La comuna
Desde el aire, los pueblos se distinguen como rojos montones de teja y grava arrastrada all¨¢ en la primavera, por el agua. Los caminos suben desde los valles hasta penumbras que cubren negros taludes ro¨ªdos por el viento, Todo ello: r¨ªos que se adivinan por la mancha que en sus orillas dejan juncos y zarzas, cerros maltrechos en sus cimas, vaguadas donde sale a la luz la veta viva de la tierra, ya quedando en el alma de la m¨¢quina que desde el cielo los fotograf¨ªa.La empresa de Madrid, cuando surgen encargos industriales, suele sacar tiempo y provecho de sus vuelos, fijando de pasada pueblos, caminos, cauces. Luego, cuando el verano llega, env¨ªa su puntual representante dispuesto a vender a todo aquel racimo de peque?as aldeas su ins¨®lito perfil visto desde lo alto, su rostro verdadero limitado al Norte por una gris barrera de montes colosales.
Aparece ya mediado el d¨ªa, que se prolonga en idas y venidas hasta volver al coche con la carpeta poblada de im¨¢genes en color que, en realidad, no interesan a nadie. La propia casa, las propias tierras y huertos importan poco a sus due?os, aunque los reconocen; todo lo m¨¢s, indican, otros pueblos donde quiz¨¢ tengan m¨¢s ¨¦xito tales gestiones comerciales.
Es esta la primera visita desde que el sol de marzo borra las manchas blancas de las cimas, el duro espejo de los r¨ªos, las ciegas avalanchas o el azote del cierzo. En esta pausa como de espera ante nuevos e inciertos avatares, otros viajeros aparecen. A?os atr¨¢s arribaban enarbolando sus ense?as de madera. Su presencia siempre ten¨ªa un aire de guerra santa medieval, con su peregrinar en torno de la modesta iglesia, sus sacramentos sobre predios y prados, su batir de campanas, sus ma?anas de gloria y sus noches de ardiente penitencia. Como broche final sol¨ªan colocar una cruz bien visible en el cerro m¨¢s alto, dominando la parroquia toda. La vida prosegu¨ªa luego. S¨®lo esa cruz, cuya presencia borra ahora un modesto repetidor de televisi¨®n alzado a sus expensas por el pueblo, serv¨ªa de memoria de un mundo diferente, pero actual todav¨ªa.
Ahora, ese mundo llega confusamente gracias al nuevo poste met¨¢lico, si el viento no lo impide; si las pilas, tan caras no se agotan, si la lluvia no oxida los tornillos o el tedio y el sue?o no hacen cerrar los Ojos mucho antes de la hora que imponen las ciudades. Aquellos misioneros no aparecen ya. Otras iglesias tomaron el relevo cuando andar predicando al maraen de la oficial supon¨ªa el riesgo cierto de acabar en la c¨¢rcel. Incluso alguno que se fue m¨¢s all¨¢ del mar, en busca de un porvenir mejor, torn¨® un buen d¨ªa heterodoxo, yendo a dar con sus huesos extramuros del viejo cementerio. De todos modos, aquel tiempo pas¨® tambi¨¦n. Los no cat¨®licos, una vez reconocidos, asomaron al sol, sus ceremonias salieron a la luz; pero, a la hora de sembrar, nunca se molestaron en volver por el valle, a no ser en las ondas de la radio. No se sabe qu¨¦ clase de desesperanza, cultivada en a?os de obediencia forzosa, les sumi¨® en aquel sue?o de autosatisfacci¨®n abonada por el recuerdo de pasados sacrificios.
En medio de tal sue?o, ahora m¨¢s confortable, les sorprendi¨® Jehov¨¢ y sus nuevos testigos, quiz¨¢ por nuevos m¨¢s emprendedores.
Estos suelen llegar en los d¨ªas festivos, con su pu?ado de hojas redactadas en un idioma entre convencional y amigo. En ocasiones, tales misioneros resultan padre e hijo, hermanos se dir¨ªa en la falta de convicci¨®n con que regalan sus mensajes; y en realidad no les falta raz¨®n, porque tal como llegan se marchan: ligeros de equipaje salvo en lo referente a amargas conclusiones. En un paisaje donde nada importa ya, donde la tradici¨®n resbala como las torrenteras por los cauces cegados de la sierra, ser¨ªa mucho pedir que en sus viajes tan breves consiguieran lo que otros intentaron a lo largo de empe?os sucesivos.
As¨ª, entre el pasado que se fue y un presente que nunca acaba de mantenerse en pie, han hecho su aparici¨®n los hippies. Han llegado en un carro que es todo un s¨ªmbolo: a medias estampa de un Far West lejano, a medias del pa¨ªs en su caballo escu¨¢lido que parece arrancado de una corrida de Solana. Su pobreza es distinta de la que les rodea: viejas faldas, gastados pantalones, sombreros de fieltro, pocas flores y un singular recelo que une y enfrenta a forasteros e ind¨ªgenas en torno de la casa alquilada por ¨¦stos. Como representantes de dos culturas diferentes y a la vez complementarias, afines en sus pactos de mercado, viven su vida aparte, reciben amigos de la capital, van y vienen, trabajan su huerto bien plantado, cuidado con esmero, y amontonan, d¨ªa tras d¨ªa, sobre sus muros revocados, los restos que a lo largo del valle dej¨® una sociedad de consumo rudimentaria. Inveros¨ªmiles neveras se abren al sol cerca de elementales cocinas de butano: aparatos de radio que conocieron partes de antiguas guerras se alzan sobre sillas y mesas que desde?aron en su d¨ªa los m¨¢s humildes de los chamariteros. ?Qu¨¦ hace todo ello all¨ª? ?En d¨®nde dieron luz, voz, calor a nacimientos, muertes, pleitos de alcoba o lindes? ?Para qu¨¦ sirven? Ni siquiera sus nuevos due?os los cargan en el carro cuando bajan al barrio h¨²medo de la capital a visitar amigos, intercambiar amigas, beber m¨¢s de lo habitual o fumar lo prohibido. D¨ªa tras d¨ªa lo hacen crecer, m¨¢s con af¨¢n coleccionista que como ruin tesoro de quien envidia los desechos de los otros. Y los otros, los que tienen la miseria en propiedad, apenas miran ya curiosos la casa enjalbegada. Tras los primeros d¨ªas perdieron toda curiosidad salvo cuando alg¨²n hijo joven ronda la cerca que de ellos los separa. S¨®lo entonces miran al universo al otro lado. Fundido, roto, hecho astillas al sol, minado por la nieve desde noviembre, no acaban de entender a qu¨¦ mundo pertenece ese carro poco com¨²n y su cerro vecino. Como sus nuevos due?os, parece la ¨²ltima raz¨®n del valle, terreno de aluvi¨®n que encerrara en su entra?a toda una vida borrada para siempre, suplantada, arruinada a la postre por horas que nada dicen ya; que s¨®lo son un sue?o alzado sobre la dura escoria de la tierra.
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