La ley del tali¨®n
LA INSEGURIDAD, el temor y el rechazo producidos por los¨²ltimos atentados terroristas, que han unido a su crueldad y brutalidad intr¨ªnsecas el car¨¢cter de provocaciones para: despejar el camino a los golpistas, explican, aunque no disculpan, las viscerales reacciones de algunos sectores sociales que piden el restablecimiento de la pena de muerte en Espa?a. Resulta casi inevitable que la salvaje ofensiva de ETA y de los GRAPO haya suscitado una poderosa oleada emocional en la que se combinan la ansiedad, el miedo y la indignaci¨®n, y que desemboca en el triste redescubrimiento de la ley del tali¨®n. Cualquier observador imparcial puede testimoniar, por lo dem¨¢s, que esos sentimientos col¨¦ricos y atemorizados se dan en casi todas las capas de nuestra poblaci¨®n. Ahora bien, ese previsible fen¨®meno de psicolog¨ªa social exige precisamente a los dirigentes de una colectividad civilizada un redoblado esfuerzo de serenidad, reflexi¨®n e inteligencia.
El debate entre los enemigos y adversarios de la pena capital desde que los ilustrados iniciaron su tenaz campa?a contra la tortura y contra la condena a muerte llenar¨ªa una biblioteca entera. La tentativa de resumir en unos cuantos p¨¢rrafos su contenido resulta tanto m¨¢s superflua cuanto que los trabajos constitucionales, a lo largo de 1978, dieron oportunidad para la reactualizaci¨®n y el despliegue de esa discusi¨®n. Al filo del debate expusimos nuestras opiniones abierta e incondicionalmente abolicionistas, basadas en que la defensa de los derechos humanos comienza precisamente por la protecci¨®n de la vida humana, sobre la que descansan los dem¨¢s derechos. La pretensi¨®n de legalizar el homicidio con el argumento de que los reos a quienes se aplique atentaron previamente contra la vida humana no guarda relaci¨®n con la moral o con la raz¨®n, sino con pasiones como la venganza o el miedo. Los partidarios de la pena capital se ven desasistidos de justificaciones incluso cuando tratan de reclutarlas fuera del c¨ªrculo de los principios. Pues los supuestos efectos disuasorios para el crimen de la pena de muerte no est¨¢n avalados por la prueba de los hechos. Los asesinos no se manchan las manos de sangre porque no haya pat¨ªbulos o paredones esper¨¢ndoles, sino por un c¨²mulo de motivaciones y circunstancias que seguir¨ªan actuando aunque la pena capital fuera restablecida.
En esa perspectiva, la fruici¨®n con la que algunos pol¨ªticos democristianos, o cristianos a secas, se han lanzado a la campa?a para pedir o sugerir el restablecimiento de la pena de muerte resulta tanto m¨¢s hiriente cuanto que se recorta contra la reacci¨®n primitiva y elemental de algunos sectores de la sociedad espa?ola antes se?alados. Que, por ejemplo, Fernando Alvarez de Miranda, presidente del Congreso durante las Cortes Constituyentes, se ponga a la cabeza de la manifestaci¨®n integrada por los creyentes en las virtudes de la ley del tali¨®n o en las ventajas de la ley de Lynch es un espect¨¢culo moralmente doloroso y pol¨ªticamente obsceno. Sobre todo, cuando se advierte que los padres de la patria, ayer abolicionistas y hoy partidarios de la pena de muerte, coquetean con la idea de forzar el esp¨ªritu y violar la letra de la Constituci¨®n para lograr sus fines.
Como es bien sabido, el art¨ªculo 15 de la Constituci¨®n establece que ?queda abolida la pena de muerte, salvo lo que puedan disponer las leyes militares para tiempos de guerra?. La ¨²nica v¨ªa posible para restablecer la pena: capital ser¨ªa reformar ese art¨ªculo de la Constituci¨®n de acuerdo con el procedimiento que reserva el art¨ªculo 168 de la Constituci¨®n para, tres partes fundamentales de su texto: el t¨ªtulo preliminar, el t¨ªtulo dedicado a la Corona y la secci¨®n consagrada (art¨ªculos 15 a 29) a los derechos fundamentales y las libertades p¨²blicas. Pero a estos impacientes amigos del garrote vil y del pared¨®n no les gusta la f¨®rmula que exige un qu¨®rum de dos tercios en cada C¨¢mara, la disoluci¨®n inmediata de las Cortes, la celebraci¨®n de elecciones, la ratificaci¨®n del texto reformado por los dos tercios de las nuevas C¨¢maras y un refer¨¦ndum posterior. En vista de ello, han dirigido sus inquietas miradas al art¨ªculo 167, pensado para la reforma del resto de la Constituci¨®n, y que s¨®lo exige los tres quintos de cada C¨¢mara, no conlleva necesariamente refer¨¦ndum y no ordena la disoluci¨®n de las Cortes. El argumento de estos r¨¢bulas es que, al no citarse el art¨ªculo 168 expresamente a s¨ª mismo como materia reformable, resultar¨ªa posible utilizar el art¨ªculo 167 para suprimirlo en todo o en parte; esto es, para eliminar el art¨ªculo 15 del cat¨¢logo de derechos, que s¨®lo, pueden suspenderse y anularse a trav¨¦s del complicado procedimiento establecido por el art¨ªculo 168.
A nadie se le oculta que, de tener ¨¦xito ese fraude legal, cabr¨ªa aplicar ma?ana el mismo truco al resto de los derechos fundamentales y las libertades p¨²blicas y a las instituciones de la Corona.
Fernando Alvarez de Miranda, por lo dem¨¢s, ha contribuido a esta subasta de desprop¨®sitos y marruller¨ªas con la insensata sugerencia de que la cl¨¢usula excepcional del art¨ªculo 15 -?salvo lo que puedan disponer las leyes penales militares para tiempos de guerra?- sea interpretada de manera tal que los atentados criminales de las bandas terroristas definan nuestra actual situaci¨®n como tiempos de guerra. Al ex presidente del Congreso no parece importarle que ni siquiera el estado de sitio pueda suspender, de acuerdo con el art¨ªculo 55 de la Constituci¨®n, la abolici¨®n de la pena de muerte o que la guerra s¨®lo pueda ser declarada por el Rey, Como establece el art¨ªculo 63, previa autorizaci¨®n de las Cortes Generales. Probablemente, Fernando Alvarez de Miranda se halle tan atenazado por el miedo o tan devorado por el esp¨ªritu de venganza que haya olvidado el texto de la Constituci¨®n, que fue debatida y aprobada bajo su presidencia. Pero, en cualquier caso, es un triste signo de la ruina moral y la descomposici¨®n pol¨ªtica a la que est¨¢ llegando nuestra clase dirigente.
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