La intransici¨®n
A prop¨®sito de la pena de muerte
Todo el milagro de la transici¨®n pol¨ªtica ha resultado ser el habernos colocado en una situaci¨®n a la que, seg¨²n parece, ninguno ha venido, sino a la que todos hemos sido tra¨ªdos. Conversos de Serrat podr¨ªa decirse de Espa?a: un barquito de papel, sin rumbo, sin tim¨®n y sin bandera. Visto lo cual, el 23 de febrero, el soldadito de plomo estuvo dispuesto a abalanzarse sobre ella, para hundirla de una vez, creyendo salvarla.
Tal desprop¨®sito no ha tenido lugar por ahora: a¨²n vivimos; pero, en todo caso, es cierto que aquel golpe ha dejado grogui a la democracia.
Desde entonces, hemos entrado en una fase de dif¨ªcil diagn¨®stico pol¨ªtico, para la que apenas hay palabras. Alguien la ha llamado — ?Dios nos libre!— la segunda transici¨®n. Yo dir¨ªa que estamos en plena intransici¨®n: un estado nada at¨ªpico en la historia de Espa?a, cuya tradici¨®n liberal acostumbr¨®se a tomar como estrategia el ?si no podemos ir por el mejor camino vayamos por cualquiera?, resultando que as¨ª ni se iba ni se llegaba a ninguna parte. Un estadio en que, despu¨¦s de haber habido creyentes para todo —lo que tambi¨¦n es de pura cepa hisp¨¢nica—, perdemos hasta lo ¨²ltimo que se pierde, la esperanza (lo cual, dicho sea a prop¨®sito, no ser¨ªa nada malo si eso sirviera para que aprendi¨¦ramos a fundarla mejor, antes que a tomar como buenas las palabras del criado que hablaba, en aquel delirio filos¨®fico de Larra, diciendo que no buscaba nada para que el desenga?o no lo esperara a la vuelta c¨ªe la esperanza), un estado en el que, no la acumulaci¨®n de problemas, sino la forma en que se plantean, disminuyen hasta el m¨ªnimo la confianza razonable en que puede hallarse soluci¨®n.
Tal ocurre a prop¨®sito del tema, hoy actual, de la pena de muerte. El contraste con el y los cauces por los que se desenvuelven, desinter¨¦s generalizado en el que pasan la mayor¨ªa de los asuntos decisivos, la cuesti¨®n de la pena de muerte est¨¢ concentrando la atenci¨®n, y configurando la opini¨®n de multitud de ciudadanos.
No ser¨¢ tarea chica esclarecer las causas de fondo por las cuales ha logrado tal virtualidad. Que por medio est¨¢ el terrorismo es bien claro. Tambi¨¦n lo es el inter¨¦s de ciertos sectores reaccionarios de la derecha en dar una batalla pol¨ªtica por el restablecimiento de la pena de muerte dentro de una estrategia global que persigue una restauraci¨®n —que, como la del otro siglo, dure d¨¦cadas—, reduciendo a¨²n m¨¢s, de hecho y de derecho, las libertades p¨²blicas (y aun las privadas en todo lo que puedan). El ¨¦xito de la campa?a montada para colocar en el centro de atenci¨®n este tema, viene asegurado no s¨®lo por la continuidad del terrorismo, sino porque no hace sino llover sobre mojado en una tierra tan regada como la nuestra por sangre de guerras civiles (incluyendo aquellas nombradas con Reconquista), cuyos vencedores han tenido a gala hacer valent¨ªa de dar al moro muerto, gran lanzada, y hacer patria de matar a granel compatriotas, importando hijos de San Luis o bombas nazis, cuando no bastan las propias manos.
El caso es que a la democracia se le plantea una batalla pol¨ªtica, que ha de dar y ha de ganar. Pero ganar no es s¨®lo vencer —en el Parlamento impidiendo con votos que se vuelva a legalizar la pena de muerte—, sino adem¨¢s convencer. Porque estamos ante mucho m¨¢s que una batalla y una maniobra pol¨ªtica: estamos ante un reto decisivo en que la democracia ha de comprobar si le otorgan derecho a vivir tantos espa?oles confundidos que cargan a su cuenta todos los males que los aquejan; o si, desgraciadamente no es capaz de acumular razones para ese reconocimiento.
El enorme peligro est¨¢ en que el tema de la pena de muerte divide al pueblo; que la frontera entre los partidarios de su restablecimiento y los que no lo son, recorre el campo de todas las clases y sectores, y que crece el n¨²mero de los que ya han otorgado el derecho a matar sin necesidad de ley alguna que venga a reconocerlo. Admitir la pena de muerte es el opio de la impotencia continua para encontrar la causa y la soluci¨®n a los problemas. As¨ª que se puede pedir la pena de muerte desde todos los lados y en todas las direcciones: una vez dada rienda suelta a la pasi¨®n o el af¨¢n de venganza, la cadena se har¨ªa interminable. Pena de muerte, pena de guerra.
Quienes vienen proponiendo una reforma de la Constituci¨®n, desde antes de su promulgaci¨®n y con vistas a privarla de su contenido democr¨¢tico, han encontrado, por fin, una bandera aireable ante un considerable sector de la opini¨®n p¨²blica.
Nadie puede escandalizarse de que se pida una reforma constitucional: peor es que el Gobierno el Parlamento se salten a la torera no de forma infrecuente, la letra y el esp¨ªritu de la norma fundamental. Pero es preciso tener en cuenta para el caso que la reimplantaci¨®n de la pena de muerte equivale, en cuanto al procedimiento legalmente exigible, a una revisi¨®n total de la Constituci¨®n, tal como se establece en su art¨ªculo 168; y en su significado pol¨ªtico, a un ?cambio de sistema?, seg¨²n autorizadas opiniones.
