 59.110 millones de ¨¢rboles en las riberas del Magdalena. Lo repito con todas sus letras: cincuenta y nueve mil ciento diez millones de ¨¢rboles. Pero el problema mayor no es sembrarlos, sino d¨®nde sembrarlos. Pues la casi totalidad de la tierra ¨²til de las riberas es propiedad privada, y la reforestaci¨®n completa tendr¨ªa que ocupar el 90% de ellas. Valdr¨ªa la pena preguntar cu¨¢les ser¨ªan los propietarios qtie tendr¨ªan la amabilidad de ceder el 90% de sus tierras s¨®lo para sembrar ¨¢rboles y renunciar en consecuencia al 90% de sus ingresos actuales.
La contaminaci¨®n, por otra parte, no s¨®lo afecta al r¨ªo Magdalena, sino a todos sus afluentes. Son alcantarillados de las ciudades y los pueblos ribere?os, que arrastran y acumulan, adem¨¢s, deshechos industriales, agr¨ªcolas, animales y humanos, y desembocan en el inmenso mundo de porquer¨ªas nacionales de bocas de ceniza. En noviembre del a?o pasado, en Tocaima, dos guerrilleros se arrojaron en el r¨ªo Bogot¨¢ huyendo de las fuerzas armadas. Lograron escapar, pero estuvieron a punto de morir infectados por las aguas. De modo que los habitantes del Magdalena, sobre todo la parte baja, hace mucho tiempo que no toman ni usan agua pura ni comen pescados sanos. S¨®lo reciben -como dicen las se?oras- mierda pura.
La tarea es descomunal, pero esto es tal vez lo mejor que tiene. El proyecto completo de lo que hay que hacer est¨¢ en un estudio realizado hace algunos a?os por una comisi¨®n mixta de Colombia y Holanda, cuyos treinta vol¨²menes duermen el suefio de los injustos en los archivos del Instituto de Hidrolog¨ªa y Meteorologia (IMAT). El subdirector de ese estudio monumental fue un joven ingeniero antioque?o, Jairo Murillo, que consagr¨® a ¨¦l media vida, y antes de terminarle entreg¨® la que le quedaba: muri¨® ahogado en el r¨ªo de sus sue?os. En cambio, ning¨²n candidato presidencial de los ¨²ltimos a?os ha corrido el riesgo de ahogarse en esas aguas. Los habitantes de los pueblos ribere?os -que en los proximos d¨ªas van a estar en las primeras l¨ªneas de la intenci¨®n nacional con el viaje de la Caracola- deber¨ªan ser conscientes de eso. Y recordar q¨²e desde Honda hasta las Bocas de Ceniza, hay suficientes votos para elegir un presidente de la Rep¨²blica.
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