Expresi¨®n corporal equina
Los halcones vuelan a cuatrocientos kilometros por hora cuando caen del cielo sobre la paloma rectil¨ªnea y alimenticia; la matan en el alto secreto de los aires y se refugian a devorarla entre los rastrojos. Las ¨¢guilas han ido aprendiendo a izar de la tierra a las tortugas para luego dejarlas caer sobre las rocas (o sobre la cabeza de Esquilo) y evitar de esa manera el aburrido escamondo de su tajada. As¨ª, pues, los caballos deber¨ªan limitarse a sus coriocimientos de bot¨¢nica para elegir las yerbas m¨¢s jugosas en vez cle entretenerse en marear y desesperar a los toros en una plaza. Jam¨¢s han tenido intenci¨®n de comerse al bovino y no creo que ex¨ªsta en ellos alg¨²n sentimiento at¨¢vico que los impulse a ridiculizarlo incansablemente ante las multitudes.La culpa, como siempre, la tiene uno de los pocos animales que lo supera en inteligencia. El caballo ha sido sometido a cursillos intensivos de expresi¨®n corporal y ning¨²n Lindsay Kemp lograr¨ªa superar las ciencias adquiridas por estas domesticadas fieras. Lo mismo el toro que el espectador de la fiesta deben de pensar muchas veces que el caballo se evapora, se volatiliza, se integra en el aire amarillo; los ojos desconcertados del toro enceguecen ante esos sutiles golpes del peludo tim¨®n, como si ante ellos le pasaran veloces p¨¢jaros tan tasmag¨®ricos.
La belleza, por primera vez en esta fiesta extra?a, no surge tanto del riesgo mortal como de la incorporeidad del caballo. La belleza es la burla inagotable, quebrada, elegante y vital. Sin embargo, se trata tambi¨¦n de una belleza artificiosa y manipulada, lo que sin duda le da un esplendor m¨¢s grande. Un caballo ?vac¨ªo? jam¨¢s encontrar¨ªa diversi¨®n en esa insistencia en el riesgo, la reiterada y fugaz cercan¨ªaa los cuernos mort¨ªferos de otro ser que en modo alguno es enemigo suyo. Un caballo verdaderamente inteligente, libre de espuelas y bocado, se las arreglar¨ªa muy pronto para dejar clavado al toro en su soledad y confusi¨®n. Nada se le ha perdido a ¨¦l sobre las arenas doradas, ning¨²n agravio real germina en su coraz¨®n, porque el coraz¨®n del caballo est¨¢ s¨®lo lleno de coraje y de fuego, y la ignorancia del odio es el rasgo que mejor expresa la superioridad del animal respecto del hombre.
Tampoco ning¨²n zo¨®logo razonable pensar¨ªa que el caballo siente una especial pasi¨®n por tan ins¨®lita y pura belleza. S¨®lo la tiran¨ªa del jinete es capaz de encontrar armon¨ªa en el riesgo, hermosura en el peligro in¨²til. El jinete es un hombre y, en consecuencia, puede, quiere y a veces consigue organizar esa belleza para ¨¦l necesaria; comprende los resortes del odio, las ventajas del enga?o, la utilidad del rid¨ªculo ajeno. La expresi¨®n corporal de los caballos es ¨²nicamente, en este caso, el resultado de su sometimiento y de su esclavitud. En el fondo, por encima del placer est¨¦tico de los otros y al margen de los guisos demasiado condimentados de la mitolog¨ªa taur¨®maca, el caballo lo pasa en el ruedo peor que en las vendimias.
Claro que la suerte de su contrario en la comedia es menos envidiable. Al toro no le interesa ese juego y tampoco se siente ofendido por el caballo. ?Por qu¨¦ tiene que luchar? Y, sobre todo: ?por qu¨¦ tiene finalmente que morir? En ese ¨²ltimo golpe de rej¨®n, menos suave que los coletazos de su fantasma inm¨®vil, queda destruida la ef¨ªmera belleza del espect¨¢culo. El toreo a caballo de los portugueses tiene al menos en cuenta una cosa: que la muerte, ni siquiera la de los h¨¦roes, ni siquiera la de los m¨¢rtires -esos famosos h¨¦roes con, mala suerte-, nunca es hermosa.
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