La protecci¨®n reforzada de que goza el art¨ªculo 15, en el que queda abolida la pena de muerte, hace extraordinariamente dif¨ªcil que pueda lograrse su reimplantaci¨®n por v¨ªa legal, incluso dando previo juego a una ley electoral de sistema mayoritario. Tanto es as¨ª que ya alguien est¨¢ susurrando —y otros pagando el pato que se merecen por ir a la zaga— la idea de que puede legalizarse la pena de muerte sin pasar por la reforma constitucional. Si as¨ª se hiciera, la calificaci¨®n del r¨¦gimen pol¨ªtico que padecer¨ªamos no podr¨ªa ser otra que la de dictadura militar: el dedo me?ique de cualquier guardia civil tendr¨ªa m¨¢s peso que todo el papel emborronado por juristas devenidos en leguleyos, y que las decisiones de los pol¨ªticos de relumbr¨®n.
Con todo, la gravedad no est¨¢ en la batalla parlamentaria que pueda librarse, sino en que los aprovechados pol¨ªticos de esa bandera, para pescar m¨¢s, necesitan revolver el r¨ªo y crear un clima moral en el que la patente de corso que hoy tienen muchas medidas antidemocr¨¢ticas pueda ser transformada en una legalidad, que, a la postre, s¨®lo les servir¨ªa e interesar¨ªa a ellos mismos. Es m¨¢s, a crear un contexto de guerra, y a inducir que los comportamientos han de ser y hay que juzgarlos como si estuvi¨¦semos en guerra; en su interesada opini¨®n ya lo estamos. ?No lo dice hasta Nixon?
Para defender la opini¨®n favorable a la reimplantaci¨®n de la pena de muerte pueden acumularse muchos argumentos, porque, desgraciadamente, siempre los hay para todo y m¨¢s si se remueve el cieno de la inconsciencia colectiva: que si no est¨¢ abolida en numerosos pa¨ªses democr¨¢ticos, que incluso donde lo est¨¢ la abolici¨®n no tiene rango constitucional, que si fue un error d¨¢rselo en Espa?a, que dada la divisi¨®n de opiniones en la ciudadan¨ªa hay que someterlo a votaciones, etc¨¦tera.
Por eso, para hacer frente no s¨®lo a la maniobra pol¨ªtica, sino al fuego que, consciente e inconscientemente atizan sus beneficiarios hay que pensar cu¨¢l es el significado concreto que tiene en nuestro pa¨ªs hoy el debate (no meramente pol¨ªtico) sobre la pena de muerte, sobre el sentido que tuvo dar rango constitucional a su abolici¨®n y el que tendr¨ªa deshacer ese error. Yo lo resumir¨ªa relacion¨¢ndolo con una frase: la actitud ante la guerra civil hoy; abolir la pena de muerte en la Constituci¨®n tuvo el significado —aunque los constituyentes no se lo dieran as¨ª de forma expl¨ªcita— de rechazar ese procedimiento; reimplantarla tendr¨ªa el sentido de abrirle puertas, legalizarla es, aqu¨ª y ahora, legitimar el derecho que cada uno pueda tomarse a matar a su enemigo; son harto agudas ya todas las contradicciones sociales como para que el polvor¨ªn pueda estallar. No se trata de oponerse a la pena de muerte porque con ella se puedan hacer h¨¦roes, dif¨ªcilmente desmitificabIes (a Barry Sand, ?qui¨¦n lo ha matado?), sino porque hace verdugos. No se trata de que la situaci¨®n a¨²n no sea lo suficientemente grave, lo es como para que ya haya quien piense que acelerando el estallido controla el polvor¨ªn.
Desde el 23 de febrero se ha extendido el pesimismo; podemos oponernos a ese estado de ¨¢nimo, pero, con ello s¨®lo no se adelanta ni un paso, debajo de ¨¦l hay, al menos, algo de conciencia de lo que debiera haberse hecho o hacerse y no se hizo y no se hace. Ciertamente, existe el riesgo de ir a refugiarse en la filosof¨ªa y de seguir haciendo verdad la vieja conclusi¨®n de que ?Espa?a no tiene remedio?, cuando m¨¢s se necesita impulsar por todos los medios la acci¨®n pol¨ªtica, la acci¨®n cultural, para levantar fuerzas en pro de la democracia. Hay que salir cuanto antes de esa alternativa en la que hoy est¨¢ preso el presente y el porvenir: o golpe fascista cruento o d¨¦cadas de restauraci¨®n y de descomposici¨®n social. Para lograrlo, una de las batallas que los dem¨®cratas de coraz¨®n han de ganar en la arena pol¨ªtica y en la conciencia colectiva es la que se ha planteado en torno a la pena de muerte. Hacerlo con decisi¨®n, sin cambalachearlo por medidas de gracia a los golpistas, bajo la cobertura de un humanitarismo y una tolerancia mal entendidos. Si as¨ª no fuera, tendr¨ªamos que concluir que tambi¨¦n las reformas, en la pol¨ªtica y las costumbres del pa¨ªs, son un pesado carro cuando se tira de ellas como mariposas, siguiendo la tradici¨®n de Rosita la pastelera.
Si somos incapaces de lograrlo, y de salir de esta intransici¨®n, en que somos m¨¢s objeto que sujeto de la historia, puede que s¨®lo nos quede el derecho al suicidio: o a morir de melancol¨ªa, que desde Alonso Quijano es una forma muy honrosa de morirse. Aunque desgraciadamente habr¨ªan ganado los partidarios del ?Viva la muerte!.
Jos¨¦ Sanroma Aldea fue secretario general de la ORT.
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