El eterno desenga?o
Partido en dos por carretera y r¨ªo, el pueblo despierta con un clar¨ªn lejano que viene amenazando cuando ya el sol enciende las cumbres de avellanos. No es toque de guerra, sino llamada mercantil, aviso trashumante abri¨¦ndose paso a trav¨¦s de muchos otros pueblos repletos de ganado. Pronto aparecen los vecinos, cada cual con su bid¨®n a cuestas que va a parar al cami¨®n, entre vagos saludos y tibias despedidas. Cuando desaparece, vuelve el silencio bajo el sol, el r¨ªo crece y hace crecer sus caminos sombr¨ªos de la noche, en tanto alguna que otra columna de humo espeso y blanco va a perderse en el cielo transparente.En tiempos del Madoz, este pueblo ten¨ªa, aparte de los pastos donde a¨²n llegan reba?os ajenos y lejanos, cereales, legumbres, fruta y c¨¢?amo, adem¨¢s de un concejo que, a toque de campana, reg¨ªa sus destinos seg¨²n reglas de un c¨®digo elemental basado sobre todo en el vino. Todo delito venial o grave contra la propiedad se castigaba con azumbres mediados o cuartillos. Tambi¨¦n contaban entonces sus vecinos con maestro rural y un cura con sotana y pantalones.
La historia poco dice de su tiempo, salvo lo que se ve, lo que cualquiera adivina a lo largo del camino que lo cruza, asfaltado ahora, corregido, aumentado en sus curvas mayores, moderno en lo que sirve, antiguo en lo que roza. Este camino, la carretera actual, sigue en gran parte el paso de una vieja calzada romana y un pu?ado de puentes, unos en uso todav¨ªa, otros sobre cauces secos de gente y agua, pura decoraci¨®n, anclados en vegas solitarias.
La historia de este pueblo, como la de tantos otros, consiste en una muda teor¨ªa de escudos y nombres que aluden a apellidos actuales. Tambi¨¦n hay, por supuesto, tradiciones, pero pronto se agotan en lugares comunes. El viento de la guerra civil, como en tantos lugares, barri¨® gentes y bienestar en uno y otro bando, prendi¨® aperos y establos, apag¨® tempestades y, de todo aquel grave sobresalto, s¨®lo mud¨® la techumbre de las casas, que pas¨® de la paja a la pizarra.
Con la guerra, la gente descrubri¨®, m¨¢s all¨¢ de los montes, otro universo nuevo, menos ce?ido al discurrir del r¨ªo, al canto de los grajos y al comp¨¢s de las horas que marcaban la sombra de las ruinas. Tras los padres, los hijos se marcharon; las mujeres, primero, igual que en los naufragios. Solamente volvieron, tenaces como siempre, los pastores pregonando el principio del verano.
Sube tambi¨¦n los domingos gente de paso con su comida y casa a cuestas, sufridos pescadores y monta?eros temerosos junto a antiguos vecinos en busca de los perdidos d¨ªas de su infancia. Los hijos que arrastran consigo miran y tocan puertas y ventanas, vagan sobre los prados sin segar y se entretienen mal que bien, lanzando piedras al r¨ªo, mal dispuestos a meterse en el agua.
Pero vac¨ªo y todo, hogar de cuatro casas donde, medio siglo atr¨¢s, se apretaba un mont¨®n de familias, nadie quiere vender sus solares o paredes. Al menos eso dicen mientras guardan sus umbrales verdes de ortigas, negros de retamas. Cada cual asegura que piensa edificar y, mientras tanto, vende sus mejores ¨¢lamos con el permiso del guarda forestal. S¨®lo es cuesti¨®n de enviar una instancia; la tala se autoriza por lo general y uno tras otro van cayendo a la vera del r¨ªo sus altivas coronas.
Arboles, r¨ªo, escuela poco importan. S¨®lo cuenta esa enorme lechera de lat¨®n que, sobre cuatro ruedas, mide el curso del tiempo en estos pueblos donde s¨®lo el idioma permanece ajeno a los estragos de la Prensa y la televisi¨®n.
Cada cual espera retirarse un d¨ªa, cuando toda aquella piedra labrada y rota se convierta de pronto en un tesoro de moros, como aquellos que hasta hace poco a¨²n se buscaban por las vaguadas de las sierras fronteras. Apenas el sol se oculta, la grey dominical desaparece. Es in¨²til que la televisi¨®n cante a la noche la carest¨ªa de la vida, el mal aire de las grandes ciudades, el agua empozo?ada de las villas. A fin de cuentas, all¨ª mismo, a pocos pasos, los detritos de la suya reci¨¦n metida en casa, en retrete y cocina, va a derramarse directamente al r¨ªo, y el furg¨®n donde llegan puntualmente frutas, verduras y hasta calamares deja tras de s¨ª un hedor inconfundible. No hay concejo que administre el dinero de los pastos, y los ni?os viven y estudian lejos, a medias entre la educaci¨®n y el claustro. Cuando llegan las deseadas vacaciones, su tiempo se les va en descubrir un r¨ªo que apenas conocen y los tocones que tras de s¨ª dejaron las muertes de los ¨¢rboles. Vacas y terneros, antes esclavos de arado y la tierra, han venido a convertirse tambi¨¦n para ellos en animales sagrados, como en la misma India, capaces de regir la devoci¨®n, la econom¨ªa de sus padres. Un nuevo estado social ha transformado la vida de estos valles, nacido de entre sus duras patas, de entre sus tiernas ubres. El dinero se atesora en los bancos, en tanto los muros del r¨ªo se caen, el techo de la iglesia se derrumba y el dinero de la comunidad languidece en su cuenta corriente remota y misteriosa. Nada se toca ni repara, nadie lee, s¨®lo suma, resta, multiplica; la vida dura m¨¢s, es cierto, y cada cual se compra un autom¨®vil.
Y, sin embargo, cuando la luz se borra de los montes, las otras luces que se encienden en modernas farolas s¨®lo alumbran un camino desierto y un r¨ªo que, poco a poco, va comi¨¦ndose tierras yermas y negros abedules.
Dice Jacobo Wassermann que el destino de un pueblo es como el destino de un hombre: su car¨¢cter es su destino. ?Cu¨¢l ser¨¢ el car¨¢cter de estos pueblos? ?Un desenga?o eterno? ?Una habitual desesperanza? ?Un medrar por medrar ajeno a tanto escudo y l¨¢pida? All¨¢, en sus casas, m¨¢s confortables que antes, cada cual duerme, orde?a o calcula. Alguno duerme satisfecho su jubilaci¨®n reciente. Nadie sue?a con fiestas o ramos; tan s¨®lo los entierros se respetan fielmente. Mientras la luna sigue su camino sobre brasas de montes incendiados no se sabe por qu¨¦ ni por qui¨¦nes el r¨ªo convertido en letrina corre bajo los puentes que nadie sabe para qu¨¦ se hicieron, que a nadie importan salvo para abreviar el camino de las reses.
